Sería 2004, más o menos, año de la Eurocopa de Grecia, de pósters de Linkin Park y de Million Dollar Baby en las pantallas. Finales de enero, eso lo tengo claro, porque la historia que voy a contaros sucedió en un evento concreto: la carrera Las Arenas-Bilbao. Mi amigo Iñigo, que por aquel entonces todavía corría por placer, y yo, que hoy en día lo hago por salud mental, nos enfrentamos a los alrededor de 13 kilómetros de la prueba. No habíamos cumplido aún los 18 y estábamos en ese estado de forma que sólo puede darte la adolescencia, con un organismo capaz de aguantar una resaca que hoy te desplomaría y, a la vez, con la finura de un extremo brasileño. Avanzaban los kilómetros y ya cerca de meta nos apeteció batirnos el cobre, como hay que hacer cuando uno está con un amigo en una carrera popular. Bastante poco ganamos en nuestras vidas como para dejar pasar una oportunidad de victoria que luego comentar con unas cañas o, hace ya casi 20 años, con alguna litrona.
Íbamos muy igualados, así que hasta que vimos una pancarta ondeando al estilo de las metas del Tour de Francia ninguno se decidió a lanzar un ataque. Quedarían 400 metros para alcanzar ese destino visual y ambos comenzamos nuestro sprint, quemando las últimas fuerzas, sudando algún kebap, poniendo las pulsaciones a más de 200, algo que ahora no sucedería ni aunque anunciasen la resurrección de Chiquito de la Calzada. 400 metros a máxima intensidad te dejan fundido, totalmente extenuado.
No sé quién de los dos se dio cuenta antes, pero las personas que corrían delante de nosotros no se detenían al pasar bajo la pancarta, continuaban con su trote. De repente, comprendí lo que pasaba, como cuando Bruce Willis se da cuenta de que está muerto en El sexto sentido. La pancarta no era la línea de meta, sino que era una meta volante publicitaria que anunciaba que la llegada estaba medio kilómetro más allá. Nosotros nos habíamos empleado a fondo los 400 metros anteriores y ya no nos quedaban reservas para lo restante, así que fuimos arrastrándonos, casi andando, hasta que cruzamos, minutos después, la verdadera meta. Lo hicimos juntos, poco importaba ya ese pique amistoso. Con el ácido láctico por las nubes, sólo queríamos llegar. Nos miramos al hacerlo, derrumbados, y ni siquiera tuvimos fuerzas para reírnos, como hoy hacemos al recordar la historia.
Pensaba en esta anécdota haciendo balance del año 2021 que dejamos atrás. Creo que desde comienzos de diciembre nos está pasando con la pandemia algo similar a lo que nos ocurrió a mi amigo Iñigo y a mí. A finales de noviembre yo había visto la meta, pensaba que era el momento de esprintar, cruzarla y pensar ya en otra cosa. Sin embargo, resultó ser una meta volante y ya pocos teníamos fuerzas. Más casos alrededor que nunca, los palos en nuestra nariz, cenas de empresa canceladas, otra vez a dudar de si estamos haciendo lo correcto, mascarilla obligatoria por la calle, cenas de Navidad divididas para limitar contagios… Todo el esfuerzo de los kilómetros recorridos pesando en las piernas y, cuando creías que habías llegado, otra vez a remar, pero ya con un insuperable agotamiento físico y mental.
Como nos pasó a Iñigo y a mí, que recorrimos esos 400 metros que nos quedaban reptando como Leonardo Di Caprio en El lobo de Wall Street. En esos momentos uno pierde de vista la realidad, ni medio kilómetro parece una eternidad, pero eso es lo que queda. Nos equivocamos de pancarta, por supuesto, y esas zancadas finales fueron una tortura, pero al final llegamos. No hubo una gran celebración, ya no quedaban fuerzas para ello; de hecho, tras pasar la meta volante pensé que no llegaríamos. Pero lo hicimos, como también lo haremos ahora, sólo sea por poder tomar unas cañas con absoluta tranquilidad con un amigo al terminar.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.