En momentos de crisis ves el verdadero color de los ojos de la gente. Esos que parecían marrones se visten de verde, algunos azules se transforman en acero, mientras que los negros son capaces de hundirte en sus profundidades o rescatarte de un naufragio. Es también en esos instantes cuando atisbas el brillo de sus colmillos, el crepitar de sus risas y el rincón en el descansan sus miedos. Puede que este fenómeno se produzca por tener todo el tiempo del mundo para analizar cada detalle de la gente que amas, como si sus lunares y arrugas fuesen nuevas, mientras los observas descansando en una habitación demasiado blanca y donde ni todo el calor del mundo es capaz de aplacarte el frío de las entrañas. Y, sin embargo, es precisamente allí, en el mismo lugar donde nadie querría estar, donde todo es temor y dolor y unas vidas se alumbran mientras otras se apagan, donde aprecias, sin saber cómo, una calidez desconocida. Es en ese espacio en el que descubres una tela invisible en la que se teje una verdad que habías postergado, pero que te viste con una humanidad nueva.
Me había olvidado de los aplausos y de los héroes que no visten capa, a pesar de que, en 2020, en aquella otra vida, incluso les dediqué un libro. Precisamente la bitácora de aquella distopía descansaba en una mesa difuminada o recordada, no lo sé bien. Había desterrado de mi mente lo que era intentar dormir en un asiento gris con el oído aguzado ante cualquier ruido o movimiento que precisase dar un salto de corazón y cuerpo y había excluido de mi cuna de agradecimientos la bondad de ese enjambre de personas que dedican su vida a cuidar a otros y a procurarles salud, comodidad y consuelo. En una semana habitando de nuevo un hospital he podido aprenderme los nombres de Dani, de Carmen, de Blanca o de María José. Oler las rosas recién cortadas de sus huertos para alegrarnos las mañanas, ver con qué alegría, humor, cariño y profesionalidad trataban a sus pacientes y entender que en esta vida estamos para aprender de su bondad y para contagiarnos de ella. Eran las dos de la mañana y cambiaban las sábanas y paliaban dolor y picor ajeno con una ternura inmensa, y los paseos por el pasillo para recuperar la movilidad de sus pacientes parecían desfiles de primer nivel a los que asistía con una sonrisa pálida.
Lo único malo de hacernos mayores es asumir esta ruleta rusa en la que hay disparos que matan y lesionan, sentir que el cuerpo se despega de nuestra mente y se vuelve menos ágil y sano, o ver la fragilidad de nuestros ídolos, quienes de pronto se hacen pequeños. Ese segundo en el que dejas de ser hija y pasas a sentirte madre de quienes durante tanto tiempo te sostuvieron, intentando estar a su altura y cogerles la mano con la misma fuerza y generosidad con la que ellos lo hicieron.
Tenemos todavía tanto que aprender, tanto que agradecer y tanto que decir que este artículo es solamente un gracias inmenso, infinito, plagado de letras y de páginas en las que necesito recordar a cada profesional sanitario lo importante que es su papel y cómo cada uno de ellos es un personaje esencial de nuestra historia. Gracias por cada pinchazo, por cada corte certero, cada gramo de anestesia, cura, limpieza, traslado, alimento y caricia. Gracias a cada tono de bata, del níveo al azul, al verde o al rosa. Gracias por levantaros cada día con una misión tan importante como vestirnos de esperanza y por permanecer noches en vela para iluminar a otros.
Nunca debimos dejar de aplaudiros.
* Este artículo está especialmente dedicado a todo el personal del Hospital Santos Reyes de Aranda de Duero.