Sólo un 2% de la población mundial es bendecida con la misma dicha de la que se benefició Elizabeth Taylor (Reino Unido, 1932 – Estados Unidos, 2011) –para los amigos, Liz–: la de tener los ojos azules, casi grises, tan claros que con la luz se tornen violetas. Una suerte, cierto, pero su carambola con la buena fortuna no acaba aquí. Padecía distiquiasis, una mutación genética que hacía sus ojos todavía más únicos al contar con una doble fila de pestañas que los resaltaba exponencialmente.
Incluso, hay una anécdota que anula cualquier exageración de estas palabras: en un momento del rodaje de Lassie Come Home (1948), el director paró la grabación para pedir que quitaran todo rastro de maquillaje de la cara de una adolescente Taylor por resultar excesivo, pero la sorpresa vino cuando le informaron de que esa mirada que mostraba a cámara era natural. Desde entonces, los ojos de la actriz que revalorizó el significado de ‘glamour’ en la industria del cine fueron los más codiciados por todos los directores.
Liz Taylor nunca se consideró alguien único e inusual. ¿Y cómo hubiera podido? No le fue posible recordar una época de su vida en la que no hubiera sido famosa. En 1944, cuando tenía 12 años, interpretó a la protagonista de Fuego de juventud y se convirtió en la heroína de todas las chicas del mundo. Entonces, abandonó el anonimato y no volvió a habitar en él. Ni siquiera ahora, 13 años después de su fallecimiento, su nombre ha sido olvidado. Artífice de su propia mitología, pasa de generación en generación, como los grandes hitos de la Historia.
Donde habita la fama y no alcanza el olvido
Fue la última estrella creada por el sistema de estudios de Hollywood, y su fama mundial sólo es igualada por un puñado de mujeres como Jackie Kennedy, Marilyn Monroe y la reina Isabel II, aunque se diferenciaron en algo. Jackie se retiró a un mundo privado, a Marilyn le venció la presión y la reina Isabel II fue devorada por las paredes de Buckingham. Liz, en cambio, floreció. Tanto, que en 1963, cuando la actriz tenía sólo 31 años, el crítico de la revista The New Yorker, Brendan Gill, escribió que «ya no es solamente una actriz, sino una inmensa maravilla natural, como el Niágara o los Alpes».
Un retrato muy detallista que la primera biografía autorizada de la actriz consigue perfeccionar de manera más minuciosa. Escrito por Kate Andersen Brower, Elizabeth Taylor. La fuerza y el glamour de un icono (Libros Cúpula) muestra el lado más inteligente, empático, tenaz y complejo de una mujer que tuvo una carrera profesional tan extraordinaria y libre de tapujos como explosiva fue su vida privada.
528 páginas en las que la última estrella creada por el sistema de estudios de Hollywood se muestra en todas sus facetas. La escritora dibuja la figura de la famosa a través de cartas inéditas, entradas del diario de la artista y transcripciones de entrevistas extraoficiales, 250 testimonios de amigos y familiares cercanos, que han conseguido dar con la definición más acertada de la artista. Fue una mujer inteligente, profundamente sensible, directa y honesta.
También fue una jefaza. Fue la primera en desplegar múltiples y muy diversas facetas: interpretó personajes atrevidos, como Maggie la Gata, que dio voz a las sospechas de homosexualidad, tema prohibidísimo en la década de 1950. Fue la primera, independientemente de su sexo, en firmar un contrato millonario con Hollywood. Fue la primera celebrity en recibir tratamiento para su adicción al alcohol y a las drogas en el centro Betty Ford. Fue la primera estrella que utilizó su fama para cambiar el curso de la historia gracias a su desafiante activismo contra el VIH y el sida, y también fue de las primeras famosas en crear su propia línea de perfume. Fue una jefa mucho antes que el término se hiciese popular.
