El Palacio de Buckingham ha comunicado este viernes que Felipe de Edimburgo, marido de la Reina Isabel II, murió “pacíficamente esta mañana en el Castillo de Windsor” a los 99 años. Una paz con la que no vivió, si hay que fiarse de su fama de hombre colérico en la intimidad, de su pasado militar o de los divertidos episodios en los que vulneró el protocolo durante los actos oficiales. Y es que su lengua, bien salpimentada, estuvo a punto de crear serios conflictos diplomáticos por culpa de sus geniales deslices.
“¿Sois todos de la misma familia?”, preguntó a un grupo de danza étnica. A un viajero que venía de hacer escala en Papúa Nueva Guinea le preguntó cómo se las había apañado para que no le devoraran los lugareños. Se refirió a una obra de arte etíope primitivo como una manualidad semejante a las que su hija traía de la escuela. Comentó al presidente de Nigeria que parecía que “listo para irse a dormir”, refiriéndose al atuendo tradicional que vestía el político africano.
Tampoco sus paisanos se libraban de sus hirientes comentarios. Afirmó, en el Instituto de la Mujer de Escocia, que las mujeres británicas no sabían cocinar. En el curso de un evento, mientras admiraba una tela de tartán confeccionada para el Papa, se dirigió a Annabel Goldie, entonces líder del Partido Conservador escocés, para preguntarle si “tenía bragas fabricadas con ese material”.
Linaje real, romances y una gran fortuna
Para hacerse una idea de la magnitud de la riqueza de la Casa Real británica, y de cómo ha sido amasada, hay que fijarse en ese mismo castillo donde el guapo e impertinente Philip ha pasado a mejor vida. Fortaleza emblemática de los Windsor y máxima expresión del periodo georgiano tardío, este palacio casi milenario alberga en su interior 450 relojes (tantos que, cuando el mes pasado se adoptó el horario de verano, el relojero estuvo 16 horas recorriendo el recinto para ponerlos en hora). Un espacio inmenso que sin embargo es míseramente calentado por pequeños radiadores de plástico gris de apenas 30 euros. Y es que según hemos podido ver en las fotos de sus recepciones oficiales su viuda, la Reina Isabel, gran tacaña, utiliza esos pequeños radiadores para calentarse, en medio de opulentos muebles y chimeneas que acumulan polvo.
Se dice que en el Castillo de Windsor viven veinticinco fantasmas, más que inquilinos vivos, pero dudamos de que Felipe de Edimburgo tenga ganas de formar parte de ellos. Sus únicas y acreditadas fantasmadas fueron los romances que coleccionó en su juventud, como el de la debutante Osla Benning, cuando Philip era un playboy de ojos mentolados, mirada penetrante y porte juncal al que sentaban divinamente los uniformes.
Tuvo que ser evacuado de su país con un año de edad, al término de la guerra greco-turca, en una caja de frutas en el buque británico de guerra Calypso
Nacido en Corfú, el príncipe por cuyas venas corría la sangre de linajes reales daneses y griegos, tuvo que ser evacuado de su país con un año de edad, al término de la guerra greco-turca, dentro de una caja de frutas a bordo del buque británico de guerra Calypso. Su vida tuvo esa impronta errática de las aristocracias caídas de entreguerras: primero un suburbio de París y luego una escuela en Reino Unido, donde a los 7 años se quedó solo: su madre ingresó en un psiquiátrico y su padre huyó a Montecarlo con su amante. Nunca tuvo sensación de pertenecer a ningún sitio. “¿A qué te refieres con hogar?”, respondió con amargura cuando le preguntaron qué idioma se hablaba en su casa.
Joven encantador, cautivó la mirada de la futura reina de Inglaterra. En términos materiales, valió la pena estar casado con ella, a juzgar por los alrededor de 30 millones de dólares que componen el patrimonio que deja a sus herederos. De acuerdo a la Ley de Subvención Soberana de 2011, Felipe de Edimburgo recibía una cantidad anual de 500.000 dólares, con objeto de financiar sus gastos en el desempeño de sus funciones públicas, pese a que estaba retirado de las mismas desde 2017.
En términos materiales, valió la pena su matrimonio, a juzgar por los alrededor de 30 millones de dólares de patrimonio que deja en herencia
En el Antiguo Régimen los enlaces entre personas de distinto rango se conocían como “matrimonios de la mano izquierda”, porque el novio sostenía la mano derecha de la novia, cuando lo normal era hacerlo al revés. No fue así en la foto nupcial del 20 de noviembre de 1947, en la que Philip Mountbatten aparece a la izquierda de la novia con una bocamanga festoneada con galones, la pechera cubierta de medallas y una mano sobre la empuñadura de un sable, tan firme como lo eran en el pasado las manos masculinas. Sin embargo, aunque ambos eran príncipes, lo cierto es que Felipe estaba llamado a ocupar el papel subalterno de consorte.
