En ‘Crematorio’ (2007), la excepcional novela de Rafael Chirbes, uno de los cómplices del constructor sin escrúpulos Rubén Bertomeu, protagonista de la obra, le confiesa en un momento de euforia su deseo de convertirse en alcalde de la localidad de Missent (que podría representar cualquier pueblo próspero de la Costa Brava española). El poderoso empresario, sin embargo, le corrige: “No, mejor aún. Tú serás concejal de Urbanismo, que es el que pone y quita a los alcaldes”.
Si coincidimos en el poder de la competencia urbanística, sería difícil encontrar un caso de alguien tan poderoso en la historia del siglo XX como lo fue Robert Moses. Durante cuarenta años, Moses aglutinó un poder inusitado en Nueva York, influencia que empleó a conciencia para transformar la Gran Manzana en una ciudad del futuro a costa de pasar como una apisonadora por guetos y barrios históricos. Y eso que oficialmente era un hombre en la sombra, que jamás fue elegido para uno solo de los catorce cargos públicos que llegó a ostentar a la vez.
En pleno New Deal, le ayudó a asentar su figura la idea de que no se doblegaba ante ningún partido, que solo buscaba el bien común en una ciudad en la que era cada vez más alarmante el grado de corrupción política. Al neoyorquino medio le encantaba ver cómo desafiaba a la alta burguesía, que apostaba por perpetuar playas, parques y bosques privados. Por el contrario, Moses estaba decidido a levantar jardines, parques, puentes y autopistas para democratizar la ciudad haciéndola más accesible y disfrutable. Para ello, además, contaba con la financiación que lograba arrancar al gobierno de Washington y, llegado el caso, recurría incluso a la emisión de unos bonos que terminaron por apuntalar su poder.
En sus más de cuatro décadas en el ayuntamiento de la ciudad, ningún otro responsable público consiguió poner un ladrillo ni remover una palada de tierra sin el consentimiento de Moses, sin cuyo empecinamiento no hubieran lucido nunca las Torres Gemelas en el skyline de la Gran Manzana. Todo estaba bajo su control, incluso contaba con una cuadrilla de trabajadores de confianza para cuando había que ejecutar alguna obra con agilidad y diligencia antes de que llegase alguna regulación oficial que la impidiese. En pocos años Robert Moses atrajo las miradas de todo el mundo hacia la fascinante transformación que estaba experimentando Nueva York. Y cuanto más popular se volvía, más evidentes resultaban sus verdaderas intenciones.
Por y para el tráfico
Robert Moses nació en 1888 en el seno de una acomodada familia de judíos alemanes. Estudió en Yale y en Oxford, y ya en su juventud comenzó a dar pruebas de un carácter contradictorio, combinando en este caso una gran veneración por su madre y su abuela, mujeres ambas de carácter, pero renunciando a sus raíces judías hasta el extremo de reflejar maneras antisemitas.
Accedió al ayuntamiento neoyorquino a comienzos de siglo, en plena fiebre reformista auspiciada por Teddy Roosevelt. En aquel entonces Nueva York crecía de manera exponencial, aumentando su población en más de un millón de personas entre 1910 y 1920. La ciudad, sin embargo, conservaba el aspecto romántico y los servicios limitados de finales del XIX. Era necesario adaptarla al nuevo siglo, y cuentan que Moses tuvo una verdadera visión en este sentido. Frances Perkins, quien años después sería ministra de Trabajo con Franklin D. Roosevelt, fue amiga de Moses en su juventud. Ella misma narraría años después cómo, un domingo de 1914, mientras cruzaban juntos el río Hudson hacia New Jersey, Moses se detuvo y señaló el amasijo de basura y barro junto a las vías del tren que había en la orilla. “¿No te parece una tentación? ¿No podría esta orilla ser el lugar más hermoso del planeta?”, le dijo a Perkins.
Y así fue como, poco a poco, comenzaron a tomar cuerpo en la cabeza de Moses decenas de ideas que incluían enterrar las vías del tren, arreglar los muelles, crear un parque y un camino a lo largo de toda la orilla; pistas de tenis, zonas para hacer picnics y deporte… El proyecto del río de Robert Moses se alargaría varias décadas, pues no sería hasta poco después del 11-S cuando el entonces alcalde, Michael Bloomberg, inauguró el carril bici y unos accesos más adecuados que terminaron por redondear la visión original de Moses.
