David dice que su abuelo Luis siempre salía en las fotos con pose guasona y muestra algunas que lleva consigo. Aquel hombre, que le fue relatando durante años las historias familiares, sembró, sin saberlo, la semilla de un libro frondoso y monumental que a su nieto, músico, dibujante y escritor, le llevaría 15 años de trabajo, 40 mudanzas y mil andanzas por España y otros países. La península de las casa vacías (Siruela), el fenómeno editorial del año, es una inusual novela sobre la Guerra Civil, contada a través de una familia asentada en Jándula –trasunto de Quesada, su pueblo de Jaén– y el devenir de sus numerosos personajes, incluyendo, claro, a su abuelo. Todo aderezado con realismo mágico, humor y una hermosa profundidad.
Creo que este libro le habría encantado a José Luis Cuerda.
Sí, eso creo [risas]. A mí me cuesta más reír que llorar en el cine, pero recuerdo aquel momento de Amanece que no es poco en el que una señora le dice a otra: “Verás el levantamiento de hostia que hace este cura ”. Y cuando lo hace, todo el mundo se levanta en la iglesia y aplaude. Me reí a carcajadas.
¿Ya entonces imaginaba la realidad con ese punto?
Supongo que la imaginación era un lugar en el que podía aislarme de la realidad, que, la verdad, era algo durilla: me hacían mucho bullying de chico por ser gay –algo que yo no sabía, pero ellos parece que sí–, así que me refugiaba en la lectura, pintando, haciendo cosas. También tuve suerte de que el pintor de mi pueblo, Zabaleta, hacía eso: plasmaba una imagen de la realidad, pero distorsionada.
¿La literatura es terapéutica?
No, creo que para hacer terapia es mejor la música. Cuando cantas, sueltas cosas. La literatura es un trabajo, un oficio. Yo escribo porque hay un lector detrás y, si no lo hubiera, no escribiría. Aquí aplica eso que dicen muchos autores de que, una vez escrito, el libro ya no nos pertenece, es de los lectores.
Tiene 35 años recién cumplidos y, siendo un autor poco conocido, se presenta con una novela de 700 páginas sobre la guerra civil… Lo suyo es milagroso.
Sí, la mezcla de todo hizo que nadie la quisiera al principio. Y por eso se ha tardado tanto en publicar. No es una temática fácil para nada y ya se ha escrito muchísimo sobre la guerra… Estaba todo en contra: desde el grosor a la temática o el realismo mágico, que parece ser una etiqueta súper desprestigiada.
El libro comenzó como un homenaje a la memoria familiar y acabó contando la guerra.
Cuando lo ideé, tenía 19 años, cogí una cartulina e hice un mapa de los personajes de mi familia. Y entonces dije, voy a hacer un Macondo con esto. Y a partir de ahí, empecé a escribir. Le pongo una historia a cada uno, y los voy matando a todos, salvo uno que sobrevive. Pero a todos les cambió la anécdota. Por ejemplo, Odisto es mi abuelo en cuestión de carácter, pero su historia es la de mi bisabuelo, que tuvo que migrar porque no le dio el rifle a la milicia. Distorsiono mucho para que no se enfaden. Y la guerra entró al final, porque ha sido un proceso de 15 años. Los últimos dos es cuando me meto en el berenjenal de contar la guerra. Y una vez en ello, quería hacerlo bien. Fueron dos años de mucho trabajo, viajes y estudio.
Quería contar su propio Macondo, pero hay otros referentes: Salman Rushdie, Günter Grass…
Sí. Me encanta El tambor de hojalata o Hijos de la medianoche, de Rushdie. Lo que ellos hacen es mostrar la realidad de un país con alegorías y metáforas, que se te quedan mejor que si fuera un realismo puro.
Organizó toda la historia con uno de esos muros de evidencia de los investigadores.
Sí, ¡he tenido tanto tiempo! Son cuatro partes, cada una con el mismo número de páginas y 30 episodios cada parte. Está muy organizada. He trabajado al mismo tiempo todas las partes, no ha sido una cosa lineal. Yo no me senté ningún momento en una mesa y dije, cuenta la historia de toda la guerra civil, ¡Venga, empieza! No. Ha sido una evolución.
¿Y qué sabe hoy de la guerra?
Decía Ayala que estamos abocados a caer una y otra vez en el tajo… Y ya sabemos cuál es nuestra brecha, nuestra herida, porque no la hemos curado. Y no lo hemos hecho porque cada español tiene una idea diferente de lo que pasó. Dicho esto, no soy nada militante. Soy progresista y ya, no tengo más ideas que esas. Pero también, gracias a eso, he podido hacer este libro. Si hubiera tomado partido habría un sesgo. Yo cuento lo que pasó, lo he plasmado con toda la honradez y siempre honrando a las víctimas.
¿Hay perdón?
Sí, yo creo mucho en el perdón y en la redención. Cuando hablo de cualquier cosa, primero lo hago desde lo humano, luego desde lo filosófico, lo sociológico, lo artístico y, por último, desde lo político. Me parece que debería ser así. Pero en este país, lo primero es lo político y luego el resto. Creo que no voy a escribir nunca más sobre política.
Hay otra conexión global, la familia. ¿Qué pensaría hoy su abuelo de lo escrito?
Mi familia es muy rural. Nunca me llevaron al cine, en casa nunca entró un libro o un disco, es otra cultura, de campo. Pero hemos sido felices con la imaginación, con las cosas que teníamos alrededor. Nunca hemos viajado ni hemos ido a restaurantes… Aunque creo que a mi abuelo, más que el libro, lo que le habría hecho ilusión era verme en la tele.
Podría haber sido su primer lector.
Este libro nunca se lo hice leer a nadie. En este país a todo el mundo le gusta opinar, y ya tenía suficiente conmigo mismo como para tener opiniones del resto. Sé que no existe la novela perfecta, pero confiaba en ello. Además, creo que, para escribir, lo fundamental es la libertad. Jesús Carrasco me dijo una vez que nunca podría haber escrito Intemperie con un editor. Y esta novela, igual, es una cebolla, hecha de mil capas.
El éxito ha sido brutal…
Pero creo que el libro, no yo, se lo merece. Creo que aporta, creo que puede ayudar a la memoria, te hace viajar… Estoy muy contento. Tanto que si no vuelvo a escribir nada más, no pasa nada: me iría a Dinamarca a hacer pan.