Pocas fechas poseen una resonancia tan complaciente y simbólica, dentro de nuestra historia reciente, como 1992, el año que trastocó en muchos sentidos la visión atrasada y endeble que esa vieja dama llamada Europa tenía de nosotros. Durante 12 intensos y excitantes meses, España acaparó todo tipo de titulares y atenciones por parte de la prensa internacional, algo a lo que no estábamos acostumbrados.
Hubo primero halagos y alabanzas, cuando se logró proyectar una desconocida imagen positiva en los retos organizativos (hasta nos definieron como “los alemanes del sur”). Sin embargo, el año concluyó con sonoros escándalos de corrupción y el preludio de una profunda recesión (la cual acabaría por explotar unos meses más tarde, en el denominado jueves negro de la economía española).
Ahora que transitamos ya –en este 2022– por el 30 aniversario de aquella efeméride decisiva, podemos mirar por el retrovisor con cierta serenidad objetiva –a caballo entre la nostalgia y la melancolía– y recordar qué ocurrió realmente aquel 1992, el año en que fuimos peligrosamente modernos.
Una mascota cubista
Tres décadas después de que la flecha flamígera del arquero Antonio Rebollo prendiera el pebetero del estadio de Montjuïc –en aquel sueño de una noche del 25 de julio del 92–, no cabe ya ninguna duda al afirmar que aquellos Juegos Olímpicos de Barcelona fueron un éxito incontestable en todos los aspectos.
Deportivamente hablando, la delegación española se colgó 22 medallas (13 oros y 7 platas), un logro competitivo que jamás ha vuelto a repetirse. La ciudad
se transformó en un icono arquitectónico y de diseño a nivel mundial, empezando por su rompedora mascota, Cobi, un perro de hechuras cubistas obra de Javier Mariscal que, aunque criticado en sus inicios, acabó seduciendo a casi todos (en parte, gracias a la imagen de modernidad y vanguardia que enviaba al exterior, eliminando de un ladrido rancios complejos carpetovetónicos).
La emotiva puesta en escena de la ceremonia inaugural colocó a Barcelona en el mapamundi comercial y sentimental de los operadores turísticos, manteniéndose hasta hoy como uno de los destinos imprescindibles del circuito mediterráneo. Un estudio reciente de La Caixa ha valorado el impacto económico de los Juegos Olímpicos (sumando al gasto directo –en infraestructuras, cultura, empleos o industria– el consumo inducido por el incesante turismo) en cerca de 18.670 millones de euros, un hito que marca un verdadero antes y después en la historia de la ciudad.
1992 también fue el año de la Expo de Sevilla, un evento que empezó con malos augurios. Las obras se terminaron a muy última hora y la Nao Victoria se hundió pocos instantes después de su botadura, presagiando todo tipo de desgracias (por entonces no había memes, pero los chistes sobre el inveterado gusto español por la chapuza y la improvisación poblaron las barras de bar). Sin embargo, y para sorpresa de muchos, la Expo de Sevilla fue otro triunfo organizativo, reconocida hasta hoy como una de las mejores que ha habido nunca.
El tercer gran impulso de aquel 1992 tuvo lugar en abril, cuando se inauguró el primer tramo del tren de Alta Velocidad (AVE), que unía Madrid con Sevilla. Se invirtieron más de 400.000 millones de las desaparecidas pesetas (unos 2.400 millones de euros) en aquella faraónica obra, un proyecto de infraestructuras al que también se sumó una considerable mejora de las autopistas, autovías y otras comunicaciones por carretera.
A pesar de ciertas críticas (como el enorme gasto que supone o lo asimétrico de su avance en lo geográfico), lo cierto es que aquel primigenio AVE del 92 revolucionó el panorama del transporte ferroviario nacional, una forma de viajar que ha cambiado totalmente los usos y costumbres de nuestro turismo actual.
Madrid era una fiesta (o cómo Claudia Schiffer desfiló en El Retiro)
Durante toda aquel 92, España al completo vivió una pequeña edad de oro de derroche y cartón piedra. En febrero, durante la antigua Pasarela Cibeles (hoy Mercedes-Benz Fashion Week), las tres top models con más glamour del momento, Claudia Schiffer, Linda Evangelista y Naomi Campbell, desfilaron para la firma Loewe en los Jardines de Cecilio Rodríguez del Parque de El Retiro, un derroche de opulencia y suntuosidad que refleja el festivo espíritu de prodigalidad de aquel tiempo inolvidable.
