En los últimos días se han marchado muchos hombres buenos en mi entorno. Algunos de ellos tenían mi edad y se desplomaron sin que pudiesen hacer nada por reanimarlos. Otros, como mi padre, se despidieron antes de colocar los adornos de Navidad para recibirnos en su casa, dejando un vacío irreparable y una niebla gélida y tenebrosa que todavía nos cubre.
2025 ha comenzado especialmente oscuro y estas han sido unas de las Campanadas más amargas de nuestras vidas. Comer las uvas sin ser capaces de terminarlas, brindar con una copa carente de burbujas y regresar en silencio a un hogar demasiado vacío no entraba en nuestros planes y, sin embargo, así es como hemos arrancado este enero.
Estrenar un año en el que te sabes huérfana, para convertirte en la persona mayor que los demás ven, es como soltar de manera brusca a la niña que siempre habías sacado a bailar en estas fechas. La edad siempre me ha parecido una percepción, un mero número, un trámite que suma cifras en un papel pero que no define a la persona que la acuña. Sin embargo, hoy me siento demasiado adulta, algo que no habían logrado ni el trabajo, ni los kilos, ni las arrugas, y que se ha revelado al despedir al hombre de mi vida y tomar las riendas de la familia para hacer las cosas como él querría. Dicen algunos que estamos muy enteros para lo que nos ha pasado. Yo les respondería que nuestros pilares los construyó el ser más fuerte y bueno del mundo y que dentro sobrevivimos una familia unida que le prometió seguir sus pasos y no permitir que nada desmorone lo que él erigió con tanto amor y esfuerzo. La casa sigue intacta, aunque sintamos que entra demasiado frío por el tejado.
Mi padre estaba luchando contra un cáncer de pulmón, pero el pronóstico era bueno, según su oncóloga, la quinta que lo veía en menos de un año, porque en Aranda de Duero los médicos duran poco y rotan demasiado. Se empezó a encontrar mal un viernes y el sábado exhaló su último aliento. Nos permitieron despedirnos de él en una habitación donde le dimos el último adiós y lo cubrimos de besos.
Las cifras de la OMS dicen que el sexo “débil” vive un promedio de cinco años más que el supuestamente “fuerte”. Las causas son que tenemos menos posibilidades de sufrir infartos, cáncer de pulmón, accidentes de tráfico, suicidios, ictus, cirrosis, tuberculosis, VIH u homicidios. De hecho, de las 40 principales causas de muerte en el mundo, 33 reducen más la vida de los hombres que de las mujeres. Así que nos toca lidiar también con eso, con la mala fortuna de saber que en muchos casos perderemos a quienes amamos antes de hora.
Biológicamente, nosotras tenemos, además, un sistema inmunitario más fuerte, y, en la mayoría de los casos nos cuidamos más. Comemos menos, aunque sea por imposición social, no bebemos ni fumamos tanto, a pesar de que en los últimos años hayamos adoptado los mismos hábitos nocivos para exponernos a esta ruleta rusa que nos lleva sin remedio a la siguiente fase, y caminamos más.
Estos días hacemos un repaso de todo lo bueno que hemos dejado atrás y nos prometemos ser mejores. 2024 me permitió cumplir varios sueños que llevaba toda una vida anhelando: escribir en un medio como Forbes, cantar con mi artista preferida en su nuevo disco (aunque sea haciéndole los coros), cumplir 20 años con mi agencia o sacarme el título de buceo. A cambio, me ha robado a una de las personas más importantes de mi vida y me ha cosido dos décadas de dolor y de vejez de golpe.
2025 nace sucio, polvoriento y con pocas ilusiones por desenmarañar, pero sé que debo concederle el beneficio de la duda.
Vuelva alto, papá, que yo seguiré dando cuerda a nuestro reloj de antaño y sonriéndole a la vida como tú me enseñaste. Dame, lo único, unas semanas para que me coloque de nuevo el alma en el cuerpo y pueda reorganizar las alas de libertad que con tanto mimo me construiste.