La tensión entre las dos economías más grandes del mundo está de vuelta, y esta vez con un guion aún más complicado. El anuncio de Donald Trump de nuevos aranceles del 35% a China, marca el inicio de lo que muchos consideran una segunda guerra comercial. China, lejos de retroceder, ha contraatacado con una jugada estratégica que combina restricciones económicas y presión militar y geopolítica.
El primer movimiento de Pekín ha sido contundente. Ha prohibido la exportación de galio, germanio y antimonio a Estados Unidos. Estos minerales no son cualquier cosa: son fundamentales para la producción de semiconductores, dispositivos militares y tecnología de consumo. Además, China domina el 98% del suministro mundial de galio refinado y el 59% de germanio, colocándose como una pieza clave en las cadenas de suministro globales. Los precios del trióxido de antimonio ya han subido un 228% este año. Y esto, claro, es solo el principio.
Como si esto fuera poco, Pekín ha intensificado su presencia militar en el Estrecho de Taiwán. El portaaviones Liaoning y una flota de 40 barcos están haciendo maniobras cerca de la isla, dejando claro que las tensiones comerciales son solo una cara de un conflicto más profundo y potencialmente explosivo.
El enfrentamiento económico detrás del conflicto
Para entender lo que está en juego, hay que mirar atrás. En 2018, durante el primer mandato de Trump, comenzó la guerra comercial. El objetivo era reducir el déficit comercial estadounidense y proteger la industria nacional. ¿El resultado? Un déficit aún mayor. Pasó de 590.000 millones de dólares en 2018 a 970.000 millones en 2022, aumentando un 64%. Y mientras tanto, los consumidores estadounidenses pagaron la factura en forma de precios más altos.
China, en cambio, se adaptó con rapidez. Diversificó sus mercados, fortaleció su capacidad de producción nacional e invirtió como nunca en sectores estratégicos como los semiconductores. Hoy, su respuesta es incluso más sofisticada, combinando movimientos económicos y tácticas geopolíticas que buscan redefinir el equilibrio global.
A diferencia de 2018, las economías de ambas potencias se encuentran en posiciones distintas. China, aunque sigue creciendo, arrastra una desaceleración preocupante. El PIB se espera que crezca un 5,1% en 2024, muy lejos de las tasas de dos dígitos que marcaban su auge. Sin embargo, tiene un as bajo la manga: más de 21 billones de dólares en depósitos bancarios que podrían movilizarse para estimular el consumo interno.
Estados Unidos, por su parte, tiene una economía robusta pero cargada de deuda. El pasivo público ha superado el 120% del PIB. Y aunque la Reserva Federal (Fed) está bajando los tipos de interés, un aumento de los aranceles podría presionar aún más los precios al consumo, avivando el fantasma de la inflación.
Por si fuera poco, el conflicto no solo se libra en las aduanas. Estados Unidos busca frenar el avance del plan Made in China 2025, que busca convertir a China en líder global en sectores como inteligencia artificial, vehículos eléctricos y energías renovables. Aquí entra en juego el friend-shoring, un esfuerzo por trasladar cadenas de suministro a países “aliados”, como México, para reducir la dependencia de China.
¿Qué significa todo esto para los inversores?
La escalada comercial amenaza con trasladarse a los mercados. Sectores como tecnología, semiconductores y energías limpias son los primeros en la línea de fuego. Los costes más altos y las interrupciones en las cadenas de suministro podrían reducir la rentabilidad de muchas empresas.
Sin embargo, no todo son malas noticias. Empresas que lideren en innovación o que logren diversificar sus cadenas de suministro podrían salir fortalecidas. Además, la volatilidad del mercado podría abrir oportunidades interesantes para inversores con una visión estratégica.
En el ámbito de la renta fija, los bonos soberanos de ambos países estarán bajo el atento escrutinio de los inversores. Y las divisas de mercados emergentes, especialmente las que tienen lazos comerciales con China, podrían padecer episodios de mayor volatilidad.
Hay que recordar, además, que el impacto de esta guerra comercial no se limita a China y Estados Unidos. Desde América Latina hasta el sudeste asiático y Europa, las economías emergentes están ajustando sus estrategias para adaptarse a un mundo donde el comercio está cada vez más politizado. El Fondo Monetario Internacional (FMI) ya ha advertido sobre las consecuencias globales: menor crecimiento, mayor inflación y cambios notables en las cadenas de suministro globales.