La noche del 26 de abril de 1986 dos explosiones hicieron saltar por los aires uno de los cuatro reactores nucleares de la central nuclear de Chernóbil en Ucrania. La explosión emitió una radiación 100 veces superior a la de las bombas atómicas lanzadas sobre Nagasaki e Hiroshima. Fue el mayor accidente nuclear de la historia. Mató a 31 personas en el acto y otras miles más murieron posteriormente. Un trágico accidente que sirvió, no obstante, para despertar conciencias en torno a un concepto: la cultura de seguridad y salud. Bajo este escenario toma impulso a finales de los años 80 la conceptualización de los riesgos psicosociales en el puesto de trabajo, es decir, aquellos con potencial para causar daños psicológicos o físicos. El mismo año de la explosión en Chernobil, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) daba cobertura a las situaciones en las que se percibía falta de seguridad en el puesto de trabajo, mala utilización de habilidades, así como a posibles conflictos con las autoridades o la desigualdad de salario, entre otras.
Con los rápidos avances tecnológicos –la digitalización, la robótica y la utilización de la nanotecnología– las estructuras laborales han experimentado cambios profundos tan intensos que estos factores de riesgo han quedado obsoletos. “No solo han cambiado las condiciones del trabajo a lo largo del tiempo, también lo ha hecho la naturaleza misma de los riesgos”, reflexionaba el director general de la OIT Guy Ryder. Y es que la Cuarta Revolución Industrial, que ofrece multitud de ventajas, plantea nuevos y crecientes perjuicios para la salud física, social y mental de los trabajadores.
El tecnoestrés –adicción a la tecnología y sobrecarga de trabajo–, el aislamiento por la falta de interacción social o el estrés ante la constante actualización requerida a los empleados son solo algunos de los problemas de salud asociados a la nueva organización del trabajo. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) los trastornos por depresión y por ansiedad son problemas habituales que afectan a la capacidad de trabajo y la productividad. Más de 300 millones de personas en el mundo sufren depresión y cerca de 260 millones padecen trastornos de ansiedad.
“El uso de la tecnología es de gran utilidad, pero tiene una cara negativa y un efecto pernicioso sobre las personas”, explica a Forbes Francisco Díaz, profesor titular de la Facultad de Recursos Humanos de la Universidad de Granada. Ha propiciado la evolución hacia puestos de trabajo más avanzados y eficientes simplificando y abaratando procesos de producción. El progreso de las últimas décadas ha favorecido, además, la comunicación rompiendo barreras como la distancia o la inaccesibilidad. No obstante, es necesario abandonar una postura naif al respecto. Existen ámbitos que vigilar: la dependencia que genera sobre los trabajadores, las continuas actualizaciones y sofisticación de los procesos que ocasiona, un continuo estado de activación permanente y, consecuencia de los anteriores, las modificaciones que éstas provocan sobre nuestra cultura laboral. Es la incertidumbre de la que ya ponía sobre aviso el sociólogo estadounidense Richard Sennett en su libro La corrosión del carácter. Es necesario asimilar que el trabajo como lo entendíamos a finales del siglo XX –con rutina estable y proyección lineal– ha desaparecido.
Desconexión digital
Mención especial merece la llamada ‘economía de plataformas’. Nuevos empleos, como destaca la OIT, que a menudo se asemejan al de una época previa a la introducción de la legislación y la organización de la mano de obra a finales del siglo XIX. Los ‘jornaleros digitales’ carecen de prestaciones contractuales tradicionales, como vacaciones o bajas por enfermedad. Tampoco cuentan con equipamientos en materia de seguridad, ya que en muchos casos ellos son responsables de su propio seguro laboral.
Es, además, en este tipo de puestos donde se observa una tendencia cada vez mayor a controlar a los trabajadores en sus quehaceres diarios mediante el uso de GPS, e incluso microchips implantados, que les genera sensación de inspección continua y de falta de confianza. En muchos casos, su única salida pasa por alargar la jornada laboral. Escenarios que explican el hecho de que aproximadamente un tercio de la fuerza de trabajo en el mundo (36,1%) trabaje de forma habitual más de 48 horas por semana.
Antes de 2009, charlar con familiares o amigos a través del móvil se limitaba a la llamada y, sobre todo, los mensajes cortos, los SMS. Hábitos que hoy, una década después, están prácticamente en desuso. Ese año, Jan Kuom y Brian Acton, ambos antiguos trabajadores de Yahoo, revolucionaron el devenir de la comunicación con la creación de la aplicación móvil Whatsapp. A partir de entonces, con solo disponer de internet y sin costes de envío los usuarios mantienen contacto con sus seres queridos, sus compañeros de trabajo y… con su jefe.
