Que Barcelona viva de espaldas al mar es algo sabido, y el hecho de albergar la competición náutica más importante, que es también la manifestación deportiva más antigua del mundo, no parece haber cambiado esta tradición. No obstante, a medida que se avanza hacia la selección de los finalistas de la Louis Vuitton Cup, de la cual surgirá el desafiante oficial de Team New Zealand en la 37ª edición de la America’s Cup, cuyas regatas están programadas para mediados de octubre, algo parece estar despertando.
Más allá de los folletos informativos que, con cierto retraso, el ayuntamiento ha distribuido en los buzones de los barceloneses, hay pocos carteles y la vida de turistas y residentes parece transcurrir sin grandes sobresaltos náuticos; sin embargo, en las áreas del Port Vell, donde se encuentran las bases de los seis equipos, la atmósfera cambia radicalmente. Aquí, entre los muelles, la energía es palpable, con las tripulaciones preparándose para las regatas y los apasionados siguiendo cada movimiento. La America’s Cup sigue siendo un evento irresistible para quienes aman la vela, y así ha sido desde 1851.
Una de las bases más frecuentadas y animadas es sin duda la de Alinghi Red Bull Racing, representante de la Société Nautique de Genève. Fundado por Ernesto Bertarelli, magnate suizo con una fortuna estimada por Forbes en 8.500 millones de dólares, el consorcio helvético se ha convertido en una leyenda de la competición tras ganar el prestigioso trofeo en 2003, en Auckland, y llevarlo por primera vez a Europa, en Valencia, donde repitió la hazaña en 2007 y perdió en 2010.
Alinghi es probablemente el equipo con la edad promedio más baja, tanto en el barco como en tierra. Gente hambrienta que vive de y para la vela. En el cuartel general, el espíritu suizo se respira por todas partes y se manifiesta incluso con una inesperada raclette que difunde un curioso aroma a queso fundido a lo largo del muelle, ciertamente más acostumbrado al olor a fritura. Como ironizaba Orson Welles en ‘El tercer hombre’, cuando se habla de Suiza se habla de relojes. De hecho, la America’s Cup también es un escenario para algunas de las marcas más prestigiosas del mundo, entre las que destaca Tudor, histórica casa ginebrina fundada en 1926 por Hans Wilsdorf, el fundador de Rolex.
Si es cierto, como explica Jaume Triay –ingeniero naval menorquín de 23 años, del estudio Botín Partners de Santander, autor del AC75 de Alinghi– que “el tiempo aquí es la clave: es lo más valioso que tenemos y su manejo es lo más importante para nosotros”, la centralidad de los instrumentos proporcionados por Tudor a todos los integrantes del equipo suizo es evidente. De hecho, para monitorear fácilmente la cuenta atrás, un momento clave antes del arranque de cada regata, los biseles están graduados de 60 a 0, con agujas hechas de un compuesto de cerámica luminosa para garantizar una legibilidad óptima incluso en las circunstancias más difíciles.
Los dos modelos creados con motivo del evento deportivo –el solo tiempo y el cronógrafo Pelagos FXD Alinghi Red Bull Racing Edition– son parte integral del desafío que Bertarelli ha devuelto a las aguas del Mediterráneo después de diez años de ausencia. Desde el armador hasta los encargados de la hospitalidad, todos los llevan en la muñeca. Fabricados en materiales de alta tecnología como el compuesto de carbono y el titanio, los mismos del casco, estos relojes reflejan la excelencia tecnológica del barco suizo, retomando además sus colores para celebrar la audacia y precisión necesarias para afrontar una competición tan exigente.
Una aventura, pero también una fiesta, y el momento más electrizante de cada jornada es el dock out, con los regatistas desfilando por el muelle antes de subir al barco, mientras los Red Hot Chili Peppers suenan a todo volumen de los altavoces tras resonar las campanadas propiciatorias que inevitablemente recuerdan a los cencerros de las vacas suizas. El entusiasmo es sincero, manifestado por amigos y familiares de la tripulación, así como por genéricos muy bronceados, hombres con mocasines atrevidos y mujeres con pedruscos extremadamente brillantes colgando de sus orejas. Como prueba del efecto burbuja, se habla sobre todo francés, italiano e inglés; de castellano o catalán apenas hay rastro, con las únicas pistas de la ubicación del evento representadas por el jamón serrano y el gazpacho generosamente ofrecidos en el buffet.
Antes y después de cada regata –la del martes 3 de septiembre, que vio al equipo suizo obtener la primera y fundamental victoria contra los franceses de Orient Express, entre lluvia y relámpagos, fue especialmente tensa– estos prodigios de la ingeniería naval, capaces de alcanzar los 100 km por hora, son levantados a unos diez metros dentro del hangar para su mantenimiento diario. Visto desde abajo, el AC75 recuerda a una foca gigante con los foils, la tecnología que permite a estos bólidos ‘volar’ sobre el agua, que parecen las aletas del animal. De cerca, el barco se ve mucho más grande, al contrario de lo que sucede con un monoplaza de Fórmula 1.
En comparación con el pasado, hoy la copa es también un magnífico espectáculo televisivo, compuesto por breves carreras de velocidad, con mucha menos táctica y barcos muy fotogénicos. De hecho, en los 173 años de historia de la America’s Cup, las embarcaciones han evolucionado radicalmente, hasta llegar a estos monocascos de 23 metros, cuyo coste estimado supera los 100 millones de euros. El mástil mide 26,5 metros, mientras que las hidroalas laterales (foils) pesan 1,2 toneladas.
Previsiblemente, los puristas de la bolina tuercen el gesto, sobre todo ante los cyclors, los marineros-ciclistas cuyo esfuerzo genera la energía necesaria para maniobrar las velas. Un gesto que Matt Gotrel, cyclor para Ineos Britannia, ha descrito de la siguiente manera: “Es como andar en bici y jugar al rugby al mismo tiempo”. Según Triay, se trata de una “transición necesaria a nivel de ingeniería para los AC75 en aguas con menos viento como estas”; tan determinante que de los ochos tripulantes, dos son timoneles, dos son trimmers (los que ajustan las velas) y cuatro son cyclors.
En cualquier caso, las novedades son bien recibidas en Alinghi, llena como está de caras frescas y jóvenes. «La curva de aprendizaje del equipo ha sido exponencial, por otra parte, nunca habíamos vivido esta presión y ahora empezamos a sentirnos cómodos. La idea, sin embargo, es que el proyecto abarque al menos dos campañas, por eso se apostó por un equipo tan joven, para crecer siendo competitivos y ganar la próxima”, asegura el joven ingeniero.
Al final, todos se preocupan por el éxito de la competición y respetan el texto sagrado de la copa, el Deed of Gift, firmado el 8 de julio de 1857, donde se establece que es el defensor quien dicta las reglas de cada edición. Eso sí, como observa Bertarelli: “la carrera es más espectacular cuando los barcos tienen prestaciones similares y” –añade– “la mayor ventaja del defensor es el tiempo”.
Una vez más, el tiempo, un recurso tan valioso en la preparación y diseño de las embarcaciones, así como en el campo de regatas, donde Alinghi Red Bull y Tudor comparten la misma visión: nacieron para atreverse. Al mismo tiempo, la fórmula para la victoria en la carrera por la ‘Vieja Jarra’ sigue siendo muy simple y la resume el propio Bertarelli: “Salir rápido, acelerar y llegar hasta el final”.