Opinión Montse Monsalve

Cuando el cielo grita y el pueblo llora: ecos de la Dana

Valencia sufre una de las mayores tragedias de nuestra historia, traducida en cientos de vida sesgadas, en una respuesta política tibia, lenta y descompasada y en la ruina económica y moral de toda una región.

No hay palabas capaces de describir este dolor ronco, ahogado y quedo que nos deshace por dentro. No hay consuelo, ni explicación a un sufrimiento que nos atenaza como propio, que se nos enreda en las tripas y no se disuelve. 

Buscamos respuestas y nos invaden todas las “w” del mundo tejidas en un idioma que no alcanzamos a entender. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Quién?… aunque realmente nos dan igual las respuestas, razones o explicaciones. Ahora es tarde y no seréis perdonados.

No se podía prever… o tal vez sí.  No se podía evitar, no se podía saber… su cantinela tintinea a lo lejos apagada por el ulular del viento. Escuchamos sus mentiras, las de todos, los que hicieron y los que no hicieron, mientras los oráculos modernos les contradicen afirmando que sí les avisaron. La Aemet lo vaticinó, no leyendo vísceras de animales ni sacrificando algún cordero, sino con ecuaciones, números, máquinas y alertas. Toda Europa tenía varios días antes los datos de la catástrofe, pero hoy nuestros muertos ya no nadan, no respiran y nadie va a devolvérnoslos. Nunca podréis perdonároslo.

Recuerdo otra gota fría en la que sí estuve. Este fenómeno, hoy llamada Dana, es algo que ocurre cíclicamente: un recordatorio del Mediterráneo para que no nos acostumbremos a ser siempre felices en el paraíso. Aquella vez tuvimos suerte.

Tendría poco más de seis años y nos sorprendió aquel vómito del cielo en un camping de Benicasim al que íbamos cada verano. Mi padre nos despertó a todos, cogió dinero, documentación, a su mujer e hijos y salimos corriendo en pijama y en tropel hacia el bar, ubicado en la zona más alta de aquel rincón otrora amable. Tuvimos suerte, pero no lo hemos olvidado. Recorrí la distancia entre nuestra tienda y aquel techado con un flotador con forma de cisne y la sonrisa cálida de mi madre abrigándonos para que nos tomásemos aquella “aventura” como un juego. Una anécdota que contar a nuestro regreso. Porque nosotros sí volvimos. Años después, cuando naufragaron tantas vidas en otro camping, tras aquella fatídica riada de Biescas, sentí la misma punzada que hoy se me enreda en ojos y dedos, 87 corazones menos latiendo. Ahora mismo, Valencia llora a más de doscientos.

La vuelta fue silenciosa y el tintineo del agua me provocaba unas ganas incontrolables de ir al baño, pero no podíamos parar. Hasta que no llegamos a Albacete, y nos refugiamos en casa de nuestros tíos, no nos sentimos seguros. El tiempo, aquellos minutos en los que nos alejábamos, era un regalo y mi familia pudo escapar de aquella trampa.

Los informativos me golpean como aquellas gotas y no puedo evitar llorar todas las olas saladas de este mare Nostrum.

La Reina demudada, desnuda ante la razón y el tormento compartido, rota de impotencia como otras mujeres que podrían ser perfectamente ella. El Rey entre los vivos siendo, simplemente, Felipe. Los dos abrazando a su pueblo, ese que se ha roto, mientras se desbordan los torrentes y no hay agua que beber, solo una masa fétida de barro que hunde almas, casas y negocios. ¿Qué les decimos? ¿Cómo les consolamos? ¿De qué forma vestimos esta culpa, esta frustración que sentimos quienes no podemos estar a su lado para empujar carros y carretas?

Salimos a la calle con palas y escobas, como un ejército dispuesto a salvar lo que queda de un país que se han empeñado en dividir, pero que se ha unido ante un dolor que no le es ajeno. Y los que no podemos volar a su lado les enviamos amor en forma de comida, de leche en polvo, pañales, toallas, mantas, botas o ropa.

“Lo siento, lo siento, lo siento…”, hoy todas somo simplemente Letizia y solo podemos acunaros y deciros que estamos aquí, que somos vuestra familia, hogar y aliento.

Amunt Valencia, no estáis solos, somos vuestro pueblo.

Artículos relacionados