A pesar de que sé que tras esas luces no hay magia, ni seres que nos observen cada día para medir nuestra cuota de bondad, cuando desconecto este raciocinio vetusto y aguafiestas mío grito, dos tonos por encima de lo que debería, que me encanta la Navidad. Y eso que puedo enumerar de carrerilla todos los ‘peros’ y que ya no soy la niña que se despertaba corriendo para ver qué le habían traído los Reyes Magos y para quien el carbón era, en realidad, el más dulce y energético de los castigos. Pero aun así, y a pesar de todo y de todos, hoy quiero cantaros esta melodía de mi dulce y blanca Navidad.
Y aunque tenéis razón, ya no nieva como antes, las panderetas nos irritan y el Camino ni nos lleva a Belén ni hasta los pasos de Delibes, en el fondo de nuestras pituitarias sabemos que el olor a felicidad se percibe mucho mejor en estas fechas. No sé si habrá una palabra mágica para designar este aroma, pero tengo claro que tiene notas de chocolate caliente, de abrazos, de vino, de canela, de gambas, de carcajadas y de musgo.
A mí la Navidad me trae la sonrisa de mi abuelo Miguel y la de mi tío Pedro cuando llegaban a Aranda cargados de perfumes, los primeros pasos de mis sobrinos, los cascabeles que suenan cuando los renos se acercan a nuestra terraza y a mis padres recibiéndome en el rellano con un cálido “bienvenida, chatita”.
Y es verdad que en nuestra mesa hay más huecos que nuevas sonrisas, y que esas sillas vacías duelen, mucho y fuerte, pero con un poco de imaginación, podemos intentar llenarlas de recuerdos bonitos y brindar con sus sombras prometiéndoles hacerlo un poquito mejor a partir del año que viene. No os niego que el maquillaje de Nochevieja nos traspasa las arrugas, las preocupaciones y la auténtica cuenta atrás, esa que nos muestra, al estilo Joe Black, que las despedidas están cada día más cerca, pero, aun así, esta Navidad nos vestiremos de ilusión y cantaremos al ritmo de Raphael, aunque esta no sea nuestra gran Noche, su “rompompompón”.
Nos lanzamos sin miedo a por los centollos y a por los percebes porque nosotros, los de entonces, sí somos los mismos, esos que continúan poniendo los zapatos brillantes bajo en árbol y renegando de Papá Noel, quien se bebe más refrescos que vasos de leche con galletas, mientras mojamos el turrón en el café de los recuerdos. Esos que sonríen al evocar cómo otras noches como estas nos aliábamos con nuestros primos para poner petardos bajo las sillas, mientras sisábamos los culillos de las copas de cava y nos tragábamos los anillos de oro que bailaban dentro buscando suerte. Y así, sin saber cómo, saboreamos esos recuerdos de la infancia a través de aquellos juegos de mesa, de los centros decorativos que confeccionábamos con piñas pintadas a mano, las películas de Supermán y los programas especiales de Martes y 13.
Más tarde llegaron nuestros primeros vestidos de fiesta, retando a las temperaturas bajo cero, recogidos imposibles y ojos cuajados de purpurina y de fantasía. Cómo olvidar las amenazas de mi hermana con dejarme el estilismo a medias si seguía quejándome y los cadáveres de aquellos bombones, que por aquel entonces no engordaban, tirados por la mesa de la cocina. Los ataques de risa de mi hermano, mi madre sacando las bolsas de cotillón, mi padre dándonos dinerito para poder continuar la partida a las cartas y esas veladas eternas… Y hoy, aunque somos menos, nos queremos igual, mantenemos ese brillo inocente y pícaro en las miradas y, a pesar de que ya no nieve, seguimos creyendo en la Navidad.
Nos sobran luces en las calles y nos faltan en almas y mentes. Talamos árboles que decoran con mejor o peor gracia nuestros hogares y creamos pesebres en los que no creemos. Y, sin embargo, celebramos estas fiestas porque son el reflejo de nuestras familias: ese todo contenido en siete letras que nos guían como estrellas polares hasta el lugar más increíble del mundo.
Acabo de descubrir la magia de la Navidad, la palabra que define cómo huele y qué aroma exhala, porque todo en ella me recuerda lo más hermoso y valioso que tengo: mi familia de alma y de sangre.