Aquel apuesto lord Mountbatten, antes de la boda, era visto con desconfianza. Pertenecía a una rama marginal y depauperada de la realeza europea, vinculada además a Alemania, en una época en que la germanofobia sacudía la vida pública del Reino Unido. Sus hermanas estaban casadas con aristócratas alemanes que ocuparon un espacio prominente en el ecosistema nazi. Jorge VI, pese a todo, dio el visto bueno al casamiento con aquel espigado lord que poseía pasaporte británico y había adoptado la traducción inglesa de su apellido materno.
La diferencia de patrimonios no enturbió un matrimonio que se sostuvo con vínculos férreos. Se estima que la monarquía británica tenía un valor de alrededor de 88 mil millones de dólares en 2017, y que el patrimonio personal de la reina Isabel asciende a 350 millones de libras esterlinas.
El exministro Norman Baker, en su libro ‘And What Do You Do?: What The Royal Family Don’t Want You To Know’, elevó esa cantidad hasta los exorbitantes 1.600 millones de libras (por los 44 que, según sus cálculos, amasó su consorte), joyas, propiedades y objetos de valor aparte. A la tacañería de la reina se ha sumado el hecho de que ni ella ni ningún royal tuvo que pagar impuestos hasta 1993, cuando Isabel II decidió hacerlo por voluntad propia. Uno más de los graciosos privilegios que atesora Su Majestad, que también es la propietaria de todos los cisnes británicos, de dos jaguares negros, de una colonia de murciélagos y de todo el fondo marino de Gran Bretaña. Posesiones más excéntricas que provechosas económicamente.
El enfoque ahorrativo de la reina, forjado durante su adolescencia, era todo lo contrario a Felipe, alguien que aborrecía la clase turista y que dio muestras de dejarse seducir por el lujo
El enfoque ahorrativo de la reina se forjó durante la adolescencia, que vivió en paralelo a los racionamientos de ropa y comida de la Segunda Guerra Mundial. Es capaz de mandar a zurcir unas cortinas que se caen de viejas, pero el difunto Philip no era precisamente de la cofradía del puño cerrado. O no lo vivía con entusiasmo. Kitty Kelley, reina de la biografía no autorizada, posó en los años 90 su mirada cruel sobre la Casa de Windsor a través de un libro que dejaba claro que Felipe era todo lo contrario: alguien que aborrecía la espantosa clase turista, y que durante una visita a la mansión en Acapulco de la actriz británica Merle Oberon dio muestras de dejarse seducir por el lujo, que estaba aparentemente desterrado de Buckingham.
Quizá Felipe prefería el lujo funcional del siglo a la pompa fosilizada en obras de arte y tapices que servían de escenario a Su Majestad. El Palacio de Buckingham pertenece al monarca pero no es propiedad personal de la Reina. Los 14.000 millones de dólares en propiedades en el Reino Unido, los 140 del Castillo de Balmoral –donde veraneaban–, o los 65 de Sandringham House –donde pasaban la Navidad–, no eran tan apabullantes para el viejo príncipe danés.
No está claro hasta qué punto la renuncia a ser príncipe de Grecia y Dinamarca, para convertirse en duque de Edimburgo, ensombreció su vida conyugal, pero siempre se mantuvo como un leal aliado de su esposa en las tareas y ceremonias de Estado. “Es un macho alfa en una posición beta”, manifestó Ingrid Seward, la autora de ‘Prince Philip Revealed’, que ha desmentido la imagen deformada de Felipe de Edimburgo que la serie ‘The Crown’ ha proyectado en el imaginario popular.
En su libro, retrata a un hombre impulsado por el deber, con una inteligencia rigurosa, que bajo el avatar de cascarrabias alimentado por la prensa supo cultivar una personalidad empática con gran sentido del humor. El biopic de Netflix sobre la reina Isabel no muestra al abnegado Philip de carne y hueso, en un segundo plano dócil y cumplidor, sino a un tipo áspero en la ficción, desafiante, ‘party animal’ feroz y mujeriego. Su metamorfosis tiene lugar durante la primera temporada, en la que pasa de ser el atento marido modelo a un arrogante que no acepta su nuevo papel tras la coronación de su esposa. Sea como fuere, lo cierto es que nunca ha sido demasiado popular entre el pueblo británico, que lo ha percibido como a un ente extranjero en su Casa Real.
La vida de aquel apuesto príncipe se ha extinguido hoy, pero pervivirá el título con que afrontó su vida de consorte. Hace años se decidió que fuera el príncipe Eduardo, el menor de los cuatro hijos de la monarca, y gran olvidado de la familia real, quien ostentara el Ducado de Edimburgo a la muerte de su actual titular. Un título que no pasa automáticamente de padres a hijos, sino que es la reina quien tiene la facultad de concederlo. Será el gran legado de un hombre que abandonó su carrera en la Marina por amor. Se dijo que las obligaciones de la realeza le aburrían terriblemente, con todos esos compromisos formales y apretones de manos, y que tuvo varias amantes, como la escritora Daphne du Maurier o la estrella del musical Pat Kirkwood. No hay pruebas. Pero seguramente el carácter difícil de Philip se sintió complacido con el rumor.