«Tenía 10 años cuando ocurrió, pero aun así he podido ayudar a armar parte de su personaje para La sociedad de la nieve. La recuerdo y recuerdo mi vida con ella, nosotras compartimos muchas cosas. Te puedo contar lo que recuerdo, porque al volver de los Andes mi padre nunca nos volvió a hablar de mi madre. De lo que me he ido enterando ha sido más por los supervivientes y mis familiares que por él», me comenta por WhatsApp María Laura Methol Navarro (Montevideo, Uruguay, 1962), la primogénita de Liliana (Montevideo, Uruguay, 1938 – Los Andes, 1972) y Javier (Montevideo, Uruguay, 1935-2015), cuando le manifiesto el deseo de homenajear a su madre, la mujer que salió casi ilesa del choque del avión contra las cordilleras pero pereció 16 días después, cuando un alud arrasó el fuselaje.
Liliana, música para los oídos
Activa, inteligente, culta, muy sociable, con sensibilidad social –pues ayudaba a los más necesitados–, con mucho carácter, poca paciencia y cariñosa con sus pequeños. Si hubiera que definir a Liliana Navarro, su hija, María Laura Methol, considera que esta sería una buena forma de hacerlo.
Hablando con ella y antes de comenzar con preguntas que van a remover los sentimientos, María Laura comenta que agradece a la vida haber podido disfrutar de ella durante una década. Con ella compartió aficiones y muchos momentos que hoy quedan en su memoria, como el de aprender a coser y tejer para pasar más tiempo con ella, ser su pinche en la cocina para crear recetas juntas y aprender a tocar la guitarra con cinco años para poder tocarla con mamá. Recuerdos de infancia que hoy están más vivos que nunca y que ahora, tras una distancia de 51 años, puede pensar en ellos de manera más calmada. Con una sonrisa piensa en esos viajes al colegio de cada mañana en una versión de camioneta del Fiat 600, que luego pasó a ser un Fiat 850 cuando su padre se lo dio como regalo de Navidad, y que, por cierto, dejó a todos con la boca abierta. Era un ‘juguete’ nuevo.
Liliana Navarro disfrutaba de ir al teatro con su madre, la abuela de María Laura, Mamina. Le encantaba el ballet y leía mucho. Tocaba el piano y lo hacía muy bien, tanto que a los seis años dio su primer concierto en un teatro y luego se animó con otros instrumentos. Una actividad que le apasionaba, igual que su militancia por el candidato a presidente por el partido Blanco, Wilson Ferreira Aldunate, en las elecciones de 1971. Con ella iba su hija mayor a ayudar a preparar los coches con carteles y banderas para las caravanas. Pero un día todo esto cambió.
Vuelo 571: el avión al que Liliana nunca quiso subirse
«¿Ahora que decidí volver a estudiar voy a faltar por un viaje? Vos estás loco», le dijo Liliana a su marido cuando le planteó viajar hasta Chile por un precio irrisorio. Esto no lo desvela María Laura, sino las páginas de un diario escrito del puño y letra de Javier Methol, que ella comparte en exclusiva con Forbes Women y que nos permite recuperar el sentido más literal de la presencia de este matrimonio en la historia que ha vuelto a nuestras vidas gracias a La sociedad de la nieve, de Juan Antonio Bayona, disponible en Netflix.
«La invitación la hizo mi primo, Francisco Abal, ‘Panchito’, en los últimos días de septiembre de 1972. Aunque le llevaba 15 años, Pancho y yo éramos bastante compinches. Los dos trabajábamos en Abal Hermanos, la tabacalera que había fundado nuestro abuelo Juan en 1877 –de ahí que nunca faltara tabaco en los 72 días que duró el aislamiento en la nieve–. Me explicó que con su equipo de rugby, los Old Christians, iban a jugar a Santiago de Chile. Para el viaje habían rentado un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya, con capacidad para 40 pasajeros, sin contar la tripulación. Con la delegación no se completaba la capacidad de la nave, por lo que estaban invitando a familiares y amigos. Pancho descargó una batería de argumentos para tentarme, que si los pasajes era baratos, que si el hotel Sheraton hacía un precio especialísimo, que si habría tiempo para pasear, que si podríamos ser los reyes de Santiago y comprar muchas cosas… «Son cinco días, dale, convence a tu mujer y nos vamos», eso me decía», recuerda Javier Methol en esas páginas.
Methol hizo el intento, pero Liliana rechazó la idea. Ella, que tuvo que dejar sus estudios universitarios de escribanía para dedicarse a la crianza de María Laura y a la de sus hermanos que vinieron después, había retomado las riendas académicas de su vida y un viaje al comienzo de curso no era sinónimo de empezar con buen pie. «El día antes del viaje empezaban sus clases y ella no pensaba faltar, pero el destinó decidió entrar a jugar». Una huelga estudiantil en Montevideo paralizó la ciudad, a priori, por tiempo indefinido, así que la alternativa a estar en casa con los planes truncados era ese viaje a Chile que su marido ya daba por perdido. Sus padres le animaron, ellos cuidarían de los pequeños en la casa familiar. «Las nenas adoraban a sus abuelos, no iban a extrañar nuestra ausencia. Y a nosotros nos haría bien unas mini vacaciones a solas», escribe Methol.
