En la película Up in the air (2009), George Clooney interpreta a un alto directivo que se pasa la mayor parte del año viajando, desarrollando un estilo de vida –casi un sacerdocio– consagrado al mundo de los negocios. En una de las escenas más recordadas del filme, compartiendo plano junto a la actriz Vera Farmiga, ambos reinterpretan –pero a la manera business– el duelo de O.K. Corral, sólo que en vez de desenfundar pistolas, como buenos ejecutivos que son, lo que sacan de sus bolsillos son las mejores tarjetas (de crédito, de fidelidad, de puntos) que su abultada cartera puede ofrecer.
Una a una, las van arrojando sobre la mesa, como en una partida de póquer: doradas, plateadas, oscuras…, sin que nadie parezca ganar el envite. Hasta que Clooney decide recurrir a su as definitivo, la carta que gana cualquier baza. La rebusca entre los pliegues de su billetera, la extrae con orgullo y se la muestra a su oponente. Una tarjeta de elegante dress code black tie (negra como un esmoquin) ante la cual Vera Farmiga sólo puede exclamar con admiración, asumiendo su derrota: “¡Oh, Díos mío! Ni siquiera estaba segura de que existieran realmente”.
La fabulosa arma secreta que utiliza George Clooney es la AA (acrónimo de American Airlines) Concierge Key, un objeto de poder que –entre otras cosas– da acceso en los aeropuertos al Qantas Chairman Lounge, otro espacio cuasi mitológico reservado solamente a CEO de compañías, millonarios o celebridades. Al sujetarla entre sus manos, como una reliquia sagrada, Vera Farmiga le pregunta anonadada a su dueño: “Me encanta su peso. ¿De que está hecha? ¿Fibra de carbono?”. A lo que Clooney responde sonriendo: “Grafito”. Y ella remata: “¡Guau! ¡Es jodidamente sexy!”.
Basada en hechos reales
Según cuentan, el director de la película, Jason Reitman, durante la escritura del guión, se preocupó por investigar y documentarse sobre el asunto, interrogando a los más altos ejecutivos de EE UU sobre cuál sería la tarjeta que equivaldría (en su universo de vuelos semanales en primera clase, fast check-in y salas de espera Executive Club) al Santo Grial del directivo. Así que se podría decir que la escena está basada en hechos reales.
Todo esto, sin embargo, ocurría hace ya más de una década. Hoy en día, las cosas han cambiado mucho dentro de este curioso nicho de mercado (aunque sólo en su apariencia, no en el fondo del asunto).
Hace poco leía una entrevista –en una revista americana– a Jon Wilk, director ejecutivo de la empresa estadounidense Composecure, el mayor fabricante mundial de tarjetas de crédito del lujo, donde explicaba el nuevo material de moda entre sus distinguidos clientes. El grafito habría quedado atrás y ahora lo realmente cool sería el titanio. Y por una razón bien curiosa: su sonido.
Puede parecer extravagante, pero a la gente rica le gusta que el dinero ‘haga ruido’ de algún modo (és bona si la bossa sona, decían los antiguos comerciantes de Barcelona). Y el plástico no lo hace en absoluto (o no al menos del modo que nos gustaría). ¿Un ejemplo? Imagine el final de una opípara comida, el maître se acerca hasta su mesa y le muestra una bandeja de plata sobre la que depositar su tarjeta de crédito. Al dejar caer una de titanio encima se escuchará un sonido característico, un confortable eco metálico que simboliza prestigio, distinción y estilo. Eso es, al menos, lo que afirma Jon Wilk.
La exclusividad de las tarjetas de lujo
El diseño (normalmente, minimalista), el tacto (rígido y frío) y el peso (las hay que llegan hasta los 28 gramos) son factores decisivos a la hora de valorar el plus de exclusividad que transmite una tarjeta de lujo. Sin embargo, es esa ‘musicalidad’ única que aporta el titanio –y lo que simboliza– lo que hace a este elemento químico (de número atómico 22) imbatible respecto al tradicional plástico. “Tengo clientes asiáticos que me piden que lance una de nuestras tarjetas sobre el escritorio para que puedan escuchar el ruido por el teléfono y hacerse así una idea de lo bien que suenan”, explica Wilk.
Por supuesto, no son pocos los que considerarán todo esto como una muestra más de frivolidad y superficialidad. El dinero es dinero, dirán algunos, y poco importa en qué formato se presente. En puridad, el mensaje psicológico de reconocimiento social que está transmitiendo alguien al usar una tarjeta de titanio no difiere demasiado del que se pretende enviar al mundo exterior luciendo un determinado modelo de reloj, colocando una silla de diseño en el despacho o encargando una tapicería concreta para los asientos de un descapotable.
Aunque cabe reconocer que el esfuerzo que requiere ser original puede llegar a resultar extenuante. En realidad, existen tarjetas metálicas en el mercado bancario desde hace más o menos dos décadas, aunque no tan desarrolladas como las actuales.
Seguramente, la primera de alta gama estampada en titanio fue la American Express Centurion, una tarjeta compacta (su peso alcanza los 14 gramos), popularizada en torno a 2007, sobre la que corren todo tipo de leyendas urbanas.
Muchos ceros y más
Para conseguirla no bastaría con acumular un montón de ceros en la cuenta y luego solicitarla. Haría falta una invitación expresa. La selección previa la realizaría el propio presidente de American Express, durante una reunión anual con su equipo, evaluando rigurosamente a los candidatos (aparecer en la lista Forbes –según parece– agiliza notablemente los trámites). Según se rumorea, el gasto mínimo obligatorio que hay que realizar con la Centurion para poder mantenerla es de 200.000 euros al año.
Y ya puestos a fardar (lo que los americanos llaman bling bling), ¿por qué no abandonar el titanio y fabricar tarjetas de crédito en oro macizo? Buena idea, aunque llega tarde. Según Composecure, ya se realizan ediciones ultralimitadas para clientes árabes en este material, incluso con diamantes incrustados de modo artesanal. Eso sí, las gemas se deben colocan cuidadosamente a ras de superficie para evitar quedar atrapadas en el cajero automático o rayar los lectores.
Porque, al final de todo, si la tarjeta (por muy de oro, grafito, titanio o plástico que sea) no nos da dinero, ¿para qué sirve entonces?