El compositor estadounidense Philip Glass ha sido galardonado con el premio Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA, en la categoría de Música y Ópera, “por su extraordinaria contribución a la creación musical y a la ópera, con gran impacto en la historia de la música de los siglos XX y XXI”. Repasamos sus mejores discos.
Music in Eight Parts
En 2020, el Philip Glass Ensemble publicó la primera grabación de Music in Eight Parts de Glass, obra compuesta hacia 1970 de cuya partitura se perdió el rastro cuando el compositor necesitó hacer frente a las deudas acumuladas por la puesta en escena de Einstein on the Beach en 1976 y decidió vender varios manuscritos de sus partituras. Esta fue redescubierta en 2017 en la casa de subastas Christie’s de Nueva York y luego la obtuvo la editorial del compositor, Dunvagen, en 2018.
Es un ejemplo notable de sus inicios más vanguardistas, estridentes y rompedores, pero su gran obra maestra de su época realmente minimalista sería…
Music in Twelve Parts
El 1 de junio de 1974 Glass hizo su primer “viaje” al norte de Manhattan, a una sala de conciertos convencional, el Town Hall de la calle 43. El acontecimiento fue un éxito notable: 1.200 de sus aproximadamente 1.500 localidades se llenaron; el público aplaudió de pie a Glass, y los críticos más abiertos comenzaron a concederle, aunque sin excesivo entusiasmo, una cierta aceptación. La composición que Glass eligió para su debut en el Midtown de la isla de Manhattan fue su obra maestra, Music in Twelve Parts, una obra que llevaba componiendo desde 1971 a 1974 y un punto de referencia en su producción creativa. Música en doce partes marca el fin del austero y profundamente reduccionista minimalismo que Glass y Reich habían liderado hasta apenas un par de años atrás.
Música en doce partes es un título con doble sentido. Por una parte, la obra está anotada en la partitura con doce líneas musicales (dos para cada uno de los tres teclados, y seis para los vientos amplificados y, ocasionalmente, una soprano). Por la otra, la obra está formada por doce secciones, cada una de las cuales dura unos veinte minutos. Una interpretación completa precisa, normalmente, casi cinco horas y media, incluyendo una hora de intermedio para cenar.
Glass ha dicho que él intentó que Música en doce partes fuera una recapitulación de todas sus técnicas minimalistas hasta ese momento, y no estaba bromeando (el crítico musical Tim Page ha definido Música en doce partes como El arte de la repetición de Glass, tratando de establecer así un paralelismo con la recapitulación de la técnica de la fuga de Bach de El arte de la fuga). Algunos de los doce movimientos están interconectados, mientras que otros son independientes; algunos recuerdan la escritura al unísono de sus primeras piezas minimalistas, mientras otras se disponen en tupidos contrapuntos entrelazados; algunos emplean un proceso aditivo, mientras que otros se dirigen a ideas occidentales más tradicionales para el aumento o la disminución. Algunos de los elementos son tan estáticos e invariables como cualquiera de las primeras obras de Glass. Pero en otras Glass explora nuevas técnicas, en especial el terreno de la armonía.
Las últimas secciones de Música en doce partes se encaminan a un lenguaje armónico cada vez más variado y direccional, incluyendo la modulación en tonos remotos y un elegante e impredecible tipo de cromatismo. En la Parte 12, la línea de bajo crece por el método aditivo desde una breve progresión cadencial a una escala cromática que adopta los doce tonos (quizá un insospechado homenaje de Glass al serialismo).
Música en doce partes sugería que el término minimalismo había sobrevivido a su utilidad. El propio Glass ha insistido en numerosas ocasiones en que para él, “el minimalismo ya se había acabado en 1974, porque a partir de ese momento yo estaba involucrado casi por completo en mi trabajo en el teatro. Yo había trabajado siempre en el teatro con Mabou Mines, pero en aquel momento se convirtió casi por completo en mi línea de trabajo y tenía la sensación de que la estética del trabajo es aditiva, más que reductiva, lo que en ese contexto es casi contraproducente o contraindicado”.
