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Sybilla, diseñadora: «Quiero crecer de forma consciente, respetando los tiempos del taller»

Sybilla. Foto: Cedida.

Su madre era una condesa polaca, su padre un diplomático argentino y ella nació en Nueva York. Aún así, María Sybilla Sorondo (Nueva York, 62 años) es una diseñadora española. Incluso se podría decir que es una de las diseñadoras españolas más influyentes del siglo XX. A las puertas de la edad de la jubilación, está en plena actividad. Junto con la tienda que ya tenía en Noviciado, este 2025 ha inaugurado una galería de arte y una nueva tienda en la calle Lagasca, regresando al barrio de Salamanca de la capital después de 40 años. Un contraste que la propia diseñadora celebra: “Disfruto mucho con nuestra tienda en la calle Noviciado, un lugar que guarda la esencia del Madrid castizo de mi juventud, y me encanta el contraste con esta nueva tienda en Lagasca, en este nuevo Madrid, tan exuberante, elegante y cosmopolita”.

Sybilla se trasladó a España siendo muy pequeña. Creció rodeada del mundo de la costura gracias a su madre, modista, lo que despertó pronto su vocación creativa. En 1983, con solo 20 años, comenzó a confeccionar sus primeras prendas y, apenas un año después, presentó su primera colección, en la que ya se apreciaban las señas de identidad de su estilo: colores vivos, formas sencillas e inspiración en la calle. Tras formarse en París, regresó para debutar en la pasarela Gaudí de Barcelona en 1986, impulsando definitivamente su carrera, que pronto alcanzó proyección internacional gracias a su colaboración con la firma italiana Gibó.

Durante los años noventa consolidó su éxito con nuevas colecciones y la apertura de una tienda en Tokio. En 1992, tras quedarse embarazada, decidió retirarse de la escena internacional y centrarse en Japón, donde su trabajo tenía gran acogida. En esta etapa amplió el universo de su marca, creando accesorios como joyas, relojes, gafas o pañuelos, una línea para el hogar y la colección juvenil Jocomomola. En 1996 fue una de las ocho diseñadoras elegidas para reinterpretar el estampado Monogram y recibió la Aguja de Oro. Tras una pausa de diez años, regresó a la moda en 2013, y su trayectoria fue reconocida con la Medalla de Oro en Bellas Artes en 2014 y el Premio Nacional de Diseño en 2015.

Segunda parte en la capital. ¿Habrá más en otros lugares?

En este momento estamos valorando algunas propuestas en América y Asia, aunque todavía no es el momento de dar ese paso. Somos un proyecto pequeño y preferimos crecer con calma.

La tienda de Lagasca es nuestra segunda apertura en Madrid, después de Noviciado, que nació como un espacio vinculado al salón de medida y novia y terminó convirtiéndose en una tienda permanente, a partir del vínculo con el barrio y con el público.

Volver al contacto directo con las clientas fue clave. Noviciado es un lugar con mucha vida y carácter, muy conectado con mi recuerdo del Madrid de antes. Esa tienda nos permitió aprender, formar equipo, ajustar la producción y ganar confianza. Para mí, la relación con las clientas es esencial y una fuente constante de inspiración.

Las tiendas siempre han sido para mí espacios de experiencia, lugares donde apetezca quedarse, tocar y conversar. Con ese mismo espíritu llegamos ahora a Lagasca, muy cerca de donde empezamos hace cuarenta años, en nuestra primera tienda del callejón de Jorge Juan. Me interesa crear espacios amables y sensoriales, especialmente en un momento en el que estamos muy conectados, pero también muy distantes.

¿Qué plan de negocio tiene en mente para esta nueva etapa de la marca?

En este momento, el eje está muy claro: las tiendas físicas y el trabajo de bridal y medida (que representa alrededor del 30% de nuestra facturación). Queremos crecer de forma consciente, respetando los tiempos del taller y mi implicación directa en cada proyecto.

A partir de ahí, estamos abriendo nuevas líneas. Acabamos de presentar nuestra primera colección de bolsos, desarrollada artesanalmente en nuestro propio taller. Ya se venden en nuestras tiendas y pronto comenzarán a viajar fuera de España. El prêt-à-porter ha ido ganando presencia con la apertura de Lagasca, al igual que las exportaciones a Japón, que crecen de manera constante cada temporada.

También estamos desarrollando distintas licencias, una fórmula que me resulta muy interesante y que quiero seguir ampliando. En Japón, por ejemplo, las licencias y los accesorios suponen aproximadamente la mitad del negocio, mientras que el prêt-à-porter se reparte entre retail físico y online.

La firma es un referente de estilo, por su atemporalidad y buen hacer. ¿Qué más diferencia esta marca del resto?

Mi relación con las prendas es lenta y muy comprometida. Disfruto especialmente del momento en el que una idea pasa del papel a la tela y empiezo a trabajar el prototipo, ajustándolo hasta encontrar la emoción adecuada. Algunas piezas nacen rápido; otras necesitan mucho tiempo, incluso años, hasta que siento que están preparadas para existir.

Creo que concibo las prendas como compañeras a largo plazo. Me interesa que establezcan una relación duradera con quien las lleva, que puedan acompañar en distintas etapas y situaciones. Por eso cuido tanto cada detalle: el patronaje, el tejido, el color, los acabados. Todo forma parte de un proceso muy consciente, con la intención de crear piezas que den seguridad, alegría y que no pierdan sentido con el tiempo.

⁠¿Qué balance hace de la actualidad del sector?

Hubo épocas en las que la moda me resultaba especialmente estimulante, como en los años 80, cuando muchos diseñadores tenían un control directo sobre sus marcas y se respiraba una gran diversidad creativa y mucha personalidad.

Tengo la sensación de que estamos a las puertas de un cambio profundo, no solo en la moda, sino en la forma de entender el mundo. Lo que viene es tan distinto que cuesta imaginarlo. Es un momento que genera inquietud y vértigo, pero también una cierta ilusión y esperanza por todo lo que puede transformarse.

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