Además, cualquiera puede sentir que los tipos se comunican con nosotros, comprender sus significados e incluso llegar a identificarse con ellos.
El diseñador alemán Peter Behrens afirmaba que, después de la arquitectura, «la tipografía nos proporciona la imagen más particular de una época y el testimonio más potente del progreso espiritual y del desarrollo de un pueblo».
El suizo Adrian Frutiger, uno de los más respetados e influyentes diseñadores de tipos del siglo XX, comparaba la forma de las letras tipográficas con la arquitectura, el diseño de calzado o el de automóviles. Encontraba elocuentes paralelismos, por ejemplo, entre los espacios cerrados y los trazos gruesos de una letra gótica con la robustez y estilización vertical de las catedrales medievales. La funcionalidad de un zapato para andar por caminos y montañas se le asemejaba a la flexibilidad, fiabilidad y comodidad de un tipo para lectura de textos largos como Excelsior.
En todos estos casos, Frutiger define que el diseño de alfabetos es otra de las muchas manifestaciones de la vida cotidiana de cada época y contexto, por lo que sus formas acaban de esta manera por perfilar «el paisaje estético de la escritura». En otras palabras, la forma de las letras es interdependiente de factores económicos, sociales y culturales, pero también funcionales, porque no hemos de olvidar en ningún momento que la tipografía es una herramienta, un vehículo de transmisión de pensamientos y, a menudo, de evocación de sensaciones y sentimientos.
Tipos locales e identitarios
Una tendencia de los últimos años viene siendo la de tratar a las ciudades, regiones o países como un producto más, convirtiéndolos en marcas. Para ello se arropan con las mismas herramientas de marketing que cualquier otra marca, como un logotipo o una tipografía propia. Las «marcas de ciudad» toman referencias del espíritu de las mismas con el objetivo de proporcionar una nueva visibilidad o de potenciar determinados valores, todo ello con fines identitarios.
El diseñador Pablo Gámez, de Chulotype, expone los ejemplos de ciudades como Amman, Roma, Bruselas o Helsinki —entre otras— que han promovido el diseño de tipos específicos para su uso propio por muy diversas motivaciones, pero siempre con el fin de transmitir una serie de valores y una imagen concreta. Existen también ciudades como Bath (Inglaterra) que exigen a las compañías que cuiden el aspecto de sus rótulos para no desentonar demasiado con el carácter del centro histórico, llegando a imponer sus normas estéticas a grandes multinacionales.
Sin embargo, el diseño tipográfico de una ciudad no pasa por su unificación con un tipo de letra propio. Los diseños de tipos específicos para determinadas ciudades sólo pueden tener el cometido de unificar la comunicación de una institución local —sea el ayuntamiento o la oficina de turismo—, aportando un carácter particular y diferenciable. La ciudad en su conjunto, sin embargo, suele mostrar su propia personalidad tipográfica, compuesta por miles de capas de historia, costumbres, cultura, comercios y otra serie de impulsos visuales que se suman para configurar una imagen que difícilmente podemos dibujar con precisión pero que todos somos capaces de reconocer con facilidad.
Se dice que, si nos dejasen caer con los ojos cerrados en medio de una ciudad, seríamos capaces de reconocerla con solo echar un vistazo a sus rótulos y señales. Esto es bastante cierto, pues reflejan el desarrollo social, económico e histórico de una zona, generando un ADN tipográfico particular. Un ejemplo concreto es el del metro de Londres, en donde los rótulos conservan desde 1916 el espíritu original del tipo diseñado por Edward Johnston. O el del metro de Berlín, en el que la señalización de las estaciones está plagada de modelos tipográficos de lo más dispares: desde rótulos neoclasicistas de 1913 hasta rotulaciones con tipos setenteros.
También solemos asociar una cierta personalidad tipográfica con lugares y naciones. La razón es porque los diseños más significativos de los primeros siglos de la historia de la tipografía están intrínsecamente ligados a sus creadores, a sus países de origen y al uso común que se hacía en ellos de aquellos tipos. No fue al menos hasta la década de 1920 cuando empezó a surgir en los medios asociados a las vanguardias artísticas un rechazo por las formas tradicionales y demasiado marcadas culturalmente, en busca de una comunicación universalista y que no marcase diferencias de clase ni nacionales. Fue la explosión de los tipos de paloseco, como el exitoso Futura de Paul Renner, y el inicio de la difuminación de las fronteras tipográficas hasta llegar en la actualidad a los tipos multilenguaje.
Un ejemplo es Typographic Matchmaking in the City, un proyecto de investigación (2008–2010) dirigido por la diseñadora Huda AbiFares centrado en las posibilidades narrativas de la rotulación latina-arábiga dentro del espacio urbano, con la palabra escrita como punto de intercambio e integración de grupos de trabajo multiculturales.
Pero en realidad somos criaturas de costumbres y reconocemos determinados usos tipográficos porque son los que estamos acostumbrados a ver en aplicaciones específicas. Es uno de los principios de la semiótica (la ciencia que estudia los signos), al que tampoco escapa la tipografía: «un objeto está indisolublemente ligado a las ideas o asociaciones que hacemos con el contexto en el que se encuentra».
*Artículo original de Pixartprinting
Manuel Sesma
Escritor del artículo “Sentir la tipografía.” Doctor en Bellas Artes, escritor del libro Tipografismo y profesor en el Grado de Diseño de la Universidad Complutense de Madrid.
Sarah Hyndman
Fuente de inspiración del artículo “Sentir la tipografía.” Diseñadora gráfica y educadora. Estudia la relación entre la psicología y la tipografía. Recientemente ha publicado The Type Taster: How fonts influence you.