En otras palabras, Glass sentía que las exigencias del teatro musical y la austeridad del minimalismo eran mutuamente excluyentes. En muy poco tiempo mostraría sus nuevas tendencias «maximalistas» con Einstein on the Beach (1976), su primera ópera, uno de sus más grandes logros y un punto de inflexión para la historia del teatro estadounidense.
Einstein on the Beach
La primera grabación de la producción original de Einstein on the Beach tiene una importancia icónica tanto en el desarrollo de lo que podríamos denominar ya como post-minimalismo, como en la historia de la música de finales del siglo XX. Uno de los puntos fuertes de la obra es la diversidad de mundos musicales que abarca, desde momentos de canto coral a capela, pasando por implacables pistas de electrónica, hasta conjuntos de una grandeza sonora abrumadora. La característica más llamativa de Einstein… sigue siendo su uso de las repeticiones, que rara vez son exactas: gran parte del encanto de la música reside en la sutil variación de los patrones repetidos por Glass. La duración de las secciones exige un nivel extraordinario de concentración por parte de los intérpretes, y los oyentes, independientemente de sus sentimientos sobre la música en sí, no pueden dejar de asombrarse por el virtuosismo de los cantantes, oradores e instrumentistas que pueden llevar a cabo una hazaña tan notable de memoria y resistencia. Para el oyente dispuesto a entregarse al hechizo de la música, ésta puede tener un efecto visceral e hipnotizante.
El sonido es claro, brillante y presente. Einstein… debe figurar en la colección de cualquier persona interesada en los avances más significativos de la música del siglo XX, y de la ópera en particular.
Koyaanisqatsi
De todas las bandas sonoras compuestas por Glass, puede que la de mayor calidad sea Koyaanisqatsi, que le permitió, de paso, trasladar su inclinación por el teatro no narrativo a un contexto cinematográfico. Dirigida por Godfrey Reggio, un ex sacerdote convertido en trabajador social y activista comunitario, Koyaanisqatsi se estrenó y se publicó discográficamente en 1982. Toma su título de la lengua de los indios Hopi del suroeste de los Estados Unidos, y se traduce aproximadamente como “vida sin equilibrio”, “vida enloquecida”, “vida en confusión”, “vida que se desintegra” o “modo de vida que pide otra forma de vivir”.
La película, en la que no hay ni diálogo ni argumento, contrasta plácidos momentos de imágenes panorámicas de naturaleza en su estado más puro e inmaculado con otras rodadas a cámara ultrarrápida que muestran la vida urbana y el expolio medioambiental, y deja que las imágenes hablen por sí solas. Lo que aparentemente parece una idea muy simple resulta ser algo sorprendentemente absorbente, emocionante y cautivador, gracias en no poca medida a la partitura de Glass. Reggio le dio a Glass una libertad absolutamente sin precedentes para dar forma a Koyaanisqatsi, llegando hasta el punto de cortar escenas para que se ajustaran a la música. Y la propia partitura, escrita para voz solista de bajo profundo o bajo noble (a cargo de Albert de Ruiter, que es quien entona la palabra que da título al filme), coro y orquesta, es oscura, sombría y decididamente romántica en su fuerza expresiva, captando tanto la calma de la naturaleza como la ferocidad de la tecnología que discurre fuera de control.
Primera Sinfonía “Low”
Compositor notablemente prolífico, sorprende descubrir que cuando Glass abordó su Primera Sinfonía “Low”, en enero de 1992, ya era un autor de cincuenta y cinco años de fama internacional reconocido por sus, por entonces, casi diez óperas y numerosas bandas sonoras de películas. Sin embargo, la sinfonía era un terreno en el que, misteriosamente, jamás había entrado. No resultaba, no obstante, algo especialmente extraño: la sinfonía no ha sido un género abordado con frecuencia desde la segunda mitad del siglo XX y el propio Glass se define a sí mismo como “compositor para teatro”. Fue entonces cuando recibió el encargo del director titular de la Orquesta Filarmónica de Brooklyn, Dennis Russell Davies y Glass asumió el reto.