Pero el río era solo una parte de su ambicioso proyecto. Fiorello La Guardia era alcalde de Nueva York cuando Robert Moses accedió, en 1934, al cargo de comisionado de parques de la ciudad. Empezó por contratar a 600 arquitectos e ingenieros para incurrir en otra de las contradicciones de su vida: al mismo tiempo que abogaba por crear más espacios públicos y zonas verdes convertía en una cruzada personal hacer de Nueva York la ciudad con mejor movilidad del mundo, poniendo el automóvil por encima de cualquier prioridad de los peatones. “Las ciudades están creadas para y por el tráfico”, llegaría a manifestar.
En aquellos primeros años 30 apenas había espacios verdes en Manhattan, y el propio Central Park era una verdadero desastre. Una de las principales decisiones de La Guardia al llegar a la alcaldía fue encargarle a Moses la recuperación del icónico parque. En su biografía sobre el urbanista, el historiador Robert Caro escribió que Moses “encontró Central Park hecho una ruina, cuyas zonas de césped eran extensiones de tierra desnuda, decoradas con los parches desordenados de hierbajos, que se convertían en agujeros de polvo con el tiempo seco y en fangales con el húmedo… El hermoso parque aparentaba la escena de la mañana siguiente a una fiesta salvaje. Los bancos estaban volcados, con sus patas apuntaban al cielo”.
En solo un año, Moses ‘vistió de limpio’ Central Park y otras zonas verdes de la ciudad, replantando lo necesario y apostando por propuestas lúdicas. Para ello se construyeron diecinueve patios y doce campos de fútbol y balonmano, todo financiado con fondos del programa New Deal, así como con donaciones públicas que el propio Moses se encargaba de conseguir.
“Estar al lado de los parques es como estar al lado de los ángeles”, aseguraba, y al mismo tiempo que levantaba éstos y acondicionaba playas a lo largo de toda la costa (y artificiales en el río), también trazaba carreteras, puentes y autopistas para conectar todos aquellos espacios. Claro que había trampa: pese a lo que muchos habían pensado, Robert Moses no estaba del lado de las clases obreras, tampoco de las adineradas; estaba del lado del futuro, y el futuro, para él, era el automóvil. Por eso sus kilómetros de carreteras para conectar Nueva York con playas cercanas como las de Coney Island escondían un punto singular: los puentes ideados por Moses tenían la altura justa para que los autobuses no pudieran circular, solo los vehículos privados. La clase obrera quedaba de este modo excluida de esos destinos, mientras que aquellos que sí podían afrontar la compra de un automóvil ayudaron a disparar las ventas de Henry Ford.
Irónicamente, aquel hombre enamorado del coche nunca aprendió a conducir. Cuenta Robert Caro en su libro que Moses siempre se movía en dos limusinas: una para mantener reuniones mientras se desplazaba y la otra para recoger y devolver a sus interlocutores.
El ‘constructor maestro’
Desde que Robert Caro publicó en 1974 su biografía de Robert Moses, The power broker, el libro se convirtió rápidamente en una lectura fundamental para entender Nueva York. A través de centenares de entrevistas, el historiador describe con detalle cómo aquel encargado de parques, carreteras y viviendas de Nueva York logró transformar por completo la cara de la ciudad durante sus años en activo, entre 1924 y 1968, desafiando casi por completo el control de alcaldes, gobernadores e incluso presidentes.
Moses construyó más de mil kilómetros de carreteras que entraban y salían de Nueva York llenando de cicatrices todo el mapa de la ciudad. Al principio, de hecho, al estar las autopistas fuera de su jurisdicción (quedaban bajo control federal), las vías que trazaba eran parkways, que partían del concepto de conectar las zonas verdes para facilitar el acceso de los automóviles. Estaban planteadas como rutas recreacionales, sin división de carriles, y se diseñaban tratando de guardar la mayor conexión con el paisaje.
Pero en su avance urbanístico en pos de la modernidad Moses se llevó por delante algunos de los barrios tradicionales de la ciudad, bien arrasándolos directamente bien destrozándolos de tal manera que terminaba condenándolos a convertirse en guetos. En Manhattan Sur, por ejemplo, acabó con los vecindarios populares para dar cuerpo al proyecto que había soñado junto a David Rockefeller: el World Trade Center. Por otro lado, en el caso del Bronx, uno de los barrios genuinos del Nueva York original, Moses entró a finales de los años cincuenta con un ejército de grúas, excavadoras y dinamiteros y acabó partiendo el barrio en dos para dejar paso franco a la carretera que habría de conectar Manhattan con Long Island y New Jersey. Para ello fue necesario ‘recolocar’ a más de 170.000 personas y demoler 60.000 casas. Otra de las máximas de Moses apuntaba en este sentido: “Eliminar guetos sin suprimir gente es como querer hacer tortillas sin romper huevos”.
