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El golpe al Lloyds Bank

Robert Rowlands era un funcionario británico taciturno y con pocas amistades. Una tarde de finales de agosto de 1971 volvió a su piso de la quinta planta de un edificio tan anodino como él mismo, en Wimpole Streetm, en el distrito londinense de Marylebone, y como cada día se preparó un sándwich y se sentó ante su estación de radioaficionado. Como de costumbre, escuchó conversaciones sin participar demasiado en ellas, hasta que de pronto, moviéndose entre las ondas, se topó con un par de voces nuevas. Un par de voces que no mantenían una de esas charlas insustanciales de costumbre. No. Estaban hablando de un robo. Un gran golpe que estaban preparando en aquel mismo instante.

Rowlands llamó a la policía pasadas las once y cuarto de aquella noche, pero no tuvo demasiado éxito. Después de todo tenía poco que contar. Un par de tipos que fantaseaban sobre qué harían con la fortuna que supuestamente iban a conseguir, mientras bromeaban, se insultaban y uno de ellos hablaba, aburrido, de las cosas que pasaban en la calle ante la que estaba apostado. A pesar del rechazo policial, Rowlands siguió a la escucha, y la conversación parecía cada vez más real. Así que a la una de la madrugada volvió a llamar a Scotland Yard, y esta vez un inspector sí que vio indicios de que el delito se estuviese gestando realmente.

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Un equipo de agentes se presentó en cada del radioaficionado y se pusieron a la escucha. Efectivamente parecía tratarse de la conversación entre un individuo que trabajaba con otros en la excavación de un túnel hacia la cámara acorazada de un banco, mientras otro miembro de la banda, emplazado como vigía en un edificio cercano, vigilaba los movimientos alrededor de la zona. Tras varias horas tratando de recabar información más detallada, el inspector al frente del caso decidió enviar un par de agentes en un furgón a reconocer un total de 170 bancos dentro de un perímetro de 15 kilómetros alrededor del piso de Rowlands. La idea era que los policías se dejasen ver merodeando los bancos y negocios colindantes para que el vigía alertase a sus compañeros, y poder así determinar en qué sucursal se estaba llevando a cabo la preparación del golpe. En los días siguientes llegaron incluso a hacerse públicas aquellas conversaciones entre los ladrones a través de la radio y la televisión, por si alguien reconocía las voces.

El plan, sin embargo, no daba resultado. Las comunicaciones eran fluidas los sábado y domingos, pero se interrumpían por completo durante la semana. Mientras tanto, el furgón pasaba de un banco a otro sin éxito. Entre otros muchos puntos, llegó a detenerse ante el Lloyds Bank, en Baker Street, pero la suerte quiso que, justo en ese instante, el hombre que llevaba varios días apostado en una ventana del edificio de enfrente abandonase su puesto por unos minutos. Los policías se marcharon tras recibir la orden desde casa de Rowlands; no había conversación entre los ladrones. Momentos después la estática en la radio dejó paso a una de esas voces desconocidas aunque ya familiares para los agentes: “Por aquí sigue todo tranquilo, chicos”.

El robo

Llevaban varios días trabajando. Tan duro como podían pero cuidando siempre de no levantar sospechas. No se vería muy normal el trasiego de nombres en monos manchados de tierra saliendo de una tienda de artículos de cuero. Le Sac era el nombre de aquel establecimiento que su antiguo dueño había traspasado a un hombre de 66 años de Dulwich, con experiencia en el sector del cuero, y que quería probar suerte con un negocio en la City. El local en cuestión quedaba a unos doce metros de Lloyds Bank, separados por un restaurante con reminiscencias indias, Chicken Inn. Para despertar las menores sospechas posibles, solo trabajaban los fines de semana. En el plano que la banda tenía de referencia, el túnel partía del sótano de la tienda y llegaba a la cámara del banco que guardaba las cajas de seguridad.

El 11 de septiembre, el grupo alcanzó por fin su objetivo. Junto al dinero del banco, saquearon 260 cajas de seguridad. La cifra del botín que se dio oficialmente rondaban las 500.000 libras en metálico, aunque fuentes del banco apuntaron extraoficialmente que la cantidad podría estar en torno a un millón y medio. A eso había que sumarle el contenido de las cajas de seguridad, que se estimó en otro tanto. En total, unos tres millones de libras de 1971 (unos 45 millones de euros actuales). Además, dejaron una inscripción en la pared de la cámara de seguridad: “Veamos si Sherlock Holmes resuelve esto”.

