Pasear Turín es pasear con aires reales, monárquicos, como si se vistiese con volúmenes que necesitasen tres asientos. Viajar a Turín es observar París desde Italia, evocar las delicatessen de la alta pastelería francesa al otro lado de los Alpes y degustar un buen café en cada esquina Moverse por Turín es respirar historia, la de un país que se forjó a esta altura de la bota, que bebe del Po mucho más que agua.
Cada paso por sus avenidas arboladas, cada cruce bajo los pórticos —es la segunda ciudad de Italia con mayor número de kilómetros de soportales, 18, por detrás de los 30 de Bolonia —, cada mirada al horizonte alpino, remite a una vieja idea de nobleza que aún resiste en la piedra y el mármol. Fue capital de un reino —el de Piamonte-Cerdeña— y de un anhelo: la unificación italiana. Aquí vivieron los Saboya, planearon reyes, soñaron arquitectos. Hoy, los palacios que salpican la ciudad son cápsulas del tiempo en las que se respira la solemnidad de siglos y el diseño de una corte que, incluso en la decadencia, supo conservar la elegancia.
Palazzo Reale, el corazón de la corona

Si un palacio pudiera hablar, el Palazzo Reale contaría la historia de un linaje obsesionado con el orden y el poder. Desde su fachada sobria y geométrica hasta los lujosos salones que lo recorren como una secuencia teatral, esta residencia fue la sede de la casa de Saboya durante más de dos siglos. No es casual que esté situado justo frente a la Catedral de San Juan Bautista y a pasos de la Piazza Castello: la monarquía y la fe, en Turín, se miraban a los ojos. De hecho, en línea recta, ya que cuenta la leyenda que los reyes accedían a escuchar la misa desde su propio palacio.
Dentro, el Barroco. Pero más allá del lujo, el Palazzo Reale es una meditación sobre el poder y su representación. La Armería Real, adyacente al edificio, con su colección de espadas, armaduras y retratos ecuestres, tiene algo de museo y algo de poema épico. Turín no olvida que fue la cuna de Italia moderna, y en este palacio, cada sala recuerda cómo llegó hasta ahí.
Palazzina di Caccia di Stupinigi, el capricho de cazar con estilo

A las afueras de la ciudad, donde el ruido se disuelve en campos verdes y el aire huele a corteza húmeda, se alza la Palazzina di Caccia di Stupinigi. Fue pensada como pabellón de caza —un “capricho”, decían—, pero su construcción requirió todo el ingenio de Filippo Juvarra, el arquitecto por antonomasia de los Saboya. Lo que debía ser refugio de ocio terminó siendo una joya del Rococó europeo, con su planta en forma de cruz de San Andrés y su cúpula coronada por un ciervo, símbolo de su propósito original.
Aquí no se viene a cazar, sino a contemplar. El salón central, ovalado y luminoso, con frescos que representan escenas bucólicas, parece diseñado para que la naturaleza y la arquitectura bailen juntas. La decoración es voluptuosa, pero no empalaga. Hay una alegría en los detalles, una ligereza que hace pensar en una aristocracia que, por un instante, se permitió vivir sin la gravedad de los asuntos de Estado.
En la Palazzina se entiende algo esencial del estilo turinés: el equilibrio entre el lujo y la sobriedad, entre el gesto teatral y la contención piamontesa. Todo está calculado para producir una sensación de libertad, como si en lugar de estar dentro de un palacio se caminara por un bosque de espejos y mármoles. Cazar, sí, pero belleza.
Basílica de Superga, un palacio para los muertos

Aunque no sea un palacio en sentido estricto, Superga merece su lugar en esta ruta por su carga simbólica y su imponente arquitectura. Construida sobre una colina cargada de senderos verdes y rutas entre árboles que dejan vislumbrar una de las mejores panorámicas de la ciudad, la basílica fue erigida por Víctor Amadeo II tras vencer a los franceses en 1706. Según la leyenda, prometió levantar un templo en honor a la Virgen si ganaba la batalla. Cumplió, y lo hizo con tal magnificencia que la iglesia bien podría confundirse con una corona tallada en piedra.
Obra también de Juvarra, Superga es la síntesis de una época en la que el arte era una forma de agradecer a Dios y también de firmar la historia con letras de mármol. Su cúpula domina el paisaje, visible desde casi cualquier rincón de Turín. Pero lo que pocos saben es que bajo su nave se esconde la cripta real, donde descansan los restos de casi toda la dinastía Saboya. El templo, así, se convierte en un palacio fúnebre, un monumento a la gloria y a su inevitable ocaso.
Visitar Superga es un acto turístico y también una peregrinación estética. Hay que subir en tranvía o coche, enfrentarse al viento que sopla sin tregua desde los Alpes, y dejar que la vista panorámica de la ciudad nos recuerde que todo, incluso el poder, es efímero. Pero, a poder elegir, la oportunidad de escalar tranquilamente en el antiguo vehículo sobre raíles es sin duda un valor añadido para trasladarse a otras épocas y respirar, poco a poco, la claridad que aporta la cima de la colina.
Palazzo Madama, la historia en capas

