Llegó al mundo el 4 de mayo de 1947, bajo el nombre de Louise Vava Lucia Henriette Le Bailly de la Falaise, pero para cuando salió de él lo hizo convertida en Loulou, el apelativo con el que creció y se dio a conocer en la industria a la que se dedicó en cuerpo y alma.
Esto ocurrió en noviembre de 2011. Fue cuando dejó este mundo para reunirse con su maestro de ceremonias, el diseñador Yves Saint Laurent. Sigue en el recuerdo de unos y otros –y su nombre no puede pronunciarse sin ser vinculado al de su mentor–, pero su poderío se puso en marcha cuando decidió mutar de predestinada burguesa (hija de un conde francés y una modelo británica) a fuente inagotable de inspiración para expertos de la aguja. Así se convirtió en torbellino creativo de delgadez extrema, altura infinita, sonrisa eterna y voz ronca de fumadora snob y cigarrillo incombustible entre los dedos.
Ataviada casi siempre bajo las telas que configuraban trajes masculinos, Loulou de la Falaise llegaba a los talleres de Yves Saint Laurent a las nueve de la mañana. Lo hacía con el único fin de salir de allí dejando las mesas y las mentes patas arriba. Porque eso hizo a diario: crear revolucionando lo establecido.
¿Trabajo o pasión?
Su fascinación por las joyas y los accesorios no pasó desapercibida para Yves Saint Laurent, quien ya quedó prendado de ella en la fiesta que dio el diseñador Fernando Sánchez. Él los presentó y unió a esta pareja laboral para siempre. Tuvo lugar en 1968, y desde ese momento el diseñador confió en ella –y en sus códigos distintivos– la línea de accesorios y joyería de la Maison.
Después, fue la impulsora de algunas de las colecciones más icónicas de la casa francesa, como las que se idearon inspiradas en la Ópera y los ballets rusos. Así sumergió al diseñador en la fiebre por el prêt-à-porter. Ni siquiera él pudo resistirse a la variedad de pantalones harem, chales, chaquetas de esmoquin, turbantes, túnicas, bolsos y bufandas que la inglesa exhibía en cada una de sus apariciones públicas en el París de los años 70. Y de allí, al mundo. Porque su fama cruzó fronteras y avivó la creatividad de sus homónimas del resto de casas de costura.
Loulou, el alma de la fiesta
Fue un bullicio legendario que no sólo representó lo que hoy entendemos por chic francés, también incendió y trasladó a la capital francesa el movimiento Swinging London durante los años 60 británicos –centro de la cultura pop y de las nuevas tendencias–, y el hedonismo nocturno de Nueva York (las grandes aportaciones a la escena de ocio de las urbes).
Testigo de ello fueron sus cómplices de risa sonora. Elsa Peretti, Marisa Berenson, Paloma Picasso, Betty Catroux, Catherine Deneuve y Anjelica Huston, entre otras. Halston –para quien diseñó sus colecciones–, Warhol, los Rothschild, los Rolling Stones y Ricardo Bofill –con quien mantuvo una discreta relación sentimental durante cinco años– fueron sus otras amistades más íntimas. Junto a ellos vio consagrarse su carrera de modelo, sus pinitos como editora en la revista Harpers&Queen, su etapa de diseñadora de accesorios para Óscar de la Renta y el impulso necesario para crear su propia firma tras la marcha de Yves Saint Laurent: con dos tiendas en París y una bien recibida exportación de sus productos a las tiendas más famosas de Londres y Nueva York.
Acabó sus días rodeada de moda y jardines, como los que cuidó a diario en su residencia italiana. Allí vivió con su último marido y su hija, y allí descansa el recuerdo de una mujer que terminó con la barrera estética entre géneros. También popularizó la figura de mujeres modelos andróginas y exprimió su je ne sais quoi hasta convertirlo en un aura de nonchalance.
Porque indiferencia fue lo que sintió al ser tildada de musa: “Para mí una musa llega para tomar té con pastas y charlar, muestra su inteligencia y se va a una fiesta. No la veo trabajando tan duro como yo”. Comentó en una ocasión la diosa indiscutible del sector. La misma que disfrutó más de estar a la sombra creativa de su divulgador diseñador que ocupando el primer puesto de popularidad.