La economía volverá a ser un eje fundamental en la nueva legislatura que se abre estos días en España, donde aparecen muchos deberes en el horizonte. Aún le faltan muchas cosas para que se logre alcanzar una economía más resiliente y moderna según los parámetros a los que apunta la nueva década de 2020. Parafraseando el Ulises de James Joyce, “ya que no podemos cambiar de país, cambiemos de tema” y analicemos qué precisa la economía española sin introducirnos en la ausencia de resolución política.
La última crisis fue una purga a medias. Se realizaron algunas reformas –entre las que cabe destacar las referidas al mercado de trabajo, a la contención relativa del déficit o al sector bancario– que dieron un marchamo distinto a la creación de empleo y reforzaron la credibilidad. Pero el frenazo reformista ha sido evidente en los últimos años. De momento, no ha impedido que se haya crecido de forma más o menos continua y por encima del promedio europeo. Sin embargo, se afronta una desaceleración que tiene, por un lado, tintes de corrección cíclica inevitable y, por otro, de advertencia. En lo que se refiere a la velocidad de la corrección, la previsión de consenso que elabora Funcas es que el PIB avanzará un 2% en 2019 y un 1,6% en 2020. En cuanto a la advertencia, la idea es que el momento de asentar los pilares de la economía es en la fase expansiva. Con ello, se logra estar mejor preparados para cuando vengan momentos más complicados. Esa labor arquitectónica cuenta, desde hace tiempo, con muchas telarañas. Por lo tanto, no es sólo cuestión de mirar el velocímetro sino también al navegador.
La ruta la marca el sentido global de la economía y la disrupción tecnológica. El nuevo reto de esa globalización es más digital, más verde y responsable financieramente. En primer lugar, con avances en materia de investigación y digitalización se construyen sociedades más competitivas, con empleos productivos y servicios públicos sostenibles. En segundo lugar, proteger el medioambiente tiene que ser ya un mecanismo transversal y así comienza a observarse, de forma desigual, en muchos sectores (desde el automovilístico hasta la banca). Tercero, la sostenibilidad financiera es el termómetro que mide la capacidad de transformar con credibilidad las cuentas públicas.
Un diagnóstico general señalaría que España no destaca particularmente en estos tres ejes de las economías avanzadas de las próximas décadas. En materia de digitalización se ocupan puestos modestos, alejados de los países más avanzados.
La inversión pública en investigación apenas llega a un 1,4% del PIB, prácticamente la mitad del esfuerzo en este campo que realizan los países más punteros. A pesar de que el gasto en I+D ofrece retornos y riqueza a largo plazo que multiplican con creces la inversión inicial, en España se deja sin ejecutar la mitad del presupuesto en innovación, lo que se debe a una organización burocrática francamente mejorable.
En materia medioambiental, nuestro país, anfitrión de urgencia de la Cumbre del Clima en Madrid, ha avanzado algo en la incorporación a la agenda política de los objetivos de desarrollo sostenible de la ONU para 2030. España se pierde en tratamientos ambientales muy distintos dependiendo de las políticas de gobiernos municipales. No hay una orientación generalizada o común y son frecuentes los tirones de orejas desde Bruselas por ello.
En lo que se refiere al déficit, cumplimos apretadillos los objetivos planteados ante la UE pero la deuda sigue bordeando ese 100% del PIB que sugiere que, para apuntalar la credibilidad del país a largo plazo, habrá que hacer un gran esfuerzo de eficiencia en el gasto y gestión administrativa. Y lograrlo, además, con una población cada vez más envejecida y lo que esto supone para contratos intergeneracionales como las pensiones. A pesar de ser un tema urgente, no parece existir apetito político para un debate de mayor calado sobre la sostenibilidad de las pensiones en el largo plazo. No es el único tema, pero quizás sí el más preocupante.