Todos las hemos visto en una diapositiva: seguridad psicológica, agilidad, liderazgo inclusivo, resiliencia y mentalidad de crecimiento. Estos conceptos se ganaron su lugar gracias a la investigación, la urgencia y la necesidad real. Pero en algún punto del camino, se convirtieron en palabras de moda: repetidas a menudo, practicadas raramente. ¿Y sus empleados? Han aprendido a ignorarlas. No porque no les importen. Sino porque, con demasiada frecuencia, las palabras no se corresponden con el trabajo.
Lo que empieza como un concepto oportuno en la cúpula, a menudo se infla con la repetición. Los líderes lo mencionan en sus discursos, los consultores lo añaden a los marcos de trabajo y, con el tiempo, se convierte en la abreviatura de la virtud estratégica. Yo lo llamo inflación de conceptos: cuando una idea de liderazgo adquiere importancia simbólica a través de la repetición, pero pierde especificidad y filo. Se hace más fuerte, pero con menos fundamento.
Luego viene la deflación del concepto. A medida que el término inflado viaja por la organización –moviéndose a través de capas de comunicación, malas interpretaciones y fatiga– empieza a aplanarse. Su claridad se debilita. Su peso desaparece. Cuando llega a las personas que se espera que actúen en consecuencia, la idea ha perdido fuerza. Lo que empezó como un compromiso cultural ahora parece vacío. Un concepto lleno de posibilidades ahora no significa nada y hace aún menos.
Es un poco como cuando un director levanta la batuta para empezar una actuación y se da cuenta de que la orquesta no tiene la misma partitura. Todos quieren tocar, pero la melodía no llega. El ritmo va a la deriva. Y lo que debía inspirar la alineación empieza a sonar como ruido.
De la urgencia al vacío
La mayoría de estos conceptos de liderazgo no nacieron vacíos. Surgieron de la investigación real, la sabiduría práctica y la urgencia vivida. El trabajo de Amy Edmondson sobre la seguridad psicológica surgió de estudios de campo sobre el aprendizaje en equipo y la recuperación tras los errores. En su reciente artículo en HBR, aclara un error frecuente: la seguridad psicológica no tiene que ver con la comodidad, sino con la capacidad de asumir riesgos interpersonales sin temor a represalias. La seguridad psicológica se menciona en casi todas las conversaciones sobre cultura. Sin embargo, según Gallup, sólo uno de cada cuatro empleados en todo el mundo está totalmente de acuerdo en que sus opiniones cuentan en el trabajo.
La agilidad no era una palabra de moda. Se forjó en entornos de alto riesgo: planificación militar, fabricación ajustada, equipos de productos que responden al cambio. La agilidad siempre ha sido más que velocidad. Se trata de una acción receptiva basada en la claridad, la responsabilidad y la iteración.
Resiliencia. Mentalidad de crecimiento. Liderazgo inclusivo. No se inventaron para las presentaciones de diapositivas. Eran herramientas para entornos difíciles, donde las culturas se rompían, la gente se quemaba y la estrategia se estancaba. Pero en algún momento se les quitaron sus aristas y se convirtieron en eslóganes.
Los empleados reconocen las palabras, pero no su significado. Lo que antes parecía humano y ganado con esfuerzo ahora parece ornamental: un lenguaje que suena noble, pero que tiene muy poco peso.
Es entonces cuando una buena idea se convierte en una idea vacía. No porque el concepto sea defectuoso, sino porque su ejecución ha perdido fidelidad.
Del rendimiento a la confusión
Digamos que a un directivo se le pide que impulse la agilidad en su departamento. El mensaje de arriba suena estratégico: «Sé rápido. Sé ágil. Responde al cambio». Pero no se transfieren los derechos de decisión. Las prioridades siguen cambiando sin que se haga nada. El equipo es reactivo, no ágil. No hay tiempo para reflexionar. No hay espacio para ajustar. Pronto, «agilidad» se convierte en otra palabra para referirse al agotamiento.
O imagina a un líder que abre una reunión diciendo: «Este es un espacio seguro, por favor, hablen libremente». Y alguien lo hace. Cuestiona un proceso antiguo. El líder asiente. Dice «buenos comentarios». Y sigue adelante. La idea se registra, pero no se escucha. No hay reacción. No hay reflexión. Ni acción. Y la sala vuelve a quedar en silencio.
Cuando el sistema no respalda el mensaje, el mensaje pierde sentido.
El directivo como amortiguador
Los estudios de Gallup muestran que los directivos son hoy los amortiguadores de la cultura y el cambio. Se espera de ellos que actúen, se comprometan, retengan, formen, adapten, comuniquen y, ahora, implementen valores y marcos de referencia.
Y, sin embargo, rara vez se les da tiempo, autoridad o claridad para hacerlo bien.
