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Opinión Daniel Entrialgo

¡Maldito seas, Thomas Edison!

Es imposible no agradecer a Edison las comodidades que introdujo en nuestra vida cotidiana, aunque –a veces– uno no puede evitar acordarse de su memoria al abrir el sobre de la factura y, tras comprobar el importe, mascullar las palabras que dan título a este artículo.
Bombilla. Luz. Humo

El popular locutor radiofónico José María García –retirado del periodismo activo con apenas 59 años– solía responder siempre con la misma frase hecha cuando alguien le preguntaba por su desahogada situación financiera. “Yo y mis hijos tenemos ya pagada la factura de la luz de por vida”, afirmaba con fina ironía. Lo que no sabemos es si el afamado reportero había calculado, en sus optimistas previsiones, el aumento exponencial que el precio de la electricidad iba a experimentar este 2021.  

Si Supergarcía fuera en su día el creador de la radio deportiva de madrugada, el hombre que llenó de luz artificial los hogares del mundo entero, incluso en las noches más oscuras del invierno, fue el norteamericano Thomas Alva Edison (1847-1931), inventor –entre otras muchas cosas– del fonógrafo, la cámara de cine o la bombilla incandescente.

En gran parte, si hoy podemos prender un interruptor de la pared del pasillo y comprobar a continuación como se iluminan las distintas estancias de nuestra casa se lo debemos al preclaro ingenio de este insigne pionero, quien desarrollara las primeras estaciones de suministro público de electricidad en las grandes urbes. Aunque, por otro lado, a él también le debemos –es justo decirlo– las facturas que por ello hemos de pagar religiosamente cada mes.    

Durante muchas décadas, la refulgente figura de Edison se ha consolidado en el panteón universal como uno de los grandes benefactores del progreso humano, un innovador científico que no sólo forjó los caminos del universo tecnológico moderno sino también el de sus aplicaciones industriales.

Mucho se ha escrito sobre su laboratorio de investigación de Menlo Park, una auténtica factoría de I+D donde se buscaban sistemas de fabricación en serie y procesos de comercialización de sus productos, mezclando de un modo ejemplar innovación y capitalismo.

Porque Thomas Edison, antes que nada, fue un excelente y muy próspero hombre de negocios. Un avispado empresario que no sólo se encargó de desarrollar las patentes más revolucionarias de su tiempo, sino que también supo reservarse para sí los pingues beneficios económicos que reportaban su manufactura y distribución. Un ejecutivo ambicioso e implacable que no dudo en litigar, amenazar o acosar (a veces, con métodos cuasi mafiosos) a cualquier posible competidor que osara cruzarse en su camino.

Es precisamente en este terreno embarrado donde algunos nubarrones oscuros comienzan a eclipsar su aparente soleada trayectoria. Para muchos historiadores críticos, Edison no llegó a inventar realmente nada. Simplemente se limitó a mejorar, perfeccionar y aplicar comercialmente (de un modo muy inteligente, eso sí) los trabajos anteriores de otros creadores menos conocidos

Así, su famosa bombilla –origen de todas las que ha estado consumiendo la humanidad durante decenios– estaría basada en los estudios del químico inglés Humphry Davy, el primero en desarrollar dicho concepto. Lo que Edison (o más bien, su ejército de ayudantes) habría logrado encontrar sería un filamento adecuado –hecho de un material muy resistente– que se mantenía incandescente durante horas sin romperse, patentando así un tipo de bombilla rentable y funcional, la cual comenzó a fabricar masivamente.

Su rivalidad más enconada y polémica la sostuvo contra el ingeniero e inventor serbio Nikola Tesla (reivindicado últimamente tanto por la cultura pop como por la ciencia, aunque sumergido en el océano olvido durante décadas). Edison promovía el uso de la corriente continúa (CC), mientras que Tesla defendía las ventajas de la corriente alterna (CA), una guerra comercial de enormes dimensiones que llegó a enfrentar a dos gigantes empresariales de la época: J. P. Morgan –por un lado– y George Westinghouse –por otro–, accionistas mayoritarios de las dos grandes compañías eléctricas del momento.

Hoy sabemos que la corriente alterna de Tesla era mucho más racional, barata y eficaz, pero (debido a razones más políticas y económicas que científicas) fue la opción reivindicada por Edison la que acabaría imponiéndose. Éste, por cierto, no dudó en recurrir –para imponerse a su rival– a todo tipo de trucos sucios y añagazas. En una campaña de propaganda falsa y torticera (que aún hoy causa sonrojo) llegó incluso a electrocutar un pobre elefante en público para intentar demostrar, ante una aterrorizada multitud, los peligros que corría aquél que se atreviera a contratar la diabólica corriente alterna de Tesla.   

En la década de los ochenta del pasado siglo, comenzaron a publicarse nuevas biografías sobre Edison (como las de Robert E. Conot o Wyn Wachorst) que revisionaban –para mal– su personalidad, presentándolo como un fatuo fanfarrón, ávido de dinero y fama, que solía protagonizar grandes estallidos de cólera entre sus empleados, además de dejar mucho que desear como padre y esposo.

A pesar de su evidente perfil técnico científico, estas obras desmitificadoras también desenterraron otro aspecto desconocido de Edison: su sorprendente credulidad respecto a ciertos fenómenos paranormales. Obsesionado por el ocultismo y fascinado por las teorías teosóficas de madame Blavatsky, Edison invirtió considerables esfuerzos, en sus últimos años, por patentar un aparato eléctrico (mezcla de radio y teléfono) que le permitiera comunicarse con los difuntos del más allá.

Le gustaba acudir a los espectáculos circenses de psicoquinesis y telepatía, protagonizados muchos de ellos por hábiles embaucadores, como el médium y mentalista Bert Reese, quien lograra estafar al famoso inventor en varias ocasiones, a pesar de que el popular mago Harry Houdini ya hubiera advertido en los medios de que todos aquellos prodigios increíbles formaban parte de trucos muy bien elaborados.

Lo que no es ninguna cuestión de ilusionismo son los recibos que estamos soportando, desde hace ya unos meses, por el consumo doméstico de la electricidad. Desde luego, es imposible no agradecer a Thomas Edison las comodidades que introdujo en nuestra vida cotidiana, aunque –a veces– uno no puede evitar acordarse de su memoria al abrir el sobre de la factura y, tras comprobar el importe, mascullar las palabras que dan título a este artículo.

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