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David Gistau: “Yo aspiraba, al principio de mi carrera y por pura confusión, a ser como Paco Umbral»

Fotografía: Patricia J. Garcinuño

David Gistau (Madrid, 1970) dedicó su último libro, Gente que se fue (Círculo de Tiza, 2019), a una sensación de pérdida que penetra entre los nervios de cada uno de los cuentos de esta colección. Hasta las fiestas huelen a una despedida que nunca termina del todo. La vida, también la política, parece que era para Gistau como un animal que corre al galope entre grandes ausencias y transiciones, y dejándose entre las ramas unos jirones de piel que nunca olvida. Aquí solo se paran los muertos, los espectadores y los estetas. Gistau perdió a su padre a los 15 años, pero no lo mencionó directamente en nuestro encuentro en el Café Comercial, uno de los templos donde Umbral escribía sus columnas. No insistimos. Fue su padre quien le presentó a los primeros periodistas en el diario Pueblo, abonando su vocación posterior, y un impulsor fundamental de su hambre de literatura. Su ausencia, como escribió nuestro entrevistado sobre el principal protagonista de su libro, no le permitió crecer intacto, sin heridas. A su modo, también lo quiso reportero.

¿Quién es esa gente que se fue?

Son personas que has perdido no solo por la muerte, sino también porque pertenecían a una edad, un momento de tu vida. Las edades siempre están relacionadas con las personas. Me duele, y siempre me ha dolido, su ausencia. Y creo que es bueno echarlas de menos.

Este libro se publica un año después de que haya vuelto a ‘El Mundo’…

Con mi vuelta se ha corregido un desajuste. Tenía que estar en este periódico porque es el que más se me parece y al que más me parezco. Mi primer período en El Mundo, el de Pedro J., fue la mayor experiencia formativa de mi vida profesional. Aprendí que un buen periodista evita su protagonismo en lo que escribe, no deja que termine el día sin tener algo noticiable que contar y reduce al mínimo la retórica. Yo aspiraba, al principio y por pura confusión, a ser como Paco Umbral, pero es que Umbral no hacía periodismo. Estaba más apegado a los adjetivos que a la actualidad. Sus columnas eran un ejercicio de estilo precioso. En cambio, Pedro J., desde aquel despacho del que salían bocanadas de tensión, decía que los reporteros que engordaban no hacían bien su trabajo, porque no estaban en la calle buscando noticias. Ser reportero era vivir en tensión, sin parar. Y Pedro J. me quería reportero, no opinador.

Curiosamente, esa época de ‘El Mundo’ sale tangencialmente en su libro como parte de una era que se acaba y de un personaje, muy traumatizado y muy masculino por cierto, que también pasa página…

La idea era crear un protagonista traumatizado que tiene que luchar durante su juventud para superar el suicidio de un padre después de una larga depresión. Además, decidí situarlo en una ciudad, Madrid, donde es testigo de otro drama: el asesinato de un militar por parte de ETA. Por todo ello, es un drama de casa, de ciudad y de época. Quise a un protagonista con heridas, que no creciera intacto. Mi personaje es bastante masculino porque, si yo elijo un alter ego, lo normal es que tenga moto, que se parezca a mí y que no tenga tetas. No pretendía convertirlo en una respuesta al feminismo. Me asombra que, como me ha dicho una persona, presentar a un personaje que va a buscar a una chica con su moto para invitarla a cenar se pueda interpretar como una provocación.

Esa susceptibilidad también se ve en nuestros líderes políticos y en su incapacidad para llegar a acuerdos.

Es el reflejo de una condición tribal, sectaria y propia de ciertas posiciones prejuiciosas. También tiene mucho que ver con nuestro estancamiento cultural en la Guerra Civil, que sigue obsesionándonos. La izquierda ha encontrado en él un santuario de pureza y una idea de continuidad. En abril, en pleno s. XXI europeo, en España hubo gente que fue llamada a votar contra Franco. La derecha, por su parte, ha aceptado un complejo de culpa posfranquista que abre las puertas a la hegemonía cultural de la izquierda. Esa hegemonía tiene una fuerza tal que el solo hecho de que te etiqueten como progresista te perdona toda las faltas, hasta el asesinato. Lo hemos visto, recientemente, con la rehabilitación de Bildu como miembro invitado a la mesa del progresismo para refundar España. Aznar fue el primer líder de la derecha que intentó superar ese complejo y acabar con la hegemonía cultural progresista. Es una tarea pendiente para PP y Ciudadanos que nadie debería dejar que cayera en manos de Vox, porque la convertiría en una parodia.

Eres muy crítico con Vox.

Es un movimiento al que, por sus posiciones de conservadurismo extremo e involuntariamente autoparódicas, no le tengo ningún cariño. Admito que, en un primer momento, desafió la superioridad de la izquierda en cuestiones morales y culturales, y pienso que eso alguien lo tenía que hacer. Santiago Abascal me cae muy bien desde hace muchos años por su defensa de la libertad en el País Vasco. De todos modos, Vox es un fenómeno interesante como desgajamiento ultraconservador del PP, como desafío de los dogmas progresistas predominantes, como manifestación en España de algo parecido a la derecha alternativa de Trump y como una coctelera que integra muchos perfiles y en la que todavía no sabemos quién manda.

Hábleme de los que define como “editorialistas orgánicos”.

Empezó siendo una broma para afear al diario El País la pirueta de protagonizar, primero, el ataque contra Pedro Sánchez para convertirse, después, en su mayor apoyo. Ahora con ‘editorialistas orgánicos’ me refiero, más en general, a los periodistas que llegan a una dependencia o identificación tan excesiva con un partido político que se vuelve incompatible con el periodismo. Los políticos hacen lo que cabía esperar de ellos: aspiran a transformar el periodismo en un instrumento a su servicio. Son los periodistas los que no hacen lo que cabía esperar. Aunque para muchos propietarios y directivos del sector es muy difícil resistirse porque carecen de unos medios económicos que aseguren su independencia. La gente quiere una prensa libre pero no dedica ni un puñetero euro al día para que lo sea.

Ha mencionado el ‘sanchismo’. El papel de Podemos y PP está claro. El de PSOE y Ciudadanos es más ambiguo…

Sánchez ha llevado al paroxismo la herencia recibida por Zapatero, que consiste en aceptar que el marco territorial y la Constitución son negociables. Rompe con la línea de González y el PSOE de los ochenta y los noventa. Además, lo ha hecho con una mínima sujeción a principios morales y con una ambición personal gigantesca. Ciudadanos, por su parte, ha abandonado su función de bisagra para contener a los nacionalistas y la ha reemplazado por una clara aspiración de gobierno desde el centro derecha. Eso ha marcado un antes y un después para sus decepcionados fundadores, que lo crearon en Cataluña como una alternativa socialista al nacionalismo. Aunque Ciudadanos sigue siendo una formación líquida, oportunista y algo caprichosa en lo ideológico, ha decidido disputarle al PP parte de su ecosistema. Quizá los votantes prefieran una opción más sólida en La Moncloa pero, por el momento, a Rivera no le ha ido nada mal en las elecciones.