Otra de las sorpresas que surgen con esta obra es descubrir que, aunque la sinfonía era un encargo, el hecho de que se basara en el primero de los discos de la llamada Trilogía berlinesa de David Bowie, con la colaboración de Brian Eno, fue decisión personal de Glass, que acudía, así, a la “tradición” sinfónica europea: sólo hay que pensar en compositores como Brahms, Bartók o Dvorák, que emplearon melodías de sus respectivos acervos folclóricos para sus propias obras. “Recuerdo que cuando escuché Low en 1977 pensé: ‘caramba, este es un disco realmente bueno; creo que podría hacer algo con él’ –comentó Glass en su día–. Cuando me encargaron hacer mi primera sinfonía me pareció que era el momento en el que, por fin, podía volver a retomar esa idea. Recuerdo que llamé a Bowie y le conté lo que se me había ocurrido, y él me sugirió que escuchara también los otros discos, Lodger y Heroes, pero yo sentía que tenía que centrarme en Low. También pensé que si Low funcionaba bien podría hacer otra sinfonía basada en Lodger… ¿Para qué gastar todos los cartuchos en un solo disco?”.
Glass se centró para su sinfonía en tres piezas del disco de Bowie que eran instrumentales casi en su totalidad: Subterraneans, Warszawa y Some Are, los dos últimos compuestos también con la participación de Brian Eno. En realidad, Some Are se grabó en esas sesiones, pero no se publicó hasta 1991, en una reedición del álbum, y es en esta última pieza sobre la que Glass se tomó las mayores libertades.
Bowie y Eno habían escuchado por primera vez a Glass durante la visita que este realizó a Londres en 1971 y el Low de Bowie y Eno se vio profundamente influido por el estilo minimalista que Glass practicaba entonces. Ahora, algo más de dos décadas más tarde, Glass devolvía el favor… Los temas prestados fueron sometidos al propio estilo glasseano de repetición y transformación, pero lo que hizo de ese trabajo algo tan exitoso fue que Glass desarrolló el material de una manera genuinamente sinfónica, levantando una obra que avanzaba paulatinamente hacia clímax apasionados y una ampliación del desarrollo temático. Su emotividad dominante es la melancolía y la nostalgia y evoca algunas comparaciones improbables: un compositor sinfónico inglés post-romántico como Ralph Vaughan Williams u otro sinfonista estadounidense como Aaron Copland.
“La primera vez que coincidí con David yo tendría unos treinta y tantos años y el veintipocos –recuerda el americano–. Él actuaba en un local en Nueva York, creo que era el Peppermint Lounge. Bowie era un chaval que acababa de salir de la escuela de arte y que había decidido dejar de ser pintor para convertirse en compositor. Vivíamos cerca el uno del otro, en Nueva York, y hubo épocas en las que nos veíamos un montón y otras en las que no: nunca sabía exactamente donde se encontraba o donde iba a estar, y hubo épocas en las que podían pasar años sin que nos viéramos, pero siempre estábamos en contacto y hablábamos de cómo nos iban las cosas. Bowie era un músico extraordinariamente dotado y una persona muy interesante. Éramos amigos que teníamos, además, una relación de colaboración musical. Hicimos varios conciertos juntos, así como otro tipo de proyectos. A David le gustó la idea de que me pusiera a escribir las sinfonías y le gustaron, igual que pasó con Brian Eno. Incluso quisieron que sus fotos aparecieran junto a la mía en la portada de la primera edición del álbum que publicamos de la Primera Sinfonía ‘Low’”.