Quienes conocen desde dentro la hostelería no ven la serie The Bear con los mismos ojos que quienes no hemos trabajado en un restaurante. Los que nunca hemos estado a ese lado de la restauración, vivimos el estrés que nos insufla esta serie con la misma emoción que la que encontramos en series de asesinos y narcos. Nos gusta porque lo vemos con la distancia de la ficción, como una aventura de la que podemos salir cuando queramos dándole al pause. Sin embargo, a quien ha probado las mieles y las hieles de trabajar (ya no digo dirigir) un restaurante, The Bear le recuerda perfectamente la ansiedad que se vive, y ahí no hay pause que valga.
The Bear, en la ficción, es el restaurante de alguien obsesionado con encontrar su lugar en la gastronomía a través del reconocimiento de la estrella Michelin. Es el restaurante de alguien que deja que su vida personal ocupe un lugar insignificante y que lo único que le mueve en su vida es que los inspectores le hagan digno de su aprobación. Pero, sobre todo, este éxito de la pantalla es un reflejo de la realidad de los restaurantes que quieren que la Guía Roja les dé su bendición.
Cuando uno decide entrar en el juego para ganarlo, se entrega al reglamento, aunque a veces discrepe con las normas y las decisiones del árbitro; sigue jugando aunque se sienta maltratado por la afición y sigue al pie del cañón aunque la prensa le coloque algún titular desafortunado. Y esto, amigos aspirantes a Michelin, es lo mismo con vosotros.
Tras los premios del pasado martes, han vuelto las conversaciones de siempre: si éste merecía las tres estrellas; si ha sido injusto que se las quitasen al de allá; si el de acá otra vez las valida a pesar de haber perdido bastante… pero, sobre todo, hemos vuelto al debate que llevamos años masticando: ¿dónde están las mujeres, Michelin?
Pregunta a lo que desde Michelin o no se responde o se argumenta que, de entre los criterios establecidos por la guía, no está la paridad. Me parece lógico porque la paridad no tiene que ser un criterio, sino una circunstancia que se puede dar o no cuando se aplican con justicia los criterios.
Los criterios de Michelin –o de cualquier guía que otorgue distinciones–, pueden estar redactados, bordados en oro o escritos con humo de un avión imaginario en el cielo, pero al final, hay que tener claro que todos esos criterios pasan por una vara de medir que es la subjetividad de los inspectores. Sobre los criterios, desde la propia guía apuntan: “Cualquiera que sea el tipo de cocina, que ofrecen la mejor calidad culinaria de acuerdo con los siguientes criterios: selección de los productos, creatividad, dominio de los puntos de cocción y de los sabores, relación calidad/precio y regularidad”. Y continúan: “Una estrella: una cocina de gran fineza. ¡Compensa pararse! Dos estrellas: una cocina excepcional ¡Merece la pena desviarse! Tres estrellas: una cocina única. ¡Justifica el viaje!”.
Y aquí viene la madre del cordero. Con esto en la mano, a todos se nos ocurre algún restaurante que compense pararse, desviarse o hacer el viaje y todavía no esté catalogado en la escala de estrellas que, bajo nuestro criterio –también subjetivo– “le corresponde”. Y si alguno de estos restaurantes están dirigidos por una mujer, a muchos se les tuerce el gesto y vienen los “¿por qué?”.
De los 272 restaurantes en España con estrella, 21 tienen una mujer al frente. Así que volvemos a la pregunta: ¿dónde están las mujeres, Michelin? Cocinando, dirigiendo sus restaurantes, dando de comer, pero haciéndolo a su manera. Esto es, no entrando en el juego de las estrellas que marca Michelin sino su propia ética.
Que una mujer que quiera entrar en terreno Michelin esté reconocida con las estrellas que los inspectores consideran, me parece maravilloso y eso es síntoma de que no es una cuestión de género. Aunque hay ausencias, como la de Lara Roguez, propietaria y chef de Abarike (Gijón), que hacen mirar de reojo esos criterios puesto que Lara sí está haciendo un trabajo desde su cocina donde cabe una estrella, sobre todo la verde, y no le ha llegado. Estaremos pendientes a nuestras pantallas el año que viene. Pero me parece igual de maravilloso que muchas mujeres que hacen un trabajo extraordinario desde su cocina pasen tres pueblos y medio de entrar en según qué juegos porque su proyecto profesional y vital entra en conflicto con las exigencias de una manera de entender la gastronomía. Ellas prefieren dar de comer a lucirse; conciliar a entregar su vida a un único proyecto (su restaurante) y tener condiciones justas para su equipo, lo que hace que todo eso lleve su propuesta por caminos distintos a los que conducen a las estrellas. Y nadie tiene que pensar por ello que esos caminos no son los del éxito.
Mary Fernández, guisandera y propietaria de Mesón El Centro (Puerto de Vega), luce orgullosa una de las distinciones Bib Gourmand más antiguas de España. Tan encantada está con formar parte de la guía Michelin que lleva tatuado en su antebrazo izquierdo a Bibendum. Pero me confiesa que nunca ha ido a por la estrella, le gusta transitar “la escalera en el medio” en la que se encuentra. Esto es hacer la cocina que quiere, la tradicional bien ejecutada, la que apela a su pensamiento y su identidad, y le aterra la idea de meterse en ese tipo de “alta cocina” y en la dinámica a la que la arrastraría a ella y a los suyos –su marido y su hija– con quienes comparte negocio y vida. De la misma opinión son otras guisanderas, madre e hija, Mayte Álvarez y Blanca Méndez, de Casa Lula (Tineo). Mujeres que buscan la excelencia en su trabajo, pero su premio no tiene forma de estrella, sino la satisfacción personal que les da que su clientela las siga eligiendo a ellas cuando quieren comer bien. Y en su caso, este 2024 su restaurante cumplirá 100 años.
Esto que les pasa a Mary, a Mayte, a Blanca y a otras muchas mujeres cocineras y propietarias, lo explica la científica y autora de La paradoja sexual Susan Pinker. Pinker argumenta en su ensayo que el feminismo se equivoca al medir el éxito de las mujeres con los mismos parámetros que los hombres: reconocimiento social y sueldos. Sus proyectos vitales van por otros derroteros y no meterse en unas normas de juego no quiere decir no ser exitosas. “Los hombres generan un tipo de hormonas durante las competiciones que hace que les parezca más divertidas y estimulantes. Por eso les suele gustar más competir que a las mujeres”, dice Pinker. Y un estudio de la Universidad de Cambridge lo respaldó en 2018 al demostrar que sólo con el hecho de sentirse ganadores, los hombres aumentan su nivel de testosterona. Les da más seguridad e influye en el comportamiento sexual. Seguro que entre nuestras conocidas hay alguna mujer a la que le pasa, pero entre los hombres, piénsalo, esto no sucede como excepción sino como norma.