El primer impacto lo sufrieron los competidores directos del mercado: los ingresos por SMS en un año descendieron más de un 20%, según datos de la Comisión Nacional de la Competencia (CNMC). Los usuarios tardaron más en comprender que la conectividad sin límites llevaba aparejada a su vez impactos perniciosos. Hoy sabemos que es la ventana por la que entra, además de las conversaciones insufribles de ciertos grupos, el trabajo a casa. “El problema no está solo en que ahora disponemos de los medios técnicos sino, sobre todo, en que los remitentes esperan en todo momento respuestas inmediatas generando una presión de disponibilidad permanente”, destaca a Forbes el profesor Francisco Díaz.
Una de las novedades decisivas para la organización del mercado laboral ha sido la ‘virtualización’ del trabajo. El incremento de la flexibilidad laboral, la libertad de horarios, la plena disposición o el teletrabajo han desdibujado la línea divisoria entre el empleo y la vida personal. La capacidad de la tecnología, de permanencia en el tiempo, hace que se ‘contamine’ con tareas laborales toda la actividad diaria. Por medio de los smartphones muchas personas inician de facto su jornada laboral al despertarse –consultando el correo o información, leyendo dosieres o documentos–, permanecen enganchados todo el día –incluso a la hora de comer– hasta que se acuestan a dormir, eso sí, tras revisar de nuevo sus dispositivos.
Una encuesta realizada por la consultora PageGroup confirma que un 78% de los trabajadores utiliza el dispositivo móvil fuera del horario laboral y 3 de cada 5 personas responden a correos del trabajo y hacen llamadas comerciales en su tiempo libre. José Moisés Martín Carretero, miembro del colectivo Economistas Frente a la Crisis, mantiene que la tecnología tiene que respetar determinados límites porque los derechos sociales que teníamos “no están preparados para los retos actuales”. Y añade, “hay que volver a situar los derechos de los trabajadores en el centro del debate”.
Para contrarrestar la creciente presión pública, los gigantes corporativos se han movido con el objetivo de mitigar el daño y reducir los efectos negativos en la salud de sus empleados. Axa, la aseguradora francesa, fue la primera en España en reconocer el derecho de sus trabajadores a desconectar el móvil fuera de su horario a través de convenio. Ikea, Banco Santander e incluso Telefónica se han unido a ella en los últimos meses. El presidente ejecutivo de la multinacional, José María Álvarez-Pallete, reconocía que “no todo lo que la revolución tecnológica nos trae es aceptable. Como compañía tecnológica es un buen momento para decir que [en aras de] el derecho a vivir y tener una vida personal […] es bueno marcar pautas para marcar el derecho a la desconexión digital”.
El decepcionante bienestar general
Los cambios tecnológicos han seguido un patrón común a lo largo de la historia: han puesto a disposición de gran parte de la población productos y servicios que hasta el momento estaban reservados a unos pocos. Así fue con la producción en masa del sector textil durante la Primera Revolución Industrial, el transporte colectivo y la electricidad durante la Segunda Revolución Industrial o los avances en medicina, en el siglo XX. En la actualidad, las nuevas tecnologías nos sitúan en un momento inmejorable para enriquecer la vida de la gente. Lo que sucede es que la productividad –clave en el avance de los estándares de vida de los ciudadanos– está estancada. Pero, ¿a qué se debe esta evolución tan decepcionante? La respuesta más sostenida por la mayoría de los entendidos es que no todos los actores están usando los medios disponibles con la misma intensidad.
Según los estudios de CaixaBank Research, en los últimos años el crecimiento de la productividad se ha desacelerado de forma notable y generalizada en la mayoría de las economías. Así lo apuntalan los datos de la Conference Board –la más importante organización mundial de investigación y asociación empresarial–, que reflejan una desaceleración dramática de la productividad laboral o, lo que es lo mismo, lo que cada trabajador puede producir durante una hora. La productividad laboral mundial ha pasado de crecer un 2,6% anual en el periodo 1996-2007 a un 1,8% en el periodo 2013-2016. Esta desaceleración tiene un impacto directo sobre el bienestar de las personas: actualmente los estadounidenses estarían ganando el equivalente a 7.450 euros más al año si el crecimiento de este indicador no se hubiera ralentizado.
