Tenía 24 años, la vocación por bandera, hambre de radio y sed de contar noticias. Había enlazado varias bajas ajenas de maternidad, excedencias y otras ausencias de voces más curtidas que la mía, hasta que un día me anunciaron el que sería mi destino. Como si de una pitonisa avezada se tratase, el director de aquella emisora de Burgos me espetó que había una plaza fija en Ibiza y que si la quería sería mía, por lo que, en menos de diez días, sin gustarme las discotecas, con la necesidad eterna de usar factor 50 y un miedo que no sabía muy bien cómo llamar y en qué lugar de mi estómago ubicar, volé con mi madre y con una maleta de 40 kilos hasta el que se convertiría, sin remedio, en mi hogar.
Supe que este rincón con olor a sal sería mi casa un 14 de noviembre, cuando celebraba mi cumpleaños yendo a una rueda de prensa al castillo con un vestido vaquero de manga francesa, medias de color caramelo y unas botas de cowboy (entiéndanme, siendo de Aranda de Duero el concepto “otoño cálido” es más seductor que Chris Hemsworth, quien, por cierto, se pasea a menudo por las Pitiusas). Me refrendé del todo cuando descubrí que en este pueblo podría ser quien quisiese, nadie juzgaría mi forma de vestir y los amigos también eran fieles y verdaderos. Los ibicencos son escurridizos y a veces es complejo quedar con ellos, sobre todo en temporada, cuando todos trabajamos doce horas diarias para goce de los veraneantes, pero ante cualquier problema te salvan la vida cien veces y eso es algo que se me ha tatuado dentro.
Y desde entonces hasta ahora, el juego del amor me ha tenido 20 años cantándole a la isla blanca; es aquí donde han nacido mis primeras canas, mis perras, y el lugar donde la calma tiene el silencio más hipnótico y las noches de fiesta son de otro mundo. Algo tiene Ibiza que hipnotiza y enamora a partes iguales, aunque a veces te saquen de quicio el tráfico, los turistas, la falta de servicios o el precio desorbitado de absolutamente todo. No sé si es esa luz mágica, sus atardeceres únicos, la sensación de desconexión que te produce salir en barco, aunque solo sea durante unas horas, bañarte en sus aguas turquesa o vivir cada día una aventura distinta. Al final amar es eso: querer pasional e irracionalmente a alguien o a algo a pesar de sus defectos.
Tardé dos semanas en encontrar piso, y eso que en aquel entonces los precios no eran tan obscenos como hoy y vivir con un sueldo de mileurista no era una utopía. Cogida de la mano de mi madre visité cuevas, cuchitriles y una comuna hasta que dimos con algo correcto donde ella se quedase tranquila por dejarme y yo no sintiese repulsión extrema. Mientras, nos recorrimos sus 40 kilómetros de cabo a rabo, bailamos en el Pereyra casi cada noche, tomamos vino payés, comimos el mejor arroz del mundo en Can Alfredo, subimos hasta el Parador y bajamos varias veces, visitamos mercadillos y nos dimos cuenta de lo parecidas que éramos y de lo buenas compañeras de viaje que resultábamos juntas.
Una noche, mientras nos preparábamos en el hotel para salir a cenar por la Plaza del Parque, escuchamos en la tele que el Príncipe Felipe se prometía con una joven periodista apellidada Ortiz y, durante unas horas, me creí la mejor amiga de la Reina. Mercedes Ortiz, quien, además de mi mejor amiga es también periodista, me había confesado un par de semanas antes que había empezado a salir con un chico altísimo y de una destacada familia de Madrid, cuyo nombre prefería no desvelarme por prudencia. De repente, mientras escuchaba la noticia, el puzzle encajó. ¿Estaba Merche saliendo con el Príncipe Felipe? Me quedé atónita mientras los pensamientos se agolpaban en mi cabeza y en cuanto pude reaccionar la llamé. En albornoz, con el altavoz puesto, su voz se escuchó precipitada al otro lado del teléfono: «¡Ahora no puedo hablar! ¡Estoy en Zarzuela!». Y colgó. Mi madre y yo nos miramos en silencio. ¿Me estaba convirtiendo en ese momento en la mejor amiga de la futura Reina de España? Media hora más tarde se desvaneció nuestra ensoñación: Mercedes, quien escribía habitualmente sobre Casa Real, estaba en la Zarzuela para cubrir la noticia. No tuvimos más remedio que meter aquella anécdota en nuestra mochila de historias divertidas e irnos a celebrar la vida, las casualidades y la suerte que teníamos.
Que veinte años no es nada y en Ibiza, les aseguro, todo es posible, hasta las historias más bizarras.
Montse Monsalve reside en Ibiza, es periodista y socia fundadora de la agencia Imam Comunicación.