Hubo un tiempo no tan lejano, antes de que la ‘globalización’ llegara de lleno al sector cervecero y de que el movimiento craft hiciera ponerse las pilas a las grandes marcas, en el que los habitantes de cada lugar defendían la cerveza que allí se producía casi con la misma fiereza y pasión que a su equipo de fútbol local. Por eso, por ejemplo, en Madrid era impensable beber otra cosa que no fuera Mahou, en Cataluña reinaba Estrella Damm y Cruzcampo estaba presente en todos y cada uno de los bares de Despeñaperros para abajo. Y precisamente la de esta última marca es una historia de ambición e innovación que la ha permitido conquistar nuevos territorios, tanto puramente físicos (traspasando las fronteras andaluzas) como conceptuales (yendo mucho más allá de la lager de toda la vida).
Sevilla tiene un sabor especial
La centenaria Cruzcampo surgió del sueño de dos de los hermanos Osborne, Tomás y Roberto, en los albores del s. XX, cuando se propusieron elaborar una cerveza ideal para el clima cálido del sur. Con ese propósito se trasladaron a Sevilla, donde la calidad de sus aguas se asemeja en composición a las del río checo Pilsen, que da nombre a este tipo de cervezas. Así que establecieron su fábrica en el barrio de Nervión, en unos terrenos anexos al Templete de la Cruz del Campo, que posteriormente bautizaría a la marca. Y sería en 1904 cuando se descubrió una cepa de levadura única, que dota a esta cerveza –desde entonces y a hasta ahora– de su característico sabor, ese que cuenta con tantos seguidores como detractores y que aún hoy es motivo de acalorados debates, codo en barra, entre unos y otros.
En aquellos primeros años, la fábrica contaba con 200 trabajadores y una alta producción diaria que iría progresivamente en aumento, lo que hizo que se crease una red de distribución propia, utilizando carros de caballos para el transporte por las ciudades andaluzas y llegando también por mar a las Canarias y al norte de África. Comenzaba la expansión.
Y una marca que estaba poniendo ladrillo a ladrillo, y caña a caña, los cimientos para su continuo crecimiento, necesitaba un símbolo que la representase allá donde fuera. Y así precisamente nació Gambrinus en 1926, un personaje de la mitología germana que encarnaba el ingenio y la pasión por la elaboración y la maestría cervecera, algo que –según los responsables de la compañía– casaba a la perfección con su espíritu y que fue adaptado en la inconfundible y amigable figura que, jarra de cerveza en mano, acompañaría al devenir de Cruzcampo hasta nuestro días.
Pero más allá de esta estrategia de branding –palabreja que, por supuesto, no existía en aquellos lejanos días–, los esfuerzos de Cruzcampo se encaminaron hacia la innovación logística. Así, en 1928 se comenzaron con éxito los ensayos para el cultivo de lúpulo en la provincia de León que hoy ha alcanzado un gran reconocimiento mundial. Otra de las claves de su éxito la encontramos en las mejoras tecnológicas que empezaron en la década de los cuarenta, como el embotellado rápido y la automatización, que elevaron la producción.
Este crecimiento hizo que la compañía adquiriese los terrenos vecinos a su fábrica a comienzos de los cincuenta y que, una década más tarde, continuara optimizando su proceso de producción a través de nuevas mejoras. Además, se desarrollaron cultivos propios de cebada cervecera en Sevilla, que más tarde se extenderían a Granada, Extremadura y Castilla-La Mancha. Otras pruebas de su decidida apuesta por la innovación son que en esta época comenzó a funcionar su departamento de investigación y calidad o que ya en los setenta se lanzara Cruzcampo SIN, su primera cerveza sin alcohol y una de las pioneras del mercado español.
Los buenos nuevos tiempos
Los años noventa comenzaron repletos de acontecimientos con proyección universal, como la Expo de Sevilla de 1992, donde Cruzcampo contó con una microcervecería en su propio pabellón, o el Mundial de Fútbol de Estados Unidos de 1994, donde la marca se estrenó como cerveza oficial de la Selección Española. Pero especialmente trascendental fue 1995, cuando se creó la Fundación Cruzcampo para fomentar el desarrollo del talento joven, la cultura y la hostelería de Andalucía.
Los nuevos tiempos trajeron consigo interesantes novedades que hicieron avanzar aún más a la marca. Así, en 2001 se lanzó Cruzcampo Glacial, un sistema que permite servir la cerveza a su temperatura ideal, entre 0 y -2 ºC; un año después de la celebración de su centenario, en 2006, se inició la construcción de su nueva fábrica en Sevilla, referente en innovación y modernidad; y en los años siguientes verían la luz nuevas referencias como Gran Reserva, Radler y Cruzial, además de una nueva 0,0 y una variedad sin gluten.
Las últimas en llegar son APA, IPA y Trigo, una nueva gama dedicada a los más exigentes y con la que la compañía continúa su camino en estos días de bendita competencia entre marcas y guerra de innovación. Una batalla en la que Cruzcampo no está dispuesta a ceder terrero y en la que ya hay un vencedor indiscutible: el consumidor, que cada vez tiene al alcance de su boca nuevas y mejores cervezas. Brindamos por ello.