Mujer de dimensiones diminutas y mirada alucinada, aspecto frágil y consumido. Joan Didion (Sacramento, 1934-Nueva York, 23 de diciembre de 2021) era dueña de una vida coloreada por la tristeza que despierta no tener a nadie a quien amar. Perdió a su marido cuando no conocía el significado del verbo ‘doler’ y se despidió de su hija cuando el dolor ya formaba parte de su esencia. De esto hacía ya 18 y 16 años, respectivamente. Insuficientes siempre porque como dijo el historiador francés Philippe Ariès: «Te falta una sola persona y ya ves el mundo vacío».
Así lo veía ella, quien concentraba toda su atención en el duelo, actividad que consiste en lidiar con el dolor que genera el paso del tiempo. Hasta hoy. El fallecimiento de esta novelista y periodista norteamericana en su domicilio de Nueva York por complicaciones derivadas del Parkinson que padecía, han dicho adiós a sus escasos 34 kilos y una piel convertida en pellejo que ella mantenía con toda la belleza y la dignidad de sus 87 años de vida.
La escritura desde el corazón
Para esta mujer de enigmática personalidad, escribir desde el corazón –rozando la línea del desnudo emocional– no es su única faceta. Convertida en una de las escritoras norteamericanas más importantes y de mayor influencia dentro y fuera de las fronteras de su país, y en icono del Nuevo Periodismo, es la artífice de crónicas de estilo caótico, oscuro, neurótico y con un cierto aire de ciencia ficción. Pero esto ya se intuye con leerla.
La periodista creó su genio cultivando a partes iguales dos de los rasgos más representativos de su personalidad: mitad perfección, mitad inseguridad. Y se ganó el reconocimiento de ser la poeta del gran vacío californiano, como apuntó en una ocasión el escritor Martin Amis.
Pero lejos de centrar toda su gracia en encadenar palabras, a la escritora le gustaba ser creativa fuera de las teclas de una máquina de escribir y dentro de una cocina. Le gustaba mucho lo que le gustaba. Comenzar el día con una Coca-Cola fría, muy fría, y un puñado de almendras saladas era el pequeño placer al que se entregaba en los desayunos. Muy cerca de su otra gran pasión: soñar despierta con las películas de John Wayne, quien prometía a su joven enamorada una casa allá donde crecen los álamos. Un ideal de felicidad adolescente que tarda poco en venirse abajo para dejar paso a la realidad más temible: descubrir que la vida iba en serio.
De esto se dio cuenta con cada varapalo de la vida. Y poco queda de aquella mujer de 20 años que se paseaba por el tiempo con una risa enorme, tres o cuatro veces más grande que ella –tal y como confesaría su amiga Nora Ephron para The Guardian, en 2005–. Divertida y con una soberbia capacidad analítica, no se confiesa amiga de la nostalgia. Lo expresa muy bien en Noches azules, el libro que escribe tras la marcha de su hija Quintana Roo (1966-2005): «Una acaba aprendiendo a no llorar el final de las cosas. No es más que la inevitabilidad del desvanecimiento».
Profundidad y dolor
Aprender a cortar el vínculo del dolor –o intentarlo– ocupó gran parte de su tiempo; y si alguna lección aprendió de su particular serie de catastróficas desdichas fue la de sobrevivir a ellas: el duelo es un lugar que no se conoce hasta que no lo visitamos. Y si queremos seguir vivos, tenemos que renunciar a los muertos, dejando que se conviertan en fotografías en la pared a la que sólo mirar cuando la añoranza invada las entrañas.
Y si algo podemos afirmar en el momento en el que se está tecleando este artículo es que sus extrañas artimañas en materia de inspiración dieron sus frutos. Prueba de ello son los más de 20 libros que componen la biografía profesional de esta autora; todos ellos de diferente temática y de distintas apuestas sentimentales en cada uno de ellos.
Una fuerte implicación del lado más profundo de Joan Didion ha sido el hilo conductor de cada uno de sus escritos, dejando entrever el requisito indispensable en la tarea del escritor: «Una novela es como un aviso. Si cuentas una historia y la resuelves bien, puedes evitar que eso te pase. Para ello tienes que ser muy observador, porque si observas algo bien, nunca te dolerá. Esto es lo único que sé sobre el dolor y sobre escribir. Metafóricamente se puede equiparar al ataque de una serpiente. Si no la pierdes de vista, no te atacará. Esto ocurre con el dolor; y es lo mismo que ocurre con la novela: si no pierdes de vista el enfoque que quieres darle, nada saldrá mal».