Aquellos veranos era largos, casi eternos, tanto que éramos capaces de perder varios dientes, de experimentar crecimientos casi mágicos o de sufrir cambios físicos tan fascinantes como el de Winnie Cooper en Aquellos Maravillosos Años. Yo misma les confieso que me fui de vacaciones un lunes de 1992 y regresé a los tres meses midiendo 10 centímetros más, con una melena rubia que ya nunca me he cortado, para desesperación de mi hermana, y con un pavo que me duró casi una década. Pero eso ocurrió en otro siglo.
En aquellos tiempos la libertad consistía en ver llorar a las estrellas tumbados en las vías del tren, en jugar a las cartas por la noche tirados en una plaza del barrio, en cantar en los parques hasta perder la voz y en sentir que una bicicleta y unos patines eran los medios de transporte más rápidos del mundo. En mi caso, las mañanas eran pegajosas y me tocaba hincar los codos, porque mi cabeza no encontraba en aquel entonces el centro y siempre estaba desperdigada entre aventuras, dibujos y cuentos. Después de estudiar comíamos, en la mesa de la cocina, manjares de aquellos tiempos en los que todo nos sabía bueno, nada nos engordaba, y la sencillez era sayo y mantra.
Por las tardes, si tocaba, íbamos a la piscina de Aranda, donde el agua estaba tan fría que la única manera de meterse era lanzarse con los ojos cerrados, y el sol prácticamente ni picaba ni quemaba. Nuestra cena era un bocata gigante, o huevos con jamón, y el toque de queda era un grito de mi madre desde la ventana. Paladeando esos instantes he de decirles que, aunque les parezca un escenario poco romántico, no se imaginan qué bien sabían las vacaciones en Aranda de Duero y cómo ronroneaba el Duero. Hoy es el Mediterráneo el que me susurra frases bonitas y me invita a escribirle y a escucharle y son sus aguas las que me obligan a parar para recrearme en la suerte que tengo de vivir en lo que aquella niña hubiese calificado de vacaciones eternas. Perdóname si a veces se me olvida y me quejo sin causa alguna.
No lo sabíamos, pero aquellos fueron los veranos de nuestra vida. Nos despertábamos tarde y contentos, viajábamos cientos de kilómetros hacinados en un coche cargado de bártulos y nuestros hoteles tenían forma de tienda de campaña. Quince días de campamento y otros quince en familia en los que fraguábamos amistades de todas las nacionalidades posibles, íbamos a la playa a mediodía, descubríamos pescados desconocidos en los chiringuitos, nos poníamos guapos para salir de paseo, bien repeinados y con colonia cada tarde y dormíamos a pierna suelta entre mosquitos y luciérnagas.
Esas semanas de arena y de sal nos recargaban para todo el año y nos permitían construir castillos inmensos, con sus torreones a base de “chorretes”, fosas y puentes; secuestrar cangrejos y forrarnos vendiendo collares de conchas a las turistas de las caravanas adyacentes. Eran agostos en los que el tiempo no pasaba y las noches frescas eran el momento más mágico para cenar con los nuestros y contar nuestras batallitas. Veranos de flases, de polos de cinco duros y de sandías. Veranos de futbolín, de billar y de verbenas.
No sé en qué momento muté y emprendí un viaje en el tiempo hasta convertirme en esta señora con las uñas rojas y el humor espeso que les escribe, pero voy a hacer lo que sea por guiñarle un ojo a aquella adolescente para vivir de su mano, una vez más, el verano de nuestras vidas.
La receta es sencilla, incluye mucho amor, respeto, capacidad de sorpresa y amigos y familia. Para elaborarla es preciso no dejarse llevar por la pereza o por los “no puedo” y bañarnos mucho, todo lo que podamos y dónde nos sea posible. Entre capítulo y capítulo de “César”, es preciso que emprendamos nuestras propias novelas y, sobre todo que buceemos mucho en lo que nos hace felices, porque eso es lo que a nosotras siempre nos ha gustado.
Este verano voy a pilotar aviones y barcos, a saltar desde la proa y a girar el timón. Voy a disfrutar del cine nocturno, de las fiestas de pueblo, de los conciertos improvisados y de los helados que me prohíbo comer. Voy a cocinar ensaladilla rusa, a preparar una cesta de pícnic y a sacar el telescopio de paseo para vigilar a hurtadillas a Venus, voy a parar, voy a aburrirme y voy a untarme de crema y de aftersun para que se me pegue ese olor azul que me lleva a casa sin remedio.
Este verano voy a gritar y a saltar en Sonorama, a susurrar frases bonitas en Ibiza con Sofía Ellar, a recordarme que he logrado cumplir los sueños que no alcanzaba a enhebrar hace tres o cuatro décadas y a vivir con mayúsculas esta nueva y fragante libertad.