A lo largo de 70 años hizo 56 películas y 10 filmes para televisión, pero sus ansias de vivir eclipsaron sus logros cinematográficos. Tuvo fama, incluso mala fama, por sus ocho matrimonios con siete hombres diferentes. A los 26 años ya se había divorciado dos veces y era viuda. Su estrellato era orgánico y abarcaba gran parte de lo que ella era. Mucho después de haber dejado de actuar, el drama que circundaba su vida personal se exhibía en las cubiertas de ls revistas de los quioscos de prensa del mundo entero. Tras ese caos, se escondía una mujer atrevida, de risa fácil y continua autocrítica. Su vida fue un culebrón que finalizó de un modo sorprendentemente profundo.
De mujer a mujer: Cleopatra y Elizabeth Taylor
La estrella del cine más fotografiada del mundo conoció muy bien Villa Papa, una mansión romana de 3.000 metros cuadrados en el número 448 de la Via Appia Pignatelli y propiedad de Franco Zeffirelli, el célebre director de cine. Consiguió saberse de memoria cada rincón de la finca porque este emblemático lugar fue su hogar durante la filmación de Cleopatra, en 1963. Y no en otro lugar, la actriz empezó un apasionado y devorador romance con su compañero de reparto, Richard Burton. Allí inició una historia de amor con broncas, alcoholismo, sexo desenfrenado, joyas como premio de consolación y doble casamiento.
Se conocieron en la elegante mansión del actor Stewart Granger en Los Ángeles, en los años 50. En bikini y sentada al borde la piscina, Liz leía un libro mientras Richard merodeaba cerca con un whisky en la mano. Ella escuchó su voz resonante, cerró el libro en el que estaba sumida, bajo sus gafas de sol e hizo coincidir su mirada con la de él. Ambos se sonrieron tímida y torpemente, tal y como sucedieron los minutos posteriores a este flechazo. Sin embargo, ambos estaban casados cuando se enamoraron perdidamente el uno del otro. Sin saber que ese día marcaría el final de sus vidas hasta el momento y el inicio de un nuevo comienzo juntos, como pareja, en 1961 se volvieron a ver las caras de nuevo. Ambos se reencontraron en el rodaje de Cleopatra, la película que vería al luz dos años después y que dio a la actriz dos buenas razones para convertirse en el mito que fue: un contrato de cifras hasta entonces nunca alcanzadas en Hollywood y un amor en dos tiempos que casi terminó con ella.
De aquel segundo ‘obsequio’ que le dio aquel rodaje, Liz Taylor dijo en numerosas ocasiones que el amor que se profesaron fue destructivo para los dos. «Quizá nos hayamos querido demasiado», comentó. Richard y ella fueron la pareja más celebrada del siglo XX, pero sus artes amatorias puede que no fueran las más sanas. Los años de relación que compartieron estuvieron tildados de drogas, alcohol, violencia y regalos de reconciliación. Las turbulencias nunca dejaron de sucederse pero, sin embargo, pasaron por el altar en dos ocasiones. También se divorciaron en dos ocasiones. «Es como un vino peleón que te vuelve loco. Te deja una resaca increíble», llegó a decir Richard de ella.
Pero a pesar de las idas y venidas y de los escándalos copando los titulares de las revistas, ambos fueron los amores reales de la vida de cada uno de ellos. Y ambos pasaron a los anales de la prensa internacional por ser los precursores del llamado ‘periodismo del famoseo’. Al enamorarse estando comprometidos con sus respectivos cónyuges y acabar cada escena de Cleopatra con un equipo de producción como testigo de una fuerte tensión sexual, la película llegó a su estreno con mucha expectación, algo que permitió a Fox no tener que gastarse ni un sólo dólar en publicidad. El eco de esta película llegó tan lejos que los privilegiados que consiguieron entrada para su estreno pagaron 100 dólares por cada una de ellas; y en cines, la entrada estándar de dos dólares por película paso a 5,50 en el caso de Cleopatra. Aun así, no se logró recuperar la inversión inicia, a pesar de los 26 millones de dólares que recaudó la taquilla. Por lo tanto, la película fue la más cara y la menos rentable de las producidas.