Pero en realidad no fue necesario ser el sagaz detective de ficción, con residencia en aquella misma calle de Baker Street, para resolver el caso. Benjamin Wolfe fue el nombre que la policía encontró estampado en el contrato de alquiler de la tienda de artículos de piel a la que conducía el túnel desde la cámara de seguridad del banco. Al comprobar el dato constataron pasmados que se trataba del nombre real de un peletero de 66 años con antecedentes por robo. Una vez atrapado Wolfe, el resto fue sencillo. EN total, seis hombres fueron detenidos- a lo largo de algo más de un año de investigaciones y seguimientos-, juzgados y encarcelados por el robo. Caso cerrado.

Sin embargo, los misterios que harían quedar este robo en la memoria popular británica no habían hecho más que empezar.

Apunte de sobornos

Pocos golpes criminales a lo largo de la historia han despertado tantas especulaciones y teorías conspirativas como el robo en el Lloyds Bank de Baker Street (quizá a la altura del asalto al Banco Central de Barcelona de 1981, y sus supuestos lazos con el intento de golpe de Estado del 23 de febrero). Desde que el atraco tuvo lugar, muchos han sido los investigadores y medios de comunicación que han puesto su lupa sobre aquellos hechos. En la última década sobre todo, diversos diarios británicos, desde los más sensacionalistas a los más –presumiblemente-serios han pretendido encontrar nuevas claves de lo ocurrido.

El primer eslabón al que se agarran los partidarios de la teoría conspirativa es el hecho de que Scotland Yard desmontara el operativo de búsqueda puesto en marcha a partir de las escuchas de radio de Robert Rowlands. También la prensa dejó de informar sobre el caso, y la radio y la televisión cesaron la emisión de las grabaciones de las conversaciones entre los ladrones que buscaban reconocer sus identidades. De un día para otro, la sospecha del posible robo en marcha desapareció de la actualidad londinense. Hasta que se supo de la certeza del atraco.

Tanto el Daily Mirror como el Daily Telegraph han llegado a mantener que las autoridades británicas emitieron lo que se conoce como una D-notice (Defence Notice u ‘orden mordaza’), que alegando a razones de seguridad nacional, solicitaba de forma bastante tajante a los medios de comunicación que cesara toda cobertura del robo. También los inspectores de Scotland Yard recibieron órdenes concretas sobre cómo actuar para no entorpecer a una supuesta investigación en curso sobre el particular a cargo de instancias superiores, supuestamente el MI5. Hubo quejas por parte de algunos de ellos pero la causa de la seguridad nacional volvió a esgrimirse como justificación inexpugnable.

El propio Robert Rowlands ofrecía años después como explicación –siempre desde su punto de vista- el intento por parte de la policía de ocultar su incompetencia al haber tardado en reaccionar con las escuchas y ser incapaces, pese a todo, de localizar el banco que estaba siendo asaltado. El radioaficionado aseguró durante una entrevista que dos inspectores le amenazaron con demandarle por escuchar una estación de radio sin licencias si llegaba a hablar del caso con alguien en cualquier ocasión.

Otras teorías, sin embargo, apuntaban bastante más alto. Uno de los participantes del robo, que sirvió de fuente para la película de Roger Donaldson El gran golpe (2008), que narra su propia versión de lo ocurrido, aseguró en varias entrevistas que en una de las cajas de seguridad se toparon con un libro de contabilidad con anotaciones de sobornos a diversos miembros de la policía metropolitana. Esos pagos habrían sido realizados por un mafioso involucrado en el negocio de la pornografía ilegal. Aunque nunca se probó la existencia de aquel cuaderno, sí que se produjeron una serie de sonadas renuncias entre conocidos cargos policiales de dudosa reputación en los meses siguientes al robo.

Ese hecho entronca con otro que señalaría a los detenidos y encarcelados como meras cabezas de turco, quedando en libertad los auténticos cerebros del golpe, no ya por su pericia para evadir a las fuerzas del orden público sino por las excelentes ‘cartas’ que tenían en sus manos para negociar. Una de esas jugadas sería dicho cuaderno de sobornos, entregado a unos inspectores a cambio de la libertad.