“Mis cuerdas vocales son mi único patrimonio”, decía Édith Piaf. “Sin ellas me hubiese muerte de hambre”. Para tonificar esa mina de oro, esa máquina de precisión que llevaba incrustada en la tráquea, la Piaf de 16 años hacía gárgaras con café todas las mañanas, antes de cantar y pasar el platillo por las calles y plazas del distrito 9 de París, a los pies de la colina de Montmartre, descrito como “mi escenario particular, mi coto de caza”.
Aquellas jornadas de mendicidad melancólica fueron la recta final del largo túnel que la acabaría conduciendo hacia la luz. Las consideraba preferibles a la infancia y pubertad que pasó en Normandía, criada por prostitutas en el burdel que regentaba su abuela, o a la paupérrima adolescencia vivida en París junto a su padre, un acróbata callejero que volvió de la Primera Guerra Mundial maltrecho, incapaz de dedicar piruetas a los transeúntes a los que pedía limosna.
El crítico musical Charles Connolly dice que la de Piaf “es una voz forjada en la adversidad y las privaciones”. No basta con escucharla, “hay que absorberla y dejar que te impregne, porque te cuenta la verdad, de una manera íntima, directa y honesta”.
Apodada ‘el pequeño gorrión’, con 20 años firmó un contrato con Polydor y grabó su primer álbum.
A los 20 años, el Pequeño Gorrión (medía 1,47) firmó un contrato con el sello Polydor y grabó su primer álbum, oportunidad para exhibir su voz de contralto y su forma de interpretar rotunda y descarnada. Ya había sido madre y había perdido a su única hija, Marcelle, víctima de la meningitis a los dos años, había sido acusada de homicidio (sin fundamento) y recurría al consuelo del alcohol y la morfina. Como confesó a su íntimo amigo Charles Aznavour, “ya había perdido y recuperado la fe en el ser humano muchas veces”.
MUSEO DIMIMUTO Y VOZ SUPERLATIVA
Los pocillos en que la Édith adolescente hacía gárgaras matinales antes de salir a ganarse el jornal se conservan hoy en la casa museo que un viejo cómplice, el escritor Bernard Marchois, ha dedicado a la memoria de la cantante. Se trata, en palabras de su promotor y comisario, de uno de los museos más modestos y peculiares del mundo: dos habitaciones en el número 5 de la calle Crespin du Gast, en el distrito 11 de París, a las que se puede acceder de lunes a miércoles, siempre con cita previa.
La entrada cuesta sólo 10 euros, dado que Marchois y compañía consideran que rendir tributo a la memoria de Piaf es un acto de amor. te pones en contacto con ellos y te asignan un horario y te proporcionan un código que abre la puerta exterior y da paso al vestíbulo de la vivienda. Una vez dentro, es probable que disfrutes del privilegio de ser guiado por el propio Marchois, de 82 años, amigo personal y biógrafo de Piaf, a la que hoy recuerda como una mujer “cálida, sencilla y cercana que nunca perdió el mundo de vista y nunca cometió el error de tomarse muy en serio su propio mito”.
Entre las discretas reliquias que se acumulan en este espacio minúsculo destacan su vajilla y sus jarrones de porcelana, una muy nutrida colección de zapatos de la talla 34, media docena de sobrios vestidos (negros, en su mayoría, porque nunca le faltaron pretextos para vivir de luto), accesorios –como un coqueto bolso de piel de cocodrilo de Hermès–, los 18 discos de oro y platino que obtuvo en vida la cantante, carteles de actuaciones en salas –como el mítico teatro Olympia–, fotografías promocionales, el centenar largo de cartas de sus admiradores y un enorme oso de peluche, regalo tardío de su segundo marido, el actor Théo Sarapo. O los guantes del boxeador Marcel Cerdan, gran amor de Piaf, fallecido en un accidente de aviación mientras sobrevolaba las Azores para reunirse con ella en Nueva York.
La casa museo está a escasa distancia del número 72 de la calle Belleville, en cuyas escalinatas aseguraba Édith Piaf haber nacido el 19 de diciembre de 1915, aunque Marchois asegura no ser cierto, pero encaja como un guante en la visión que Piaf tenía de sí misma: siempre se vio “como una niña de la calle”. Falleció a los 47 años, pero basta con pasar unos minutos escuchando alguno de sus temas entre las cuatro paredes de su humilde casa museo para calibrar hasta qué punto fue eterna.