¿Podría haber conseguido la película Cleopatra la repercusión de la que sigue gozando si no hubiera contado en su elenco de reparto con estas dos estrellas de Hollywood? Fue la película más cara rodada hasta ese momento: costó unos 44 millones de dólares (cuando inicialmente sólo se contaba con dos millones de dólares para su producción), unos 415 millones de dólares de hoy, y siguió siendo la más cara de la historia del cine durante los 30 años siguientes. Y ella fue la primera persona en cerrar un contrato millonario con la industria. La actriz británica se embolsó un millón de dólares por interpretar a Cleopatra en el filme del mismo nombre. Su compañero y amante, Richard Burton, 250.000 dólares.
Pero no fue Liz la primera opción de los productores para el papel protagonista. Tras un intento fallido de dárselo a Joan Collins, se tanteó a la actriz que acababa de ganar un Oscar por Una mujer marcada. Ella pidió un millón de dólares y se lo dieron, además de un contrato caprichoso no sólo en cifras.
«Lo hemos conseguido. ¡Está muerta!»
Cleopatra fue un quebradero de cabeza para quienes la hicieron posible. Primero fue el aumento de presupuesto no previsto para asumir la petición de la actriz de contar con un sueldo millonario; después, el cambio de escenario –de Roma a Londres– a razón de las Olimpiadas en la capital italiana, lo que acarreó un desembolso considerable de dinero en la recreación de decorados –hubo vegetación transportada desde California y Oriente Próximo–; y una barra libre de dólares en la creación del guión y en el diseño de vestuario. A todo esto hay que sumarle los constantes escarceos de los protagonistas de las jornadas de rodaje: enfermedades, excesos y resacas. Por todo ello, cuando se se rodó la escena del suicidio de Cleopatra, el 28 de mayo de 1962, la dirección envió un telegrama con cinco palabras a las oficinas de la Fox en Los Ángeles: «Lo hemos conseguido. ¡Está muerta!». Ese día murió Cleopatra, pero renació Elizabeth, quien creó un mito entorno a su nombre que hoy, 13 años después de su fallecimiento, seguimos recordando.
Fue admirada en vida y tras su muerte han sido muchos los compañeros de profesión que siguieron venerando su figura. En una entrevista, John Travolta manifestó el enorme favor que esta actriz de ojitos violeta le hizo a todas las mujeres de la industria del séptimo arte. «Fue la mujer y la actriz mejor pagada del mundo en una época en la que eso era impensable, con dos premios Oscar como actriz principal, y lo fue siendo madre», dijo. Y es que Elizabeth Taylor fue feminista por intuición. Cuestionó el patriarcado en todas sus formas, desde los jefes de los estudios hasta los presidentes. La mejor forma de revelarse fue exigiendo ese contrato millonario, el primero que firmó Hollywood, por saberse merecedora de la cuantía. Betty Friedan, escritora y activista, también habló de este aspecto: «Las feministas deseaban cambiar expectativas arcaicas y ella fue el ejemplo de mujer que hacía realidad sus pasiones, tanto en su vida personal como en su carrera. En ella vieron a una mujer que quería emoción y romance. Ella supo darse cuenta de que cada uno debe vivir la vida que le apetezca».
Así lo hizo. Puso su vida al servicio de la fama y se fue de este mundo dejando la sensación a sus allegados de sentirse dolorida por verse rodeada de gente. Tal vez, por ese espíritu infatigable que demostró durante 79 años y que en su ocaso se permitió el lujo de verlo flaquear. O por esa torre de marfil hiperparanoide en la que vivió gran parte de su vida por conseguir cinco minutos más de fama. Pero si algo mantuvo siempre terso fue su humor exuberante. En una de sus últimas entrevistas, cuando la periodista le preguntó por el epitafio que le gustaría ver en su tumba, contestó: «Aquí yace Liz, ha vivido». «No, no me gusta Liz, odio ese nombre. Aquí yace Eizabeth, que odiaba que la llamasen Liz, pero que ha vivido». Al poco tiempo se marchó en busca de las personas que amó y perdió. Porque ya había vivido.