La investigación giraba en torno a la idea de si el poder era, de por si, corrupto y si esta era la causa de que muchos líderes desarrollaran este tipo de conductas. Para poder responder a estas cuestiones el profesor Antonakis puso en marcha un juego con participantes de diferentes perfiles escogidos al azar a los que hacía asumir el rol de líder y con el que demostró que, a pesar de la personalidad de cada uno, la sensación de supremacía les llevaba a tener conductas antisociales y a tomar decisiones a favor de uno mismo, destruyendo el supuesto bienestar público del grupo.
Un rasgo destacable del experimento fue que a pesar de que todos los participantes se mostraron en las encuestas previas a favor de opciones pro-sociales, sentirse por encima les llevaba a incumplir sus propios principios. Los comportamientos corruptos que surgían de ellos por la sensación de poder se agudizaban todavía más en aquellos perfiles con niveles más altos de testosterona, convirtiéndolos en figuras todavía más egoístas.
Más allá, con este estudio el equipo de expertos en comportamiento pudieron estudiar la estructura de las instituciones y cómo se ubican los líderes dentro de un grupo. De esta forma, concluyeron que los líderes prefieren ser discretos y tener autonomía para poder tomar decisiones lo que, a veces, provoca que todo ese poder termine por subírseles a la cabeza.