Imagínate a un directivo de primera línea con un equipo agotado, una plantilla limitada y múltiples presiones interfuncionales. Ahora añade una nueva expectativa de liderazgo: «Impulsar la resiliencia». Es una buena intención. Pero sin apoyo estructural –sin permiso para replantear el flujo de trabajo o desafiar los puntos de presión– «resiliencia» suena a código para «aguantar más».
Es en estos momentos cuando la inflación de conceptos da paso a la deflación de conceptos.
Las palabras pueden llegar con fuerza. Pero si no encajan con el ritmo del trabajo diario, se desvanecen. Lo que antes sonaba estratégico se convierte en ruido. Y sin refuerzo, el refuerzo se convierte en ausencia.
Cómo detectar conceptos que se han convertido en representaciones
Sabrás que un concepto se está representando –no practicando– cuando la sala suene bien pero el seguimiento sea silencioso. Algunas señales:
- La palabra se repite a menudo, pero nunca se define en el comportamiento.
Los circuitos de retroalimentación se abren, pero no se cierran.
Los líderes hablan sin parar de valores, pero es difícil encontrar ejemplos de comportamientos reales.
Los jefes de equipo hablan del valor, pero actúan en contradicción.
Se reconocen las ideas de primera línea, pero no se actúa en consecuencia.
Siempre deciden las mismas personas, aunque el mensaje sea «liderazgo inclusivo».
Lo que empezó como alineación se convierte en teatro. Y lo que debía unificar empieza a fragmentar.
Lo que hacen los verdaderos líderes
Los mejores líderes no decoran la estrategia con grandes ideas. Las integran.
No se limitan a decir que la seguridad psicológica importa. Actúan primero. Nombran un error antes de pedir a otros que se arriesguen a hablar. Apoyan a alguien que les ha desafiado, no se limitan a tolerar el desafío.
No definen la agilidad como velocidad. La definen como adaptación. Eso significa hacer una pausa para reflexionar entre sprints. Significa dar a los equipos el poder de cambiar de rumbo. Significa elegir el aprendizaje por encima de la óptica.
No realizan la inclusión en paneles o sesiones de escucha. Cambian la toma de decisiones. Modifican la contratación, la tutoría y el diseño de las reuniones. Cambian el poder: no sólo celebran la presencia.
Y no tratan la resiliencia como una resistencia silenciosa. La tratan como un problema de diseño del sistema. ¿Dónde seguimos pidiendo a la gente que absorba la tensión que nos negamos a eliminar?
Deja que el concepto aparezca en el sistema, no sólo en la diapositiva
Estas ideas no tienen por qué vivir en la superficie. Pueden vivir en el sistema. Nada cambia si el sistema no evoluciona. Cuando el sistema no lo hace, estos conceptos no son más que un escaparate.
Supongamos que un equipo directivo quiere integrar la mentalidad de crecimiento. En lugar de repetir la frase, rediseñan las evaluaciones de rendimiento para recompensar los objetivos de aprendizaje. Dan visibilidad a los proyectos que fracasaron pero enseñaron algo. Se preguntan unos a otros públicamente: «¿Qué has desaprendido este trimestre?».
O la inclusión. Un líder reestructura la agenda de su equipo para que un miembro rotatorio –especialmente los más nuevos en la mesa– forme parte del debate. No es un gesto. Se trata de un cambio en quién enmarca el trabajo.
Son pequeños cambios. Pero son reales. Y llegan lejos. Porque lo que se modela pronto se refleja sistemáticamente. No como un dictado o un «modelo» superficial. Sino en la vida y el trabajo de cada empleado.
Sintoniza antes de dirigir
El liderazgo no es rendimiento. Es traducción.
Si quieres que tu equipo toque en armonía, no te limites a repetir el tema. Asegúrate de que conocen la partitura. Asegúrate de que están afinados en la misma clave. Porque cuando el mensaje suena noble pero el ritmo parece apagado, no es que la gente no escuche, es que no puede seguirlo.
La cultura no se desmorona en grandes momentos. Se deshace lentamente. Cien señales perdidas. Mil pequeños silencios. Un concepto declarado pero no respaldado por el diseño. Un valor nombrado pero nunca reforzado.
Así que antes de tu próxima conferencia, haz una pausa. No para perfeccionar el lenguaje. Sino para preguntarte:
- ¿Se ha inflado este concepto hasta hacerlo irreconocible?
¿Se ha desinflado antes de echar raíces?
¿Dónde existe ya este valor, pero no se le ha puesto nombre?
¿Qué haría falta para hacerlo visible, repetible y real?
Tu gente no necesita otra declaración bienintencionada. Necesita claridad sobre la que pueda actuar, coherencia en la que pueda confiar y una cultura que sea coherente desde el mensaje hasta el comportamiento.
Ese tipo de alineación no proviene de la repetición de valores o de la amplificación del lenguaje estratégico o de la repetición de palabras de moda: proviene de líderes que sintonizan el sistema, no sólo marcan el tono. Cuando el liderazgo se practica con ritmo, no sólo con intención, el mensaje no se desvanece mientras viaja. Llega, resuena y guía.
