Robe Iniesta, figura mayor del rock español y uno de los letristas más influyentes de la música en castellano, ha muerto este miércoles a los 63 años. La noticia llegó de madrugada, mediante un comunicado firmado por Dromedario Records: un texto desolado que hablaba del “maestro de maestros”, del “último gran humanista” y del hombre cuyas melodías conmovieron a generaciones. No se han hecho públicas las causas del fallecimiento, aunque desde noviembre de 2023 vivía retirado por un tromboembolismo pulmonar que obligó a suspender los últimos conciertos de la gira “Ni santos ni inocentes”. En los próximos días se anunciará un homenaje a su figura en Plasencia, su ciudad natal y la que lo nombró Hijo Predilecto, el único lugar posible para despedir a alguien que convirtió la crudeza extremeña en poesía eléctrica.
Roberto Iniesta Ojea nació el 16 de mayo de 1962 en un entorno que oscila en su memoria entre la calle, la precariedad y el ingenio del buscavidas. Antes de ser Robe, antes de llenar pabellones, tuvo que improvisar una fórmula de supervivencia que se convirtió en leyenda: vendió el primer disco de Extremoduro antes de grabarlo. Mil pesetas por cabeza. Con ese dinero –250.000 pesetas reunidas puerta a puerta, bar a bar– viajó a Madrid y grabó las canciones que habían empezado a sacarlo del margen.
Extremoduro nació oficialmente en 1987, aunque ya había habido antes intentos fallidos, maquetas grabadas a salto de mata y un primer grupo que no llegó a cuajar. En ese material embrionario se encontraba “Extremaydura”, una pieza donde la ternura, la furia y la identidad se mezclaban con la aspereza de su tierra. Aquella canción, junto a “Amor castúo”, “Jesucristo García” o “Decidí”, terminó abriendo una brecha que no se cerraría jamás. El primer álbum, “Rock transgresivo”, publicado en 1989, marcó un territorio propio: una mezcla de electricidad callejera, voces desgarradas y una visión del mundo que hablaba en nombre de quienes no solían tener voz.
Durante los primeros noventa, la vida del grupo y la de Robe atravesaron la llamada “etapa del caos”: conciertos desbordados, noches que se estiraban más de la cuenta, perros sobre el escenario, letras que se le escapaban de la memoria, sustancias que lo sostenían y lo hundían a partes iguales. Él mismo contaba que había pasado años “dando tumbos auténticos”. De esa experiencia nacieron canciones que, lejos de ocultar la herida, la convertían en parte esencial de su canto. Robe no presumía de sus excesos, pero tampoco los negaba: solía decir que cada año de vida intensa contaba “como los años de perro”, una de esas frases en las que se materializa su lucidez amarga.
El giro decisivo llegó con la aparición de Iñaki “Uoho” Antón, guitarrista de Platero y Tú. Juntos levantaron un sonido poderoso que reformuló el rock urbano español. Con la entrada de Uoho, Extremoduro se profesionalizó, y la crudeza original encontró una arquitectura musical más sólida. Fruto de esa alianza llegó “Agíla”, un álbum capital donde temas como “So payaso” rompieron la barrera que lo separaba de los circuitos mayoritarios. Su estilo musical, personalísimo, tenía elementos del heavy metal, el rock progresivo y el rock sinfónico, pero de una categoría abrumadora. No trató de aventurarse ni en Iberoamérica ni en Europa, pero, de haberlo hecho, habría roto todos los moldes. No es una hipérbole: si Robe hubiese nacido en Glasgow, Birmingham o San Francisco y sus letras hubiesen sido escritas en inglés estaríamos escribiendo ahora de la máxima figura mundial del rock de todos los tiempos.
A finales de los noventa, Robe moderó el ritmo autodestructivo: comenzó a cuidar su salud y admitió que había dejado atrás la heroína tiempo antes, aunque mantuvo su discurso provocador sobre las drogas, fiel a la incorrección política que siempre lo acompañó. Tras “Agíla”, el grupo publicó una serie de discos que ampliaron su universo poético. Con “La ley innata” (2008), Robe transformó su escritura en un diálogo filosófico sobre el dolor, la belleza y la condición humana. Sus letras, antes furiosas y marginales, se volvieron introspectivas y casi metafísicas. Con ese disco, Extremoduro alcanzó una categoría inesperada: la del grupo que, sin renunciar a su espíritu de barrio, se había convertido en clásico.
El desgaste entre Robe e Iñaki acabó separándolos. Extremoduro se disolvió entre tensiones, giras aplazadas por la pandemia y esa sensación de que el proyecto había dejado de ser una banda para convertirse en una empresa. Robe inició una etapa en solitario que sorprendió a críticos y a seguidores: “Lo que aletea en nuestras cabezas” (2015), “Destrozares” (2016), “Mayéutica” (2021) y “Se nos lleva el aire” (2023) mostraban a un creador maduro, dueño de un lenguaje propio y de un pensamiento que dialogaba tanto con Nietzsche como con Machado o Neruda. En esta fase depuró su voz hasta convertirla en un instrumento narrativo, áspero pero profundamente humano. Aunque nunca fue un gran cantante en términos técnicos, su manera de decir las cosas se clavaba sin pedir permiso.
Su influencia es inmensa. De Marea a Estopa, de Reincidentes a Platero y Tú, de Boikot a Leiva, casi todos han reconocido en él una referencia vital. Kutxi Romero llegó a afirmar que cambiaría toda su obra por “dos o tres canciones” de Robe. Sus letras forman parte del imaginario colectivo, sus melodías han acompañado duelos, enamoramientos, huidas y reconciliaciones. Curiosamente, pese a sus maneras toscas, sus exabruptos malsonantes y su espíritu ácrata, no sólo era el artista favorito de los siervos de la gleba, a la que, por origen, pertenecía, sino de la “tribu urbana” de los pijos: el artista favorito de las ovejas negras de las familias “bien”.
Robe fue un provocador nato: decía lo que pensaba estuviera donde estuviera, aunque incomodara a políticos, periodistas o promotores. En 1997 lanzó “Iros todos a tomar por culo”, titulado así, mal conjugado el verbo ir, y lo presentó en un local okupado del barrio de La Guindalera. Explicó que prefería “iros” a “idos”, porque tenía más fuerza, y que no quería que pareciera que estábamos “idos”. Pese a su fama de indómito, era también un lector voraz, alguien capaz de saltar de Bukowski a Galdós, de la lírica popular a la filosofía. Y en 2009 sorprendió con el lanzamiento de su novela fantástica “El viaje íntimo de la locura”, que no logró el mismo éxito que su música, pero que hablaba a las claras de su ansia de trascendencia y ese pulso continuo que fue su vida entre el caos y la búsqueda de sentido. Deja atrás una obra gigantesca: catorce discos con Extremoduro y cinco en solitario, además de colaboraciones con Fito & Fitipaldis, Marea, Albert Pla, Boikot o Leiva, con quien firmó hace poco “Caída libre”.
Hoy, España llora a uno de sus creadores más singulares. Su muerte deja una ausencia imposible de llenar, pero su legado permanece en cada verso tatuado en la memoria de quienes encontraron en él una forma de resistir. Robe Iniesta fue muchas cosas –pícaro, poeta, incendiario, filósofo callejero–, pero, sobre todo, fue una voz capaz de convertir la vida en algo más soportable. Su obra seguirá recordándonos que incluso en medio del ruido, del polvo y del desastre, el arte tiene un poder extraño y necesario: el de alumbrar, aunque sea un instante, la posibilidad de otro mundo.
