Imagina que tu trabajo consiste en sumergirte en el mar para encontrar tesoros.
Pero los tesoros no te los quedas tú, no.
Buceas por encargo. Bajas a las profundidades del océano para encontrar maravillas que otros necesitan.
El asunto es que nunca sabes qué es lo que vas a encontrar ni el tiempo que te va a llevar. Lo de los tesoros es así. De modo que aquellos que te piden que bucees tienen que hacer un pequeño gran acto de fe, que en muchos casos se resume en un contrato en el que te dicen cuanto tiempo tienes para sumergirte, un precio y el compromiso de encontrar eso que desean tener.
Pero la clave está en ese valiosísimo gesto de confianza del que nadie sabe nada. Sólo se presiente que eres un excelente buceador, que en tu track record hay bastantes éxitos y que perseveras. Y que al final, hallas.
Lo que desconocen totalmente del acuerdo, es que el viaje no es sencillo.
Sólo estás tú, a pulmón, sumergida en esa masa infinita de agua. Te sientes flotar, te gusta la sensación. Ya la conoces, sabes cómo hacer. Pero el entuerto está en el proceso, en ese lento descenso a la profundidad, en ese extraño traqueteo de ir bajando y bajando, de dejarse ir, para llegar poco a poco a la inmersión absoluta en la búsqueda. Ese despliegue de tu cuerpo y de tu consciencia no sucede rápido, no se da así como así. La adaptación física al ecosistema acuático necesita su tiempo, la bajada a este otro medio no es inmediata, a veces se necesita jugar, o incluso deambular. Hay que acostumbrarse al medio cada vez, por mucho que ya tengas escamas. Porque el cuerpo se bloquea, la mente también se pierde y se distrae, o lo más común, no sabes muy bien qué forma tiene aquello que andas buscando.
A veces incluso encuentras fabulosos hallazgos que no sabes muy bien para que sirven, pero los guardas quizás en tu memoria, o los anotas en tu libreta, y te fijas bien en el lugar exacto donde aparecieron por si se da la ocasión de volver y poder recuperarlos.
Como digo, no es fácil. No es un ascensor marino que sube y baja directo al apretar un botón. Es más bien un túnel del tiempo lento, intenso, divertido también, pero siempre, siempre, exigente con el reloj y con las maneras. Lleva sus días, en los que por momentos sales a tomar aire, pero sigues flotando, en una especie de estado hipnótico, obsesivo con eso que buscas, en ese balancín creativo gozoso.
A veces encuentras tiburones dispuestos a darte un bocado por el simple placer de arrancarte algo, o monstruos como los de las fosas marianas, bicharracos horripilantes que te arruinarían el cliente. O transitas por lugares llenos de otros buceadores, donde todo está esquilmado, y sólo queda aquello que no quieres, o baratijas clonadas en serie para cubrir expedientes o unas prisas.
Lo peor se da cuando aquellos que te hacen el encargo no entienden que la inmersión requiere de su arte. Se impacientan. Quieren un tesoro. Ya. Mañana. No importa como sea. Pero que sea un tesoro. Que brille lo mismo. Y si no brilla, que al menos funcione. Que rinda. Cualquier cosa. Bajar treinta metros para recoger una bota de pescar.
O el capricho del no. «Ya no quiero el tesoro». «No me gustan los tesoros de ese mar», «Tengo un tesoro del año pasado», «¿Y si baja otro sin tanta bombona y a pelo?» «Yo no quería oro, quería algo tipo no sé, pero oro no» y entonces hay que parar.
El organismo se resiente por el cambio de presión. El amor propio también.
Bien. Ahora imagina que pensar soluciones para tu marca es como bucear.
Démosles todo el oxígeno posible por favor.