Actuaron con premeditación. Lo tenían hablado desde que salieron de Sevilla. En Pamplona se cruzaron con una posible presa que atrajo su atención. Ellos eran cinco. Ella estaba sola y tenía 18 años. La vejaron en un portal. Se turnaron. Lo grabaron. Después la robaron el móvil y se largaron. Reconocieron el delito en sus chats. Y la Policía Foral les encontró. Pero algún juez cuestionó que aquello fuera una violación. Había que preguntarse cómo era ella, indagar en si osaba sonreír días después de aquel horror, había que saber más porque no entendían que estuviera retomando su vida.
La herida de la primera sentencia de La Manada permanece aún abierta en la sociedad española. (Hubo tres sentencias: Audiencia Provincial, Tribunal Superior de Justicia de Navarra y Tribunal Supremo)
Los cinco agresores, sus abogados y algunos de sus familiares –intérpretes de un turbador papel muy revelador de sus entornos– intentaron transferir la carga de la prueba a la víctima. Decidieron que había que juzgarla a ella presentando a sus depredadores poco menos que como unos mártires. Un viejo truco al que siempre recurren los entornos de este tipo de delincuentes, que durante décadas han encontrado refugio en montañas de sentencias exculpatorias porque, pobrecitos, habían bebido de más, porque ellas habían “provocado” su agresión llevando minifalda o porque en vez de presentar resistencia física se habían quedado paralizadas.
En el caso de Pamplona, la artimaña se centró en investigar a la chica con detectives y comentar sus sonrisas, sus posts en redes sociales, su vida después del trauma. El juez consideró todo esto relevante en el proceso. En cambio no aceptó que los mensajes de los agresores los días anteriores -que probaban su premeditación- formaran parte del juicio. No es de extrañar que aún hoy muchas mujeres opten por no denunciar ahorrándose añadir secuelas sociales insoportables a las de la violación. Por cierto, hablando de este viejo truco, ¿se acuerdan de Nevenka Fernández?
Nevenka fue concejala del Ayuntamiento de Ponferrada (León) lo suficientemente valiente como para denunciar a su jefe, el alcalde Ismael Álvarez en la España de 2000. Entre su denuncia y la de los Sanfermines que ahora documenta Netflix en No estás sola: La lucha contra la Manada han transcurrido 16 años. Y la sociedad que vio cómo entonces el fiscal inquisidor acorralaba a Nevenka y la hacía romper a llorar desconsoladamente en su declaración, esa España analfabeta en igualdad, misógina y que apoyaba al agresor al grito de “a mí nadie me acosa si yo no me dejo” (señora hágaselo ver), seguía existiendo en 2016. Pero ya no era mayoritaria. Esa España hipermachista se empezó a refugiar en el anonimato de las redes ante el punto de inflexión que supuso la salida a las calles de cientos de miles de personas que en todo el país apoyaron indignadas a la víctima de Pamplona al grito de “Yo sí te creo”.
Eso sucedió de puertas para afuera de los tribunales. (Eso, y un circo que incluía encuestas en Twitter de periodistas preguntando si había sido agresión o abuso, elucubraciones y altavoces bien amplificados para el abogado estrella de los condenados, que aprovechaba cada ocasión para tratar de desacreditar a la joven acusándola de mentir).
Tal y como recuerda el documental dirigido por Almudena Carracedo y Robert Bahar que acaba de estrenar Netflix, de puertas para adentro, en los tribunales de Justicia, no hubo tantos cambios con respecto al calvario sufrido por Nevenka y tantas otras mujeres antes (el jurado popular que juzgó la brutal violación y asesinato de Nagore Laffage en 2008 sólo preguntó una cosa a la madre de la víctima: “¿Nagore era ligona?”). No hubo cambios en 2018 en el primer juicio a La Manada en la Audiencia Provincial de Navarra, cuya sentencia los condenó por agresión sexual y negó la violación (para acreditar ese delito fueron necesarios dos recursos hasta llegar al Tribunal Supremo). En ese contexto judicial, No estás sola recuerda las siguientes preguntas formuladas por el abogado de la defensa, Agustín Martínez Becerra, a la víctima. Repito, a la víctima: “Permítame un paréntesis. ¿Esa es su manera habitual de sentarse?” [la joven agredida termina pidiendo “perdón” al defensor de sus agresores por su manera de sentarse. Él entonces responde: “Bien”].
“En ese momento que comienzan las relaciones, ¿usted se encontraba excitada?”.
“Entiendo por tanto que usted estaba suficientemente lubricada para poder mantener relaciones”.
“Pero usted no se resistió ni intentó huir”.
No hay más preguntas, señoría.
Ellas sufren la violación. La reviven una y otra vez: se lo tienen que contar a las personas que las auxilian, al primer agente que llega, a los médicos que las atienden, a la Policía cuando formulan la denuncia, a sus padres, a sus abogados, a los jueces… Son ellas las dianas de un odio machista y negacionista irracional que se refugia en el anonimato de las redes y que va desde insultos vejatorios hasta proponer a ir a su casa a dejarlas paralíticas. Ellas son, aún hoy, las que se exilian de España porque se presentan personas intimidatorias en su domicilio. Son ellas quienes viven ese calvario. Son ellas quienes sufren doblemente por el peso de la agresión sexual y por la culpa que les endosan sus agresores.
¿Llegará el día en el que las víctimas dejen de ser juzgadas social y judicialmente?