En un intento de recordar cómo fue ese momento, María Laura no duda: «Mi único recuerdo es que en dos o tres días decidieron ir y nos dijeron que se iban por un finde largo, pues salieron el 12 y volverían cuatro días después –por la tormenta tuvieron que hacer escala en Mendoza, y al día siguiente, ya viernes 13, siguieron de viaje–».
Santiago de Chile: destino de aniversario de la pareja
12 años de casados no son pocos. La efeméride merecía ser celebrada de manera especial y, por ello, Javier Methol y su esposa Liliana Navarro cogieron al avión que acabaría por impedirles el festejo de su duodécimo aniversario. Esto tampoco lo desvela María Laura, sino un extracto de To Play The Game. A History of Flight 571, el libro que John Guiver escribió sobre la tragedia de los Andes y que María Laura revisó.
El vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya tendría que haberles llevado hasta Santiago de Chile (Chile) para dar comienzo a un fin de semana en pareja, sin niños. Los cuatro hijos del matrimonio, María Laura, Pablo, Anna Inés y Marie Noel, darían un respiro a sus padres durante sólo 72 horas, tiempo más que suficiente para después volver a la normalidad que dicta la vida en familia. Sin embargo, el destino tenía otro planes. No fueron 72 horas, sino 72 días los que esos niños pasaron separados de sus padres y a la espera de un regreso que se dio sólo a medias: Liliana Navarro, quien sobrevivió al accidente, falleció el 29 de octubre de 1972, cuando un alud arrasó el interior del fuselaje que cobijaba de la muerte a los superviviente. Javier Methol volvió a casa.
Volvió a casa sin más equipaje que un dolor infinito que le duró hasta su muerte en 2015. «La vida nos cambió. Mi padre no volvió a hablar de mi madre. Más allá de estos bocetos (el diario) que nunca llegó a convertir en libro, no dijo nada de ella. Era como un tema tabú en la familia y como fue algo muy doloroso para él, no quisimos indagar. Lo poco que hablábamos siempre fue desde los sentimientos y no desde los detalles. Yo aprendí más de mamá de mi tía, su hermana, que de papá. Mi hermano Pablo, que sólo tenía 16 meses menos que yo cuando esto ocurrió decidió olvidar. No es que no recuerde, porque por edad debería si lo recuerdo yo, es que hizo un bloqueo y no recuerda; y mis hermanas pequeñas eran muy pequeñas para recordar (cinco y tres años, respectivamente)», comenta María Laura cuando le comento que su hermano Pablo no pudo ayudarme con este homenaje a su madre.
«Liliana fue nuestra mamá en las montañas hasta que el alud nos la quitó»
Fue una asfixia por avalancha de nieve la causa de la muerte de siete personas que consiguieron salir con vida del impacto, pero lo que no pudo nunca ese desplazamiento ladera abajo de una porción de nieve fue acabar con el recuerdo de los que sepultó. Mucho menos el de Liliana.
Hace unas semana, charlando con Antonio Vizintín ‘Tintín’ sobre la única mujer que consiguió sobrevivir al choque (Susana Parrado, hermana de Nando Parrado, falleció a los días del impacto), se mostró tajante con su memoria: «Lo que te puedo decir de Liliana es que sentimos que fue esa mujer, esa madre en la montaña que nos animaba, nos agarraba la mano». Una mujer muy madre que «fue la esencia femenina que allá arriba fue importante al principio. Hubiese sido siempre importante, pero el hecho de que muriera en la avalancha nos cortó toda esa ternura, por así decirlo. Era lo único tierno que había en la montaña. El resto éramos todos bastante rústicos y duros, quizá más rústicos que duros, pero nos fuimos endureciendo por todo lo que estábamos viviendo». Ella les cuidó, como una madre cuida de sus hijos, pero ellos también: «A la situación incómoda que podría estar sintiendo al estar rodeada de varones, le hicimos como un lugar aparte dentro del avión, para que estuviera más cómoda, porque ella era la única mujer viva que nos acompañaba». Para Tintín está claro: «Siempre dijimos que era como nuestra mamá en la montaña hasta que el alud nos la quitó».
Al recordarle vía telefónica estas palabras de cariño de uno de los supervivientes más jóvenes (Tintín contaba con 18 años en el momento del accidente), María Laura reconoce el cariño de ese testimonio y añade: «Hizo de madre para esos chicos que tanto necesitaban tener una». Además, de alguna manera, con la película de La sociedad de la nieve, los cuatro hijos del matrimonio recuperaron a su madre, para las más pequeñas, una figura desconocida. Comenta María Laura que «con la película, ahora pudieron armar la imagen de madre que no tenían».