En la Piazza Castello, casi como si reclamara su propio peso, se alza el Palazzo Madama, un edificio que no es uno, sino todos los que ha sido. Sus muros son una superposición de épocas: fortaleza romana, castillo medieval, residencia barroca… Es como si la ciudad, al no decidir qué dejar fuera, lo hubiese conservado todo. Desde la fachada diseñada por Juvarra hasta las torres medievales que asoman por detrás, este edificio dispone de una presencia imposible de no contemplar.
Durante siglos fue el hogar de dos mujeres poderosas —las «madamas reales» María Cristina de Borbón y María Juana Bautista de Saboya-Nemours— que le dieron su nombre y su aura de autonomía. Allí se tejieron alianzas, se tramaron secretos, se construyó una idea de poder femenino que rara vez se menciona en los libros de historia. Hoy, convertido en Museo Cívico de Arte Antiguo, el palacio despliega una colección que va del gótico al rococó, y en sus salas uno siente que camina por las páginas ilustradas de un tratado europeo de arte.
Además, subir por la escalera de la torre supone un ejercicio de final panorámico. Y es que la vista 360 que se dispone de la ciudad desde este enclave es tan envolvente que no es difícil imaginarse a las madamas reales contemplando tan icónica plaza.
Palazzo Carignano, la belleza del ladrillo

Muy cerca nos encontramos el Palazzo Carignano, la excepción que confirma la regla del mármol regio. Su fachada ondulante de ladrillo rojo parece moverse como una cortina barroca, un diseño casi escenográfico que sorprende por su calidez en medio del clasicismo turinés. Fue obra de Guarino Guarini, arquitecto-filósofo, que en el siglo XVII se atrevió a reinventar el lenguaje cortesano con curvas y simetrías rotas. Si el resto de los palacios buscan la altura o la solemnidad, Carignano apuesta por la audacia.
Residencia de los príncipes de Carignano, este edificio tiene además un valor histórico magnánime: aquí nació el primer rey de Italia, Víctor Manuel II, y aquí se reunieron los primeros parlamentos del recién unificado reino. Es, por tanto, cuna física y simbólica del Risorgimento.
Hoy acoge el Museo Nacional del Risorgimento, y su interior ofrece una experiencia distinta: menos ostentosa que el Reale, más íntima que la Palazzina, más viva que Superga. Es un palacio donde se respira cambio. Una transición en ladrillo, como si la historia hubiese querido hacer una pausa aquí para tomar impulso.
Villa della Regina, retiro con vistas

En las colinas que miran hacia el Po, rodeada de viñedos urbanos y aire claro, de fuentes y paseos entre estatuas de piedra, se encuentra la Villa della Regina, uno de los secretos mejor guardados de Turín. Su nombre no es metáfora: fue realmente el refugio de reinas, empezando por Cristina de Francia, quien la convirtió en un retiro de placer y estudio, lejos del bullicio de la corte. Y no solo eso. También fue una residencia de niñas, en cuyas paredes aún se guarda algún recuerdo.
La villa combina el espíritu de las residencias de campo con el decoro cortesano. Sus jardines en terrazas, su pabellón de frescos, su teatrino y su galería de espejos invitan a un paseo que es tanto físico como imaginario. Aquí se escuchan pájaros y fuentes, se huele el perfume de las vides, se respira una elegancia menos ostentosa, más íntima.
Tal vez por eso, la Villa della Regina resulta tan sutil, tan seductora. Es un lugar donde una reina podía leer en voz alta, escribir cartas, mirar el atardecer. Donde una visitante, aún hoy, puede sentir que Turín no es solo mármol y gloria, también susurro y paisaje.
En definitiva, un recorrido que emana de ríos de historia para colarse en los aposentos de la realeza italiana. Una ruta con aroma a tradición, a cuentos narrados, a caballerías y carruajes, al pasado de la grandeza de lo que un día fue una ciudad que hoy quiere volver a despertar. Quiere volver a ser real.