En la radio triunfaba el 20 de abril de Celtas Cortos, el primer elepé de Alejandro Sanz y la voz pegajosa de Modestia Aparte, aunque el número uno de Los 40 Principales fue para Nirvana y su Smell Like a Teen Spirit (la banda grunge alternativa que acabó siendo devorada por el mainstream más comercial). En agosto, se estrenaba en los cines el tórrido thriller de alto voltaje Instinto Básico, el cual convirtió a Sharon Stone –y a su sensual cruce de piernas– en el gran mito erótico de la década.
La política internacional nos dejó el tratado de Maastricht, la guerra de Bosnia o los graves disturbios raciales que vivieron las calles de Los Ángeles tras el incidente de Rodney King (un ciudadano afroamericano que fue brutalmente apaleado por la policía en un abuso de autoridad con tintes racistas), al tiempo que Bill Clinton era elegido como nuevo inquilino de la Casa Blanca.
En la Moncloa, mientras tanto, Felipe González agotaba su tercera legislatura consecutiva (tras su victoria electoral de 1989, con 175 escaños), aunque tanto su figura como la del PSOE empezaban a dar muestras de agotamiento. Unos meses antes, en 1991, había estallado el llamado caso Guerra, el primer escándalo de este tipo, en el cual se acusaba al vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, de haber beneficiado a su hermano mediante el tráfico de influencias (utilizando, además, en la trama un despacho oficial de la Delegación del Gobierno de Andalucía).
A pesar de todo, impulsado sin duda por la excelente imagen exterior que nuestro país había ofrecido durante el 92, Felipe González volvería a ganar las elecciones justo al año siguiente, en 1993, dando así inicio al tardofelipismo, una lenta agonía política salpicada de incesantes casos de corrupción (la mayoría de ellos destapados por los medios de comunicación).
El 12 de junio de 1985, España ingresaba al fin en la Comunidad Económica Europea (CEE) tras la firma del Tratado de Adhesión. El cambio de paradigma fue tan espectacular que la Bolsa española –en pocos meses– alcanzó su mayor crecimiento interanual del último siglo. Durante el siguiente lustro, nuestra economía vivió un ciclo positivo salvaje, con crecimientos de hasta el 6% anual, una borrachera de bonanza y dispendio que no empezó a declinar hasta bien entrado 1991.
El apogeo del ‘pelotazo’
En otoño de aquel año, se destapó uno de los fraudes mayúsculos de nuestra historia reciente, al conocerse la avalancha de facturas falsas que cientos de empresas compraban subrepticiamente para eludir el pago del IVA a Hacienda (un asunto que fue investigado por el Juzgado de Delitos Monetarios de la Audiencia Nacional).
La red de fraude implicaba a casi todos los sectores y ascendía a más de 100.000 millones de pesetas (unos 600 millones de euros), una cifra descomunal que, sin embargo, fue catalogada por los investigadores como “la punta del iceberg” de una trama mucho más compleja y profunda.
De la noche a la mañana, la España trabajadora de a pie descubrió que el tráfico de influencias, la especulación en la compraventa de terrenos o el cobro de comisiones en la adquisición de obras públicas estaban a la orden del día. Había ríos de dinero en circulación y la gente más espabilada (o más golfa, según se mire) se estaba llenando los bolsillos.
Así lo había expresado el propio ministro de Economía, Carlos Solchaga, en el Congreso de los Diputados, donde –con cierto orgullo– llegó a afirmar que España era el país de la Unión Europea donde “un empresario con iniciativa y arrojo” podía ganar más dinero en menos tiempo. Aquella desafortunada frase (que tanto le perseguiría durante años) suponía la bendición gubernamental tácita a lo que se conocería popularmente como cultura del pelotazo.
El exministro socialista, su mujer y una portada en el ‘¡Hola!’
