Las grandes petroleras privadas del mundo tienen ahora una misión igual de importante que extraer, refinar y comercializar petróleo y sus derivados. Necesitan hacer felices a los accionistas, mantenerlos atados con regalos, seducción y dinero, mucho dinero. Por eso, los están premiando con cientos de millones de euros en dividendos y luciendo como pavos reales sus estrategias de reducción de deuda –una dieta agresiva– y diversificación. Quieren demostrar que si viene otra hecatombe del crudo, ya no volverá a sorprenderlas con todos los huevos en el mismo cesto, ni con créditos más pesados que una cruz de nazareno, ni tampoco con unos proyectos carísimos adaptados a la fe de que todo lo que sube sigue subiendo, especialmente si es un barril de petróleo.
El big oil apura los vientos favorables del ascenso del precio del crudo para premiar cuanto antes a sus propietarios, convertidos en unos caseros furiosos que quieren subir la renta de golpe después de años de crisis. Piden hoy lo que no podían pedir antes. Nadie exigía dividendos fabulosos o grandes flujos de caja que los anticipasen cuando el crudo pasaba de los 100 a los 30 dólares, que es lo que sucedió desde mediados de 2014 hasta finales de 2015, ni cuando ocurrió algo parecido desde mediados de 2007 a finales de 2008. Las heridas de semejantes cuchilladas, en ambos casos, tardaron años en cicatrizar. Sabían que se estaban jugando la supervivencia. Los caseros esperaron.
Ahora, el ‘oro negro’ está anclado firmemente en los 70 dólares y tiene expectativas de continuar subiendo durante los próximos 15 años según Roberto Cominotto, analista de renta variable del banco privado suizo Julius Baer. En consecuencia, los accionistas exigen una compensación por todo lo que han vivido aunque, es cierto, también piensan en lo que les queda por vivir. Por eso les preocupan la electrificación de la economía y los objetivos de emisiones de CO2, que van a reducir, al largo plazo, el protagonismo del petróleo frente al gas y las renovables, con mención especial a la eólica y a la solar fotovoltaica. La Agencia Internacional de la Energía estima que el 80% de la electricidad que se consuma en Europa en 2030 provendrá de las renovables.
En paralelo, hay miles de millones de euros empleados en todo el mundo en un único fin: revolucionar la capacidad de almacenamiento eléctrico de las baterías. En el momento en el que surja una innovación poderosa en ese frente, será disruptiva. El flanco más débil de las renovables es que producen y suministran discontinuamente –ni sopla siempre el viento ni brilla siempre el sol– y una revolución en la capacidad de almacenamiento acabaría en gran medida con eso. Si los huertos solares o parques eólicos guardan en una batería parte de lo que producen durante el día, podrán ofrecérnoslo durante la noche o cuando el viento no sople sin que se interrumpa el suministro.
Coches eléctricos
La revolución, muy esperada, de los dispositivos de almacenamiento también afectaría a los vehículos, entre los que irán ganando peso los que consuman mucho menos petróleo –los híbridos– y los eléctricos. El principal desafío de los coches eléctricos es que sus baterías no les permiten recorrer grandes distancias. Tienen poca autonomía. Por eso a Elon Musk, fundador de Tesla, se le da mejor hablar del futuro que del presente.
De todos modos, apuntan los analistas de Solunion, “los precios del petróleo por encima de los 75 dólares el barril, aumentan las perspectivas de viabilidad, adopción, desarrollo y financiación de energías alternativas, nuevas tecnologías y procesos de sustitución”. Ese umbral, que los expertos no descartan que se alcance este mismo año, favorecería que emerjan unos sectores a los que “los precios bajos del petróleo” forzaron a altísimos “niveles de eficiencia y un enfoque estricto en la sostenibilidad financiera”.
Las últimas dos piezas que justifican la incertidumbre de los accionistas y su demanda de más dividendos las refleja claramente un informe reciente de Goldman Sachs, que indica que los inversores tienen muchas dudas sobre la estabilidad del mercado. Sienten que, al final, están ‘vendidos’ ante las arbitrarias decisiones de abrir o cerrar el grifo del crudo por parte de la OPEP, que concentra a los principales países productores. En segundo lugar, piensan que las decisiones y caprichos de Donald Trump pueden desatar tensiones geopolíticas y comerciales que influyan en el precio del barril. La tesis sucinta sería ésta: si Trump es imprevisible, el barril también.
Pues bien, este es el contexto en el que las grandes petroleras mundiales ponen el foco en la creciente satisfacción de sus propietarios mediante tres grandes vías: el pago torrencial de dividendos, el salto olímpico de eficiencia y la diversificación a largo plazo.
Exxon Mobil ya ha aumentado su dividendo, la francesa Total ha anunciado que lo hará y BP ha reconocido que, aunque algunos analistas crean que no es el mejor momento, la opción la tienen sobre la mesa. El caso de BP es especialmente importante porque no sólo está recortando con energía la deuda, que es más o menos lo que les pasa a todas, sino que también ha tenido que hacer frente a la sanción de 1.200 millones de dólares que le impuso el Departamento de Justicia estadounidense por el vertido del Golfo de México. No es fácil reunir así dinero en efectivo para ponerlo en el bolsillo de los accionistas.
