No se trata de un chatbot, ni necesariamente de un terapeuta, suele ser un profesional de recursos humanos (aunque sobre esto hay discrepancias corporativistas) cuya función es precisamente la de responsabilizarse de la felicidad de la plantilla.
En el mundo anglosajón recibe el nombre de Chief Happiness Officer (CHO – ‘Responsable de la Felicidad’) y su implantación aún es limitada, con algunos reductos importantes en el sector de la innovación tecnológica. Google dispone de uno de estos profesionales, pero ninguna de las 10 mayores empresas del principal índice de la bolsa londinense FTSE 100 puede decir lo mismo, según la plataforma empresarial británica GrowthBusiness.
La razón de existir del CHO es que al igual que en el resto de la sociedad, empleados felices y motivados –al menos, razonablemente– son más productivos. Tanto es así que algunos especialistas ya están refiriéndose a esta labor como una estrategia empresarial más. Supervisando y analizando el nivel de felicidad del personal de una empresa se puede llegar a predecir y gestionar el grado de compromiso y de vinculación de sus empleados.
En 1972, en el pequeño y remoto Reino de Bután, entre China e India, su entonces monarca, Jigme Singye Wangchuck, de solo 16 años de edad, decidió sorprender al mundo, a los economistas más conspicuos y probablemente también a la industria turística con una novedad que hoy se enarbola como bandera: el término ‘Felicidad Nacional Bruta’ (FNB). El indicador se calcula teniendo en cuenta nueve parámetros: el bienestar psicológico, el empleo del tiempo, la vitalidad de la comunidad, la cultura, la salud, la educación, la diversidad medioambiental, el nivel de vida y la gobernanza.
Para algunos, aquel jovencísimo rey de un Estado con menos de un millón de habitantes, cuya economía depende de la agricultura y que ocupa el puesto 97 de la clasificación de 156 países del ‘World Happiness Report 2018’, pasará a la historia por ser el primer Chief Happiness Officer.