En 1990, Martin Scorsese estrenó una de sus películas más populares, ‘Uno de los nuestros’, uno de los mejores y más duros retratos de la mafia neoyorquina en la gran pantalla. Lo interesante es que buena parte de lo que se cuenta en ella es real, incluido el episodio del golpe a la terminal de carga de la compañía aérea Lufthansa, en el Aeropuerto Internacional JFK de Nueva York, ocurrido en 1978. Ray Liotta interpretaba en aquella película a Henry Hill, un mafioso que tomó parte en aquel robo y que más tarde entraría en el programa de protección de testigos. Plasmó sus vivencias delictivas en un libro que serviría de base para el guion, donde daba todos los detalles del robo.
La policía no tuvo demasiadas dudas sobre cómo se había desarrollado el golpe ni sobre los integrantes de la banda. Sin embargo, jamás se pudo recuperar un solo centavo y sólo hubo un detenido, un mero cabeza de turco. Lo que se sí se registraron a lo largo de los meses y años que siguieron al atraco fue una serie de muertes que acababan siempre relacionadas de algún modo con el caso Lufthansa. Cada vez que alguien abría el pico, que aparecía una evidencia o que se arrepentía alguno de los implicados, un nuevo cadáver era encontrado en cualquier callejón de Nueva York. Más de un crimen sin resolver de aquellos días se adjudica a los implicados en el robo. Y es que el golpe estuvo orquestado por elementos relacionados con uno de los grupos mafiosos más peligrosos de Nueva York, la familia Lucchese, que no estaba dispuesta a dejar ningún cabo suelto.
Era un lunes, 11 de diciembre de 1978. Hacia las tres de la mañana el personal de la terminal de carga de Lufthansa en el aeropuerto Kennedy se tomaba su habitual descanso para relajarse con unos sándwiches y algo de café en un comedor en el que se reunían todos, incluido el guarda de seguridad. A esa hora, una furgoneta aparcó ante la terminal y de ella descendieron cinco hombres vestidos de negro, cubiertos sus rostros con máscaras de esquí. Accedieron a la terminal forzando las cerraduras, introdujeron el furgón y cerraron la persiana metálica. Mientras tanto, un Buick estacionaba en el aparcamiento de la terminal con dos ocupantes que aguardaron en el interior.
Billetes de curso legal
Los cinco asaltantes reunieron a todos los agentes de aduanas presentes en la sala, junto al guarda de seguridad, y los obligaron a punta de pistola a tumbarse boca abajo. Después sentaron al director de planta en una silla, apoyaron una escopeta de cañones recortados en su pecho y le advirtieron que tenían a su familia retenida –lo que era falso–, y que debía colaborar. El hombre accedió y abrió la cámara acorazada. Los asaltantes cargaron en la furgoneta hasta 72 cajas de unos 7 kilos de peso cada una, repletas, además de algunas joyas, de billetes no consecutivos. Se trataba de dólares americanos cambiados en Alemania por turistas, diplomáticos y personal militar. Todos billetes de curso legal que habían acabado en bancos y oficinas de cambio de la Alemania occidental. Dinero imposible de rastrear. Alrededor de seis millones de dólares en total (equivalente a unos 20 en la actualidad).
Lo que el líder de la banda no llegó a saber nunca fue que cuando los ladrones que aguardaban en el interior del Buick atraparon a dos empleados que trataban de huir, ambos iban con el rostro descubierto. Además, dio la casualidad de que uno de los trabajadores era un especialista en coches, y no le resultó difícil reconocer y memorizar los detalles tanto del coche como de la furgoneta.
Terminado el trabajo, la banda dejó a todos los rehenes esposados y amordazados y se dio a la fuga. La policía recibió el aviso a las cuatro y media de la madrugada. Aún no podían saber que acababa de cometerse el robo más grande la historia del país, pero tardaron poco en llegar a la conclusión de que el trabajo había sido organizado desde el interior.
Uno de los suyos
Dentro de Lufthansa había un topo; en realidad, dos. Louis Werner era un empleado de la compañía y ludópata con eternos problemas de deudas. Debía cerca de 200.000 dólares a varios corredores de apuestas y no sabía cómo salir del problema. De hecho, Werner ya le había dado un palo a la Lufthansa un par de años antes, robando un envío de marcos alemanes por valor de 22.000 dólares. Para llevar a cabo el golpe contó con la complicidad de Peter Gruen- wald, responsable en el aeropuerto JFK de controlar los cargamentos enviados al extranjero. En vista del éxito de aquella experiencia y de sus nuevos problemas económicos, Werner le propuso a Gruenwald un nuevo trabajo, ante lo que su compañero aceptó con una sola condición: esta vez debía de ser algo realmente grande, un ‘palo’ por el que mereciera la pena jugarse el pellejo. Ascendido a supervisor poco tiempo atrás, Werner podía reunir con facilidad un plano detallado de las instalaciones, los horarios del personal y hasta un croquis con el funcionamiento exacto del sistema de alarmas, así que contaban con toda la información necesaria.
Pero una cosa era tener la idea y otra muy diferente ser capaces de reunir una banda y llevarla a la práctica. Y como la necesidad de fondos era acuciante, lo que a Werner se le ocurrió para ganar tiempo fue ofrecerle el trabajo a uno de sus principales corredores de apuestas a cambio de saldar parte de la deuda. De este modo, se llevaría un porcentaje como cerebro y por la información interna, y además, de paso, salvaría el pellejo.