Si bien sus detractores cuentan con abundantes argumentos para crucificarlo, sus defensores, por el contrario, recuerdan que fue Moses quien levantó siete puentes, además del Lincoln Center, Riverside Park, Naciones Unidas –mantuvo siempre una buena relación con Le Corbusier, que dejó su sello en ese edificio–, el zoo de Central Park, las pistas de Queens donde hoy se juega el U.S. Open… y por supuesto, cientos de pequeños parques, canchas, piscinas y playas públicas. Moses se autodefinía como un mero coordinador, aunque los medios de comunicación lo llamaban “constructor maestro”. El precio a pagar por todos aquellos cambios, sin embargo, fue caro, con hacinamientos de viviendas para pobres –negros e hispanos en su mayoría–, desplazados de sus barrios originales por donde habrían de pasar sus carreteras.
Un aspecto importante, por otro lado, de su faraónico proyecto para Nueva York fue el inteligente uso que hizo Moses de la figura de la Autoridad Pública. El urbanista creó una autoridad independiente para administrar la construcción y el mantenimiento de cada proyecto. De este modo, a través de esa figura oficial cobraba un peaje por el tránsito por cada puente o carretera, ingresos que servían para financiar nuevas iniciativas o para respaldar préstamos mayores. Según describe Robert Caro, el peaje del puente Triborough, donde se entrelazaba el tráfico entre Manhattan, Queens y el Bronx, fue el principal respaldo económico del visionario proyecto de Robert Moses.
Abajo con la Penn Station
Robert Moses solo se presentó en una ocasión a unas elecciones, y sufrió una derrota estrepitosa. Fue a finales de los años cuarenta, cuando las cosas comenzaron a cambiar a su alrededor. El gobernador demócrata Al Smith, su indudable benefactor, fue reemplazado en el cargo, al igual que el alcalde Fiorello La Guardia, a quien, pese a las continuas trifulcas, Moses le tenía ya cogida la medida. Además, tras la muerte de Roosevelt, en 1945, la Casa Blanca se volvió aún más distante para él con la llegada de Harry Truman. Fue entonces cuando, contra todo pronóstico, Moses decidió presentarse por el Partido Republicano a las elecciones para gobernador del Estado de Nueva York. Las crónicas ponen de manifiesto su falta total de escrúpulos a la hora de arremeter contra su rival demócrata, Herbert H. Lehman (hijo del fundador de Lehman Brothers). Pero erró precisamente en esa política tan agresiva y al final Moses perdió aquellas elecciones por el mayor margen de la historia del Estado: más de 800.000 votos.
Por otro lado, el terror ante el diablo comunista de esa época también afectó a Robert Moses, aunque en su caso, de manera positiva. Truman aprobó un programa interestatal de construcción de vías rápidas como estrategia de defensa ante una posible invasión terrestre. En virtud a éste, sus adoradas parkways se convirtieron en autopistas, gestionadas por Moses pero controladas por Washington. En virtud de ese interés del gobierno central, Moses dio rienda suelta a su obsesión renovadora y destruyó barrios completos para dejar paso a las nuevas vías, que cada vez se acercaban más al centro de Manhattan.
Fue entonces, en la década de los cincuenta, cuando la animadversión hacia Robert Moses fue cobrando fuerza entre los neoyorquinos. Los ataques en la prensa y las protestas en las calles comenzaron a volverse algo habitual, llegando a una situación ya inaceptable a comienzos de los sesenta. Propuso, por ejemplo, conectar Brooklyn y Queens con New Jersey cruzando Manhattan con una red de autopistas por Midtown y Lower Manhattan, para lo que estaba decidido a demoler catorce manzanas de la isla. No llegó a hacerlo, pero por el contrario no le tembló el pulso a la hora de reducir a escombros uno de los grandes símbolos del Nueva York clásico, muestra exquisita de la época Beaux Arts en la ciudad: la Penn Station. El urbanista acabó con la mítica estación de trenes para levantar en su lugar el nuevo y majestuoso Madison Square Garden. Ya no era una cuestión de vecinos, acciones como aquella tocaban de lleno el corazón íntimo de todos los neoyorquinos.
Sin apoyos y cada vez más denostado, Robert Moses fue apartado en el año 1964 con un cargo simbólico, como presidente de la Feria Mundial de Nueva York. El final definitivo de su actividad llegó en 1968, cuando la fuente principal de su poder, la Autoridad del puente Triborough, fue absorbida por la Metropolitan Transport Authority. Se retiró entonces sin apenas apariciones públicas, disfrutando de una de sus grandes pasiones: la natación. Aunque Robert Caro lo devolvió a las primeras páginas de los diarios con la publicación en 1974 de The power broker, pocos volvieron a saber de Moses hasta su muerte, en 1981, a los 92 años.