El mundo estaba cambiando y Chanel era su reflejo. Sin tintes de exageración el alma de la casa parisina de modas fundada en 1910 lo demostró con sus creaciones en un momento histórico que pedía a gritos una revisión. «Siempre quitar, nunca añadir» fue la frase pronunciada por Coco Chanel que mejor definió su trabajo y que, a la vez, confirma lo dicho. Y es que, a pesar de todas las voces que hablaron de su trabajo –y siguen haciéndolo– fue la suya la más acertada con su obra.
La mujer que se valió de su propio sentido de la estética, de la necesidad de las mujeres por desencorsetar su cuerpo y de la confianza que algún que otro amigo depositó en su premisa empresarial, allá por los inicios del siglo XX, para sacar adelante lo que hoy es un referente de estilo y exclusividad en la industria de la moda y de la belleza, consiguió entender su época y la que venía.
Evidenció que la feminidad no era sinónimo de opresión liberando a la mujer del corsé. Manifestó que ellos y ellas eran iguales a los ojos de la practicidad popularizando el uso de pantalones para ambos sexos. Reveló el mayor y menos esperado poder femenino con la elaboración de un perfume ajeno a cualquier referencia olfativa del momento. Y es en este hito de su carrera donde la atención pone su foco. Ocurrió en 1921, cuando la diseñadora se encontraba en la cumbre de la fama.
Lejos de sentarse a disfrutar de su reconocimiento nacional e internacional, su inquietud le llevó a seguir liberando a la mujer de su pasado, en esta ocasión, del olfativo. Creó un elixir que se ubicó en el lado opuesto de las convenciones practicadas, como las de perfumarse con aromas florales. Le encargó a Ernest Beaux la creación de una composición de vanguardia con los ingredientes naturales más nobles y los aldehídos [moléculas de síntesis] en proporciones hasta entonces desconocidas para potenciar su estela y exaltar su poder. Lo consiguió.
Rompió el molde sintetizando al máximo todos sus componentes, desde su fórmula hasta su frasco y campaña de comunicación. Sólo un recipiente cuadrado minimalista de cristal fino, en contraste con el color ambarino del líquido interior, una doble ‘c’ en el tapón y un sencillo nombre: Nº5. Un impacto olfativo y origen de la perfumería moderna que contó con dos embajadoras de excepción. Coco Chanel fue la primera mujer en posar con su creación, lo hizo para un anuncio publicitario emplazado en la revista Harper’s Bazaar, en 1937. Sólo ella apoyada en una chimenea. La otra mujer fue Marilyn Monroe, quien en 1952 declaró que para dormir sólo usaba unas gotas de Chanel Nº5. Más tarde vinieron otros rostros conocidos, otras versiones del perfume –siempre respetuosas con su filosofía de ‘menos es más’– y otros admiradores que quisieron contribuir al mito del icono, como Andy Warhol. En los años ochenta el artista dedico a esta fragancia una variación de nueve serigrafías que lo elevaron de símbolo de lujo a símbolo de la cultura pop.
Nº5 representa el mayor acto de creatividad de la Maison, motor y alma de la firma, por mantenerse intacto 103 años después de su creación. Como las obras de arte, no sólo transmite un único mensaje. Habla de aromas y también de herencia, singularidad y atemporalidad. Es la alquimia perfecta entre el perfume y lo esencial de la feminidad. Como si Mademoiselle Chanel hubiese descubierto la fórmula del eterno femenino en unos años en los que una fragancia sólo era un producto de aseo y no una seña de identidad o una declaración de intenciones con nombre de mujer. Ideado en tiempos revueltos para aquel sexo débil, Nª5 fue un ejercicio de equilibrio sobre la cuerda floja.