El 5 de noviembre de 1992, la revista más vendida del kiosco, el semanario del corazón ¡Hola! sacaba en una histórica portada a Isabel Preysler –junto a sus hijas Ana y Tamara– posando en su espectacular mansión de Puerta de Hierro, el domicilio conyugal que compartía con su nuevo esposo, el exministro socialista de Economía y Hacienda Miguel Boyer.
En páginas interiores, en rigurosa exclusiva, la publicación realizaba un recorrido fotográfico por la inmensa vivienda, habitación por habitación, deteniéndose con detalle en la exquisita –y carísima– decoración y poniendo especial énfasis en el número disparatado de cuartos de baño existentes.
A pesar de que la relación sentimental entre Isabel Preysler y Miguel Boyer se había formalizado cuatro años antes y de que el exministro no aparecía físicamente en las instantáneas, aquel reportaje cayó como una bomba en la izquierda española. No parecía nada apropiado que un exmiembro del primer Gobierno progresista de la democracia exhibiera –con ostentación y boato– el lujoso y privilegiado estilo de vida del que disfrutaba en una cabecera de cotilleo rosa.
Sin duda, España vivía sumergida en un dulce espejismo de frivolidad naíf, una ingenuidad optimista que también se apreciaba a la hora de señalar –en las encuestas– al directivo preferido por los españoles como modelo a seguir.
Mario Conde y el Caso Banesto
Pocas personalidades del mundo de los negocios poseían mayor popularidad y prestigio social en aquel 1992 que el empresario Mario Conde, uno de los presidentes de banca (entonces dirigía Banesto) más jóvenes de la historia. Ejemplo de éxito, había recibido todo tipo de reconocimientos, incluido el nombramiento como doctor honoris causa en la Universidad Complutense de Madrid, en un acto presidido por el rey Juan Carlos I.
Obseso de la imagen pública (y, posiblemente, teniendo a Silvio Berlusconi como referente), Mario Conde había invertido en el sector de los medios audiovisuales como estrategia de comunicación, previendo –quizá– en su objetivo a medio plazo una futura carrera política en la que se postularía como alternativa al eje bipolar PSOE-PP.
En realidad, su gestión en Banesto había sido nefasta y los libros de contabilidad ocultaban un agujero de 450.000 millones de pesetas (unos 2.700 millones de euros). El 28 de diciembre de 1993, apenas un año después de los fastos del 92, Luis Ángel Rojo, gobernador por entonces del Banco de España, intervino la entidad y destituyó a su cúpula directiva, en un auténtico terremoto mediático y financiero. El humo espeso de los fuegos artificiales empezaba ya a disiparse, dejando ver la cruda realidad.
El ‘jueves negro’ y el final de la fiesta española
Desde comienzos de 1990, la economía mundial acusaba síntomas de enfriamiento (la burbuja inmobiliaria había estallado en Japón y el precio del petróleo se desbocaba tras la primera Guerra del Golfo). Aquellos temblores, sin embargo, tardaron en llegar a nuestro país, ya que las monstruosas inversiones públicas que se destinaron a las celebraciones del 92 ejercieron de cortafuegos.
Tras los excesos llegó la resaca y ya en el último trimestre de 1992 nuestro PIB experimentó una contracción del 1,1 por ciento (además de dispararse la inflación). Como una bomba de mecanismo retardado, lo peor estaba aún por llegar.
El 13 de mayo de 1993 (ni siquiera se había cumplido un año desde el final de los Juegos Olímpicos de Barcelona), el Gobierno se vio abocado a devaluar la peseta un ocho por ciento. Las autoridades monetarias intentaron desesperadamente mantener el valor de nuestra divisa en los mercados internacionales, lo que se tradujo en unas pérdidas de reservas de 3,2 billones de pesetas (unos 19.300 millones de euros), según datos del propio Banco de España.
Además, aquel jueves negro (como pasó a conocerse) la Encuesta de Población Activa desveló que la economía nacional había perdido 750.000 empleos respecto al año anterior, la tasa de paro más alta de toda la UE.
El sueño fue hermoso mientras duró, pero acabó de forma abrupta y dolorosa, como un despertar con resaca. España mostró al mundo su mejor y peor cara aquel 1992, el año que fuimos más modernos que nadie.