Quedarme despierta hasta las tres de la mañana viendo cuatro horas seguidas de carrera futbolística con testimonios del Cholo Simeone, Luis Figo o Éric Cantona no entraba en mis planes. Y sin embargo ahí estaba yo, incapaz de irme a dormir hasta devorar entera la docuserie Beckham interesadísima por todo lo que ocurrió en los 90 en el Manchester United, en la selección inglesa y esperando como agua de mayo el plato fuerte para cualquier madridista: la etapa de los galácticos con los Beckham en Madrid.
Netflix nos cuenta en cuatro episodios la historia de un hombre que rompió moldes en el hipermasculinizado mundo del fútbol. Un joven que fue capaz de mostrar su lado sensible y fashionista marcando tendencias que incluían raparse el pelo, llevar cresta o hacer twinning con su pareja; y que fue encumbrado a lo más alto para después sufrir el desprecio y las amenazas de sus propios hinchas.
La narración es emocionante, pero lo que me mantuvo pegada a la pantalla no fueron los goles épicos del jugador ni la cuestionable ambición de su padre –que cumple a rajatabla todos los clichés del hombre que presiona a su hijo para que triunfe en el mundo del fútbol–, sino el imán en el que se convirtió David al empezar su relación con Victoria Adams. Ella es la clave. Es mucho más que un icono pop de los 90 o una de las grandes diseñadoras de moda de la actualidad (ha vestido a Madonna, a la reina de España o Kim Kardashian, entre muchas otras). La entrada de Victoria en la ecuación Beckham es la que elevó a esta pareja a lo más alto de la realeza de las celebridades desde el día de su boda hasta hoy.
En la docuserie, la ex Spice Girl se sincera hablando de su admiración por su marido, de lo duro que fue verse engañada por él y muestra un peculiar sentido del humor que le permite reírse de sí misma y de la imagen que proyecta. Pero también trata de colársela al espectador. Nos intenta convencer, por ejemplo, de que el problema en España era lo que vivió entre otras razones por la persecución periodística. Y esto lo dice alguien que vive bajo el foco de los tabloides británicos –ejem– y que es traicionada por su propio subconsciente al restar importancia a los paparazzi de Los Angeles, que llegaron a alquilar helicópteros para grabar a su familia hasta la puerta de su domicilio.
En otras dos ocasiones vuelve a intentarlo, pero se encuentra con la verificación de hechos de su marido. Primero, cuando la diseñadora se despide diciendo que se va a trabajar y él la hace admitir que se va a hacer un tratamiento facial; y después cuando afirma sin pestañear que viene de una familia de clase trabajadora y él la hace confesar que en los 80 iba al cole en un Rolls Royce.
Es un zasca digno de meme, pero no deja de resultarme llamativo que Victoria Beckham quede reducida a esa trola fallida. Porque sí, la de él es una historia digna de más capítulos que arranquen en Miami. Pero la de ella tiene para un documental propio con varias temporadas. Es la historia de una joven que se mantuvo firme ante el entrenador Alex Ferguson, empeñado en quitársela de en medio por considerarla un riesgo para la concentración y el rendimiento del deportista y que al quinto día su luna de miel trajo a su marido de vuelta al campo de juego. Es la historia de una mujer obligada a continuos cambios de domicilio (y de continente) en medio del curso escolar de sus cuatro hijos. De una estrella del pop víctima de una infidelidad pública que fue capaz de perdonar a su marido. La de una cantante reinventada en diseñadora de éxito. Y es la historia de una esposa que, además, encaja con deportividad que David Beckham la deje en evidencia delante de medio planeta.