Clàudia Canals, economista de CaixaBank Research, afirma a Forbes que hay un amplio debate entre los economistas para dar explicación a este hecho. Uno de los probables condicionantes es que nos encontremos “en una fase de transición en la que algunas empresas –sobre todo de menor tamaño– y consumidores todavía estén aprendiendo a utilizar las nuevas tecnologías”, apunta Canals. Un proceso de aprendizaje que ya hace años superaron compañías como Amazon, Apple, Alibaba, Google, Facebook… las llamadas ‘superestrellas’. Este tipo de empresas que, según el think thank de la consultora Mckinsey, representan el 10% del total de compañías, pero generan el 80% de los beneficios económicos del mundo, concentran la mayor parte del avance de la productividad mundial gracias a sus elevados niveles de digitalización, de empleados formados y de innovación.
Pero si la adopción no es uniforme entre empresas tampoco lo es entre trabajadores. La OCDE advierte en el informe ¿Cómo es la vida en la era digital? de un ensanchamiento de la polarización del trabajo en las últimas décadas. El requerimiento de empleos altamente cualificados –con altos salarios– y los ligados a los servicios –peor pagados– ha crecido un 25% y un 27%, respectivamente.
Sin embargo, se observa una disminución de la demanda de profesionales de habilidades medias, donde el descenso supera el 20%. “Los cambios asociados a la revolución digital han favorecido a los trabajadores mejor preparados y a sus remuneraciones, que ya eran, de entrada, de las más altas”, explican a Forbes los economistas de CaixaBank.
Esta situación genera desigualdades difíciles de revertir. El citado miembro de Economistas Frente a la Crisis concluye que “los trabajadores van a estar clasificados en función de la importancia que hagan de los avances tecnológicos en su puesto de trabajo. Eso es preocupante porque aumenta la desigualdad”. Los empleos asociados a la tecnología, salvo los de unos pocos, son cada vez menos seguros y peor pagados, y dejan a sus trabajadores con menores probabilidades de recibir prestaciones sociales. Por eso, para reducir la brecha salarial, no solo es clave avanzar en políticas educativas, también lo es propiciar un marco laboral y social que proteja realmente al trabajador y que facilite la reinserción al nuevo y cambiante mercado profesional.
Educación, valores y autocontrol
Ryan Avent, especialista en historia económica y editor de The Economist, recuerda en su libro La riqueza de los humanos que a principios del siglo XIX pocas personas estaban preparadas para la vida en la oficina. La mayoría de la población activa estaba acostumbrada a la tosca vida rural y muchos eran incapaces de leer o escribir. “Movilizar a estos trabajadores desde las granjas a la fábricas era una cosa, transferirlos de las fábricas a un cubículo era otra distinta”, destaca Avent. El quid fue la educación. Se amplió entonces, en paralelo a la industrialización, la oferta de enseñanza. Poco a poco, con nuevas destrezas adquiridas, la población impulsó un rápido crecimiento económico.
La difusión es una de las claves para conseguir que el progreso se transmita al conjunto de la economía. Son fundamentales políticas educativas “que nos preparen para ser más creativos, más sociales y emocionalmente preparados para el cambio”, subraya a Forbes Adrià Morron, economista de CaixaBank Research. Porque la rápida obsolescencia tecnológica y la devaluación continua de habilidades excluye a una parte importante de la población activa y pone contra las cuerdas a muchos otros. Su visión pasa por que las universidades “potencien estudios interdisciplinares, con programas más cortos y accesibles a todas las edades”.
También la OCDE recomienda que para mantener los elementos básicos del bienestar la ciudadanía se dote de competencias “cognitivas y emocionales”, es decir, que se les proporcione la “alfabetización digital” suficiente para valorar de forma crítica su relación con la tecnología.
“Deberemos desarrollar un proceso de maduración tecnológica que incluya comportamientos y usos más adecuados. No podemos interactuar con estos nuevos entornos tecnológicos de una manera pretecnológica”, asegura Francisco Díaz, de la Universidad de Granada. Borja Adsuara, experto en Derecho Digital va más allá. En una conversación con Forbes mantiene que, como jurista, tiene muy claro que los primeros valores en los que hay que educar “son los Derechos Humanos y el respeto a los demás. No puede haber un uso sano y saludable de la tecnología si con ella se hace daño a los demás”. En definitiva, finaliza Díaz Bretones, “un buen símil es el del buen conductor que no solo sabe manejar técnicamente un vehículo sino que también conoce y respeta las reglas, las normas sociales de conducción y el entorno”.