Sin embargo, es lo que las petroleras están haciendo o van a hacer después de comprobar que sólo la mitad de las que arrojaron unos resultados espectaculares en el primer trimestre vio subir el valor de su acción. Y decir espectaculares no es exagerar: Shell, por ejemplo, catapultó un 42% sus ingresos. La delgada línea que separa a los valores petroleros que suben de los que bajan puede atravesarla una política agresiva de dividendos que eleve a unas compañías sobre el resto. Y para pagarlos necesitan un flujo de caja muy caudaloso, una fabulosa riada a poder ser.
Cuando hablamos de elevar la remuneración de los accionistas por parte de las petroleras, no nos referimos a un sector que, como hicieron otros, suprimiera los dividendos durante lo peor de sus crisis. De eso nada. En general, aunque redujeron o suspendieron, para enfado de los gestores de fondos, los programas que estaban en marcha para incentivar a sus inversores con títulos de la compañía o recompras de acciones, siguieron pagando los dividendos que solían aunque tuvieran que endeudarse. Según Reuters, eso llegó a costarles a las petroleras casi 50.000 millones de dólares el año pasado.
Hacer menos con mucho menos
El salto olímpico de eficiencia que han dado y siguen dando las petroleras para agradar a sus accionistas ha tenido mucho que ver con la suspensión o abandono de proyectos arriesgadísimos, algunos de ellos en mitad del océano, con la reducción drástica de la plantilla y con el relevo de parte de los altos directivos. Básicamente, han elevado en muchos casos a las estrellas de la comercialización y de la distribución de energía de las compañías, que siempre habían estado más atadas a la tiranía de los números, y las han situado en la máxima dirección, ocupada tradicionalmente por los ejecutivos que procedían de áreas como la producción y la extracción de crudo. Estos últimos tendían a pensar más en lo que podían dar de sí los proyectos que en su coste.
El aumento de la eficiencia ha sido abrumador. Roberto Cominotto, de Julius Baer, reconoce así que “redujeron a la mitad los gastos de capital y el coste de producción”. Lo consiguieron en dos o tres años. Esto significa que, como advierte el experto, “las empresas ya son capaces de financiar inversiones y dividendos con cargo a los flujos de caja hasta con el petróleo a 50 dólares”. Luis Padrón, analista de Ahorro Corporación, pone el umbral de la rentabilidad todavía más abajo. Si antes necesitaban el barril a 100 dólares para financiar sus gastos e inversiones, ahora necesitan 50 dólares e incluso menos.
Pero esta obsesión con la eficiencia tiene sus límites. Según Goldman Sachs, nos encontramos en un período en el que los inventarios de crudo van a escasear y donde las inversiones de las petroleras en los últimos años se han concentrado en la rentabilidad casi inmediata. ¿Es el momento de seguir prescindiendo de los grandes –y caros– proyectos que podrían arrojar grandes beneficios y aliviar la escasez de la oferta dentro de algunos años? Roberto Cominotto, de Julius Baer, lanza una advertencia: “Necesitarán aumentar las inversiones pronto si quieren ser capaces de satisfacer la demanda petrolera que vendrá después de 2020”. No basta con recortar, hay que levantar nuevos proyectos.
Algunos expertos recuerdan que las empresas no se han sentado a leer el periódico desde que se estabilizó el precio del crudo el año pasado. Han comenzado a construir nuevas plantas de extracción y producción. Lo que ocurre, como afirma Enrique Arriols, director general de la Práctica de Energía del gigante asegurador Marsh en España, es que lo están haciendo con sumo cuidado, analizando con puntos y comas la viabilidad y el retorno probable de todo lo que construyan.
La tercera vía con la que las grandes petroleras quieren hacer felices a sus accionistas es, como decíamos, repartir y ampliar sus fuentes de ingresos. Así se han lanzado a una diversificación mayor en sus actividades de refinado, a una inversión fabulosa en gas y a una aproximación, rotunda e incipiente, hacia el mundo de la producción, distribución y comercialización de electricidad, muchas veces con la ayuda de las energías renovables y, en especial, de la eólica.
Una de las lecciones que les ha recordado la última crisis es que depender de la extracción y producción de crudo es depender, en último término, de los caprichos y fobias de Arabia Saudí y los países del Golfo. Además, no olvidan que, aunque suele considerarse que el petróleo se revalorizará lentamente a largo plazo, existe margen para la duda. Por ejemplo, David Navarro, gestor de Renta Variable en Andbank España, ve difícil esa subida “en un entorno de menor crecimiento económico en emergentes (los mayores consumidores de petróleo), independencia energética de Estados Unidos y cada vez mayor eficiencia en la utilización de otros recursos energéticos en Europa y en Japón”.
Claramente, la ambición y escepticismo de los mercados y la pulsión de supervivencia de los cíclopes de la energía han empezado a catapultar la eficiencia, la prudencia inversora y financiera y la diversificación de sus ingresos. Algunos de los mayores imperios empresariales del mundo, y quizás el sector más emblemático del siglo XX, están tratando de responder al desafío con una transformación histórica. Las grandes petroleras de dentro de diez años se van a parecer muy poco a las que hace sólo una década: de hecho, muchas de ellas siguen llamándose petroleras por pura convención social, porque ya producen más gas que ‘oro negro’. El ritmo del cambio es realmente vertiginoso.