El corredor en cuestión era Martin Krugman, un tipejo con ínfulas de matón pero poco respetado en realidad. Krugman revoloteaba siempre alrededor de elementos mafiosos que se aprovechaban de él (En Uno de los nuestros, Krugman se convierte en Morris Kessler, el tipo que vende peluquines). Uno de sus garitos ha- bituales era el Robert’s Lounge, un local propiedad del mafioso Paul Vario, donde solían parar sujetos peligrosos como el citado Henry Hill o su mentor, Jimmy Burke (encarnado por Robert De Niro en la película). Krugman corrió con el soplo a Hill, con quien tenía más confianza, y éste lo dejó todo en manos de Burke, que se encargaría de coordinar la operación.
Henry Hill y Jimmy Burke le expusieron el proyecto a Paul Vario y éste les dio su bendición a cambio del pellizco correspondiente. Por su sangre irlandesa, ni Hill ni Burke eran miembros oficiales de la Cosa Nostra, pero sí que trabajaban para ella a las órdenes de Vario, que sí era un capo importante de la familia Lucchese.
Aunque en la película sea el personaje de Henry Hill el que acapara el protagonismo, en el golpe a la Lufthansa el rey fue Jimmy Burke, Jimmy ‘el Caballero’, como le apodaban no tanto por su aspecto como por su comportamiento, al ‘comerse’ con tan solo 18 años cuatro añitos de prisión y varias palizas policiales, sin llegar nunca a delatar a los mafiosos para los que trabajaba cobrando cheques falsos.
Burke reunió una banda con sus compinches habituales, además de un hombre impuesto por la familia Lucchese. El gran error que desencadenaría la tragedia vino de la mano de Stacks Edwards, un músico de blues habitual del Robert’s Lounge, donde solía trabajar también como recadero y chófer. Burke lo fichó para que consiguiera la furgoneta, la condujera y se deshiciera de ella al acabar el trabajo, llevándola a un desguace de Nueva Jersey para hacerla chatarra.
En lugar de ello, una vez se desarrolló el golpe antes descrito, Stacks Edwards decidió que haría su parte al día siguiente. Así que se fue a su casa, en el centro de Brooklyn, y aparcó la furgoneta robada en una zona prohibida. No contento con ello, se olvidó en la guantera la cartera del director de planta de la Lufthansa, y por supuesto, dejó también para el día siguiente la limpieza de sus huellas por todo el vehículo. Para rematar su sentencia de muerte, Edwards se presentó al día siguiente medio borracho en el Robert’s Lounge y comenzó a alardear ante conocidos y extraños de lo rico que sería en cuanto se repartiera el botín.
El primer cadáver
Aquel cúmulo de errores puso a la policía tras la pista de un integrante tras otro de la banda. Y cuando ese nombre se filtraba, los sicarios de la familia Lucchese se encargaban de adelantarse y asegurarse de que no pudiera decir una palabra. El imprudente músico de blues fue el primero: amaneció la mañana siguiente a la fiesta con seis tiros en la cabeza. Fue la primera de varias fichas de dominó que irían cayendo a golpe de calibre 38, desconcertando por igual a la policía y a los habitantes de la ciudad de Nueva York.
El siguiente en caer fue Marty Krugman, el corredor de apuesta que recibió el soplo, y a quien el cerebro del mismo, Jimmy Burke, hacía tiempo que se la tenía jurada. Krugman también cometió el error de alardear en público de su nueva fortuna, y aquello le costó la vida.
Uno tras otro, tanto implicados en el golpe como socios de éstos, comenzaron a desaparecer. Unos pocos amanecieron fiambres, y de la mayoría se dijo que se había largado con su goomara, su amante, lo que en lenguaje de la mafia venía a ser un eufemismo para decir que estaba en el fondo del Hudson con zapatos de cemento.
El hombre al frente de la investigación del caso fue Edward A. McDonald, ayudante del Fiscal General de los Estados Unidos. Según él mismo explicaría años después, nunca hubo ningún misterio sobre quién había cometido el atraco. Tenían soplones de la familia Colombo y Lucchese que habían delatado a Burke y a los suyos a las pocas horas de haberse cometido el robo, y los propios secuestrados de la Lufthansa, tras ver las fotografías oportunas, confirmaron las identidades de los ladrones que se descubrieron la cara.
Sin rastro del dinero
Estaba bastante claro quiénes eran los responsables del delito, pero no había ni rastro del dinero. El FBI colocó micros y se resistió a detener por cualquier causa menor a ninguno de los implicados que estaba en libertad condicional; necesitaban seguirlos, escucharlos, y tratar de conseguir alguna pista sobre la localización del botín (un tiempo precioso para que los sicarios pudieran adelantarse y acabar con el sospechoso en cuestión).
A quienes sí detuvieron fue a los trabajadores de Lufthansa, Louis Werner y Peter Gruenwald. El primero aguantó el tipo, pero Gruenwald acabó señalando a su compañero como responsable de la idea original. Aquella declaración sirvió para condenar a Werner, el único inculpado oficial por el robo durante varias décadas. La tarde que el juez dictó sentencia, otros dos implicados en el golpe aparecieron en un Buick con sendos tiros en la cabeza, y aún deberían descubrirse seis cadáveres más con el paso del tiempo.
Sólo uno de los participantes en el robo, Vincent Asaro, sobrevivió a la cascada de ejecuciones, y en enero de 2014, a los 78 años, se había convertido en líder de la familia Bonano. Asaro fue detenido por el FBI bajo diversas acusaciones, entre ellas, su participación en el robo de Lufthansa o el asesinato de Paul Katz, en 1969, al que presuntamente mató con una cadena de perro, por orden de Jimmy Burke, ‘el Caballero’, después de descubrir que era un informador de la policía. Tras un juicio largo y muy mediático, el juez le declaró no culpable del robo de Lufthansa. Y tampoco él, durante el desarrollo de la causa, logró información alguna sobre el paradero del botín.