Antes no los veía, era incapaz de identificarlos. Es como si no hubiese tenido ojos en el alma y me hubiera limitado a querer a pecho descubierto, como una kamikaze que lo entregaba todo sin saber a quién, ni cómo. Desnudaba mis sentimientos y verdades sin pudor, abría las vértebras de mi intimidad de par en par y permitía que los demás se colasen por cada una de sus rendijas.
Tal vez de tanto escribir poesía me convertí en uno de mis versos y publiqué mis flaquezas permitiendo que fuesen cantadas por bocas inexpertas.
No teman. Como ven, esta trovadora ha cambiado poco, si bien hoy guarda en las habitaciones de sus vísceras los párrafos más frágiles y también los más peligrosos. En esencia, no me han cambiado, simplemente, he crecido y ahora leo el ritmo de sus latidos y escojo silenciarlos.
No sé si fueron conscientes de la forma de sentir tan distinta que teníamos o si ahora, al recordar aquellos días, habrán entendido que la luz nunca debe apagarse por miedo, sino alimentarse para que ilumine al resto. La mía siempre fue libre, clara y cimentada en la admiración, en el apoyo y en el respeto. Yo nunca concebí no alegrarme por sus logros, ni dejar de alimentar sus sueños y pensé que si no respondían con idéntica pasión ante los míos era por cautela y para que no apartase los pies del suelo. Echo la vista atrás y me apenan sus silencios golpeándome en la espalda. Supongo que su dolor debía ser demasiado grande como para responder con ternura al cariño. Los veo vagar por las mismas calles del mismo pueblo, con esa pátina gris de las almas viejas y tristes, y no puedo evitar saludarlos sin un ápice de rencor y con la conciencia tranquila de los que saben que algunos alientos no crecerán en este valle y que en su próximo paseo puede que caminen con más tiento. Dice mi hermana que no debemos pronunciar sus nombres para que no vuelvan sus sombras. Yo guardaré sus sílabas huecas entre mis fracasos y les recomiendo que hagan lo mismo y que no citen los suyos para evitar que regresen.
Cuando era joven creía que eran más listos que yo, al menos en estos derroteros. Consiguieron manipularme y hacerme creer que amar con inocencia y lealtad era infantil y simplista, cuando es la única forma que existe de crear amistades honestas. En muchos casos los justifiqué y permití que me provocasen inseguridad, pero ahora que los golpes y las guerras nos han zarandeado por igual, ya no hay razones para excusar su falta de empatía.
Lo siento, pero escojo vibrar con la energía de mi gente A, B, D o E y agradezco la alegría y la fuerza que me aportan. Aparto con educación y destreza a quienes me generan anemia vital y hace mucho que ya no me provocan esa horrenda sensación de culpa que durante tanto tiempo me dejó apagada y sin aliento. La falta de vitaminas en otros humanos nos enferma y esos seres tóxicos, que nos rozan hasta quemarnos con su pobreza, solo nos provocan raquitismo y ceguera emocional. Lo lamento, de corazón, pero no quiero sus palabras, ni sus abrazos. Este viaje es demasiado corto para escoger a los compañeros equivocados.
No sé en qué momento perdieron la salud moral o qué pudo ocurrirles para bloquear su capacidad de mirar de forma limpia y honesta. No se trata de dirimir si ellos o nosotros somos “buenos” o “malos”, porque sería un discurso simplista, sino de identificar a quienes desconocen los verdaderos motivos de la complicidad y viven desde la imposición, desde el chantaje emocional, el narcicismo y la autocompasión. Hoy no me tiembla el pulso al responder un “no”, atado a mi mejor sonrisa, o al espetar un “muchas gracias”, mientras me aparto, sin excusas y con paso firme.
En mi mundo vitamina escojo seleccionar a los que creen en universos cuajados de gigantes y de héroes, donde todo es posible y los mejores planes son contemplar un atardecer cómplice entre verdaderos amigos. La vida es mejor cuando vemos, sentimos y amamos en equilibrio, dando y recibiendo, desde una atalaya donde se encienden y se comparten los sueños, sin trampas, cerrojos, ni puertas.