Opinión Montse Monsalve

Aprender a recibir: el valor de celebrar(se)

A veces el mayor acto de amor propio es aceptar que merecemos lo bueno que nos sucede.

Foto: Aisha Bonet.

Este año he recibido dos reconocimientos, pertenecer a la lista de las 50 Mujeres más Influyentes de las Islas Baleares, según Forbes Women, y el Premio Tanit Inspiración, y les confieso que todavía no sé muy bien cómo reaccionar ni cómo encajarlos en mi puzle personal. Se trata de sendos abrazos otorgados por personas que me conocen, que me aprecian y que después de trabajar a mi vera han considerado que hay algo en mí que merece ser compartido y, sin embargo, al recogerlos me he sentido un poco intrusa y algo tramposa. Porque, aunque suene extraño, a recibir también se aprende, y si no que se lo digan a una castellana de media cepa que tiene que luchar cada día para cosechar “te quieros” entre los suyos, mientras les imparte cursos de piropos y confesiones.

A las mujeres nos educaron en la discreción y en la humildad. Nos enseñaron a no hacer demasiado ruido, a no destacar y a cuidar a los demás antes que a nosotras mismas. Nos dijeron que el brillo podía molestar y que lo correcto era bajar un poco el volumen. A veces incluso nos lo creemos tanto que terminamos pidiendo perdón por existir con fuerza.

El síndrome de la impostora

Por eso, cuando te nombran en una gala y escuchas tu nombre por sorpresa entre aplausos, hay un segundo, mínimo y fugaz, en el que piensas que quizá se han equivocado. Ese instante tiene nombre, síndrome de la impostora, y lo conozco bien. La duda es una voz que te susurra que nunca eres lo suficientemente buena, que hay otras que lo merecen más, que tú simplemente has tenido suerte. Pero no. No es fortuna, es trabajo, compromiso y una manera de estar en el mundo.

Recibir un premio no te hace mejor que nadie, pero te recuerda lo que a veces tú misma olvidas: que lo estás haciendo bien. Que tus horas de esfuerzo, tu mirada, valores y empeño por construir algo valioso importan. Mi Tanit Inspiración, otorgada por Tanit Ibiza Conexion e Ibiza Travel, me susurra que mi voz cuenta y que mi forma de mirar también transforma, aunque en ocasiones sienta que es demasiado miope. Nada que unas buenas gafas no puedan resolver y un ramillete de amigas de las de verdad no me recuerden.  

En mi caso, estos reconocimientos me han llegado como un empujón para seguir, para continuar apoyando causas que merecen ser visibles: la investigación científica que impulsa la Asociación Elena Torres por la Investigación para la Detección Precoz contra el Cáncer, con cuya presidenta, Mari Carmen Gutiérrez, compartí estatuilla, la conciencia social de IFCC, o la labor de la Fundación Conciencia. Todas ellas, de un modo u otro, intentan dejar una sociedad un poco mejor de lo que la encontramos y yo hace tiempo que me subí en ese barco.

Mujeres en los premios Tanit Inspiración. Foto: Aisha Bonet.

El Premio Tanit Inspiración se lo dediqué a mi padre. Entre lágrimas recordé mirando al cielo, el lugar en el que nos han enseñado que sonríen los hombres buenos, que era la persona más feminista que he conocido. Quien me enseñó, desde la libertad y la responsabilidad, a ser íntegra y a perseguir mis sueños.  Es él quien me hizo entender que no hay contradicción entre la fortaleza y la ternura, que una mujer puede brillar sin miedo, reír, llorar, escribir, soñar y gritar, si es preciso, y que el amor verdadero es el que no apaga la luz del otro. Y quizá ahí resida la lección más importante: no temer ser uno mismo e, incluso, comprender, por fin, que con esa llama, que a veces quema, puedes provocar que otras almas se enciendan.

El camino que debemos emprender nos invita a convivir con los reconocimientos sin sentir culpa, sin escondernos detrás de la falsa modestia, aceptando que ser vistas no es soberbia, sino la consecuencia de haber caminado con coherencia.

Mujeres en los premios Tanit Inspiración. Foto: Aisha Bonet.

Mi padre decía que las personas valiosas no necesitan coronas, solo propósitos. Nunca me hizo sentir una princesa, sino que me enseñó a construir mi propio reino, porque lo importante no es llegar alto, sino hacerlo acompañada y con el corazón limpio.

Hoy entiendo que los premios no se ganan: se siembran. Son la cosecha de lo que una entrega, de lo que inspira y de lo que deja después de marcharse. Por eso, más que un final, estos reconocimientos son un comienzo y un gracias tejido con mil abrazos. El recordatorio de que la luz, cuando se comparte, no se apaga: se multiplica y se contagia.

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