Y continúa: «Desde mi adolescencia muchos de los sobrevivientes me dicen que me parezco a ella. Un ser de luz. Al principio me daba vergüenza que me lo dijeran, pero hoy me gusta poderles recordar a esa mujer que los acompañó haciendo de madre, mujer, oído, consuelo, enfermera y cómplice cuando se reían juntos».
¿Cómo fueron esos 72 días sin mamá?
Hay preguntas que no se pueden responder a la ligera. Llegados a este punto, quién mejor que su hija, María Laura Methol Navarro, para tomar la palabra y poner el punto y final a este texto, que no al recuerdo.
Recuerdo el día previo al viaje. Como el avión salía muy temprano nosotros cuatro no fuimos a despedirlos. Esa noche anterior, mamá se me acercó y se despidió de mí diciéndome que volvía en cuatro días y que venían Mamina (su abuela) y el abuelo a cuidarnos. Me dijo que de regalo me traería una bufanda de lana de vicuña, típica de Chile. Nos dimos un beso y un abrazo y me fui a dormir. Nunca más la vi.
Como siempre digo, por lo menos la recuerdo sana, alegre y en buen estado. Por una parte, lo prefiero a ver sufrir a un ser querido.
En mi casa trabajaba una chica que estaba de novios con un muchacho de la Fuerza Aérea, y el mismo día 13 por la tardecita él vino a mi casa para decirnos que el avión se había perdido. Recuerdo que a partir de ese momento y en los 10 días siguientes mi casa se llenó de gente, entre familiares, amigos, monjas del colegió, todos iban y venían. Además, el radioaficionado Rafael Ponce de León vivía a cuatro casas de la mía y recuerdo perfectamente ir al sótano de su casa a escuchar los reportes. Por esa zona también vivían los Zerbino, Nogueira y Platero (también afectados), así que el ambiente era… Nosotros seguimos yendo al colegio, trataban de que nuestra vida fuera lo más normal posible.
La conmoción sucedió cuando decidieron dejar de buscar. Ese día mi casa se convirtió en un velatorio y me tía Graciela (hermana de su madre), mi tía Martha (hermana de su padre), hermanas del Colegio Jesús María y los directores del colegio Christian Brothers, nos llevaron a Pablo y a mí a la habitación de nuestros padres para explicarnos lo que había pasado: estaban muertos y no iban a volver más. Yo empecé a llorar, Pablo no, se quedó en shock.
Continuamos viviendo de la manera más normal posible mientras mis tíos Methol decidían qué hacían, pues el hermano mayor de papá era el testaferro y manejaba el dinero. En cuanto a nosotros, acordaron que Juan José, ‘Juanjo’, con tres hijos, era el más adecuado para adoptarnos, y Martha y Pedro, mis otros dos tíos, colaborarían económicamente en nuestra manutención.
Luego no recuerdo bien la fecha, pero nuestra casa se vació y se alquiló; nosotros nos fuimos con mi tío Juanjo. La idea era acabar todos en una casa nueva, siete niños y dos adultos, y con nuevos colegios. Y la idea también era hacerlo todo antes de Navidad. Los supervivientes aparecieron el día 22 de diciembre. Me acuerdo de ese día. Estábamos en la casa de campo de mi abuelo, sitio al que íbamos cuando acabábamos las clases. Todos los que estábamos allí escuchamos a Carlos Páez, padre de uno de los desaparecidos, decir por la radio los nombres de los supervivientes. Y ahí estaba, Javier Methol. Pablo y yo empezamos a gritar «tenemos padre, tenemos padre», mientras mi prima Gabriela lloraba diciendo «Liliana no está». Ella era su madrina.
Después de esto, creo que alguno de mis tíos viajó a Chile. Nosotros sólo hablamos con él por teléfono el día de Navidad y no le vimos hasta el día que llegaron a Montevideo. Cuando le vi aparecer pensé «se parece a Jesucristo» y me costó reconocerle. Corrimos hacia él y nos abrazamos. Mi siguiente recuerdo es vernos a todos en Punta del Este, pasando el tiempo hasta que los inquilinos de nuestra casa se pudieron mudar para que nosotros volviéramos a nuestro hogar de siempre, en el que vivimos por cinco años más, junto a mis abuelos paternos que ayudaron a mi papá con nuestra crianza.
Y mamá pasó a ser un ángel que siempre nos cuidó desde el cielo.
(En el momento en el que se tecleaba este artículo, los sobrinos más pequeños de María Laura, nietos de Liliana, arrancaban su primer viaje al lugar del accidente en los Andes, al Valle de las Lágrimas. Este es un regalo de su tía para ellos).