La primera vez que hice el anuncio de Navidad de Campofrío sentí un ligero temor. La idea era sencilla, aunque un tanto bizarra. En medio de una crisis galopante, los cómicos de este país se reunían en un cementerio para, tras darse un pequeño festín a base de embutidos (fiambre y cementerios, sí) y a través de un ritual poco común, conectaban con su maestro Miguel Gila para asegurarse de que nuestro sentido del humor tenía su razón de existir, incluso en la peor situación. El spot fue un éxito. A la marca le cambió la vida, publicitariamente hablando.
Once años después, tengo el privilegio de seguir haciendo estos mensajes cada diciembre con mi partner in crime Raquel Martínez, gracias a la confianza de nuestro cliente. Y no ha habido año en que no se nos encojan los higadillos cada vez que nos enfrentamos al brief de turno. Nosotras lo resumimos así: “hagamos algo mejor que el año anterior”. No es fácil. Especialmente cuando de lo que se trata es de hacer una especie de crónica social del año para intentar levantarle el ánimo a la gente en 180 segundos. Recordarle que no hay enemigo que le pueda al disfrute. Ni la mismísima muerte.
Este año redundamos en el asunto que por desgracia nos tiene un poco saturados a todos. Porque como dice nuestro querido Karra, “recibimos un sopapo social en forma de virus que nos dejó secos”. Si el viejo lema decía que Client is King, ahora creemos que el Context is King Kong. Y con esta marca, no sólo no podemos ignorar el contexto, sino que se convierte en nuestra estrella del norte de mil toneladas.
Cuando recibimos el encargo a primeros de octubre el cliente nos transmitió su sensación de que la pandemia había dejado mucho miedo en la gente. Un miedo que se traducía en un cambio de comportamiento que nos impide disfrutar de las cosas, de tenerle cierta fe a la vida en un mundo que navega en la incertidumbre. Recogido el guante, nuestra primera sensación fue que tocábamos terreno delicado. Los miedos en este contexto no sólo son respetables, sino que son certeros. Tenemos miedo a enfermar, a perder a un ser querido, a perder el trabajo, miedo a lo desconocido, miedo a quedarnos sin nada. Pero si banalizamos los temores, si hablamos de esos pequeños colapsos del día a día como el temor a que te caiga un ladrillo en la cabeza mientras paseas por la Gran Vía, podíamos ser algo aún peor: irrelevantes.
Sin embargo, hay una gran verdad en todo esto, y es que de la vida no se sale intacto. Si pensamos en todo aquello que nos puede pasar mientras vivimos, no haríamos absolutamente nada. El deporte te lesiona, enamorarte te rompe el corazón, viajar es complicado, emprender es un riesgo, tener hijos es un lío. Hacer una campaña más… ¿y si no gusta?
Vivir, acojona.
Por eso decidimos acumular todos los riesgos posibles en un único personaje, Karra Elejalde. Y lo escribimos pensando en él. Un actor que no solo ha demostrado un talento deslumbrante en cada una de sus películas, sino que ese destello en la gravedad de su voz, en su carisma, ese aspecto de Gargamel, ese gruñir, ese reír, esa ternura no impostada, esa sonrisa desde las tripas, ese hombre, es un poco todos nosotros, que se nos encienden los altos hornos, y se nos ablanda el corazón varias veces en el mismo día.
Pero necesitábamos que esa transformación no adoctrinara. Y es ahí cuando la realidad de lo que estamos viviendo nos da la clave. La respuesta a veces no está en lo que uno cree, sino en lo que ve. Y vimos a Victoria Torres, nuestra viticultora de La Palma. Nos la encontramos por accidente en un informativo, contando como sus abuelos, sus padres, criados sobre ceniza volcánica, con el colegio en medio de dos volcanes, ya habían vivido la furia de su tierra hace cincuenta años. Pero que pese a todo, su obligación era seguir, porque esta es su casa, porque quiere, porque es importante y porque es su deber.
Ver cómo la lava se engulle tu vida y la de tantos ciudadanos, es para tener miedo, miedo del de verdad. Y si ella era capaz de seguir adelante, quizá, nosotros, escuchándola, podríamos también.
El mensaje sólo trata de inspirar a través de la fortaleza de otros porque el ejemplo de ese pueblo puede animarnos, como lo hacía Gila desde la tumba, a abrir los ojos a nuestro alrededor, y a volver a creer en todo aquello que hace que la vida sea acojonante.
Acojonante es tener a Iciar Bollaín, su cabeza y su corazón, en el equipo.
Acojonante es que millones de personas se sonrían con tu mensaje, y que por un rato, descubran que su miedo también es su poder.
Acojonante es trabajar con la gente que quieres.
Acojonante es que una marca de embutidos, como decimos con Javier Portillo, director de marketing, ya no nos pertenezca ni a Campofrío, ni a nosotras, ni a nadie, sino que sea de la gente, que cada año se cuele en su vida y nos pida un poco más…aunque acojone.