Seguro que todos conocemos a alguien con una historia parecida. Hace quince años esta persona era un ‘currante’ más. Tenía un trabajo estable y un sueldo, digamos, digno. Apareció entonces otro personaje en escena, el amigo ‘avispado’, el que ya lo sabe todo –sea lo que sea–, justo cuando acaba de publicarse en el diario. Ese amigo habló a nuestro protagonista de una oportunidad fabulosa. Una promoción de pisos que se vendían por ‘cuatro cuartos’ y que iban a revalorizarse en cuestión de meses por el proyecto de una boca de metro justo al lado.

Y nuestro ciudadano medio va al banco, pregunta, y el director de la sucursal le dice sonriendo que no hay problema, que con su nómina y la de su pareja, con la que ya pagan la letra del pisito en el que viven, le da el 100% de una nueva hipoteca, y también un juego de cuchillos como los que anuncian en la tele, que igual cortan un chuletón que unas zapatillas. Y nuestro protagonista siente que es él el que ahora corta el bacalao, porque es cierto que los precios empiezan a subir, tanto, que a poco que se de bien la cosa puede meterse también en un adosado en la playa que, alquilándolo unos meses al año, se va a pagar solo. Y es justo allí, en la playa, donde un vecino, ese con el que juega a veces al paddle –con la raqueta prestada de su cuñado–, va a montar un bar y que como le cae bien, que si quiere le deja entrar con unos euros. Que eso es mantequilla pura. Así que en cuestión de un par de años nuestro currante de salario medio tiene su residencia habitual, otro piso para especular, un adosado en la playa y un porcentaje en un bar que cuando abra, que aún están con los permisos porque la primera línea siempre es delicada; cuando abra, va a ser eso, mantequilla pura.

Pero el tiempo pasa, el ambiente se caldea y la mantequilla empieza a derretirse. Su amigo, el que lo sabía todo antes que nadie, parece que no se había enterado de algo sobre una burbuja. O a lo mejor sí, pero hace tiempo que no lo localiza para hablar con él. Y esa burbuja, al parecer, ha estallado. Las promotoras gastaron más de lo que podían en hacer viviendas que la gente compraba con un dinero que los bancos les daban sin respaldo alguno, y como muchos empiezan a fallar a los bancos, estos empiezan a apretar y muchas empresas tienen problemas. Y hay despidos y recortes, y otros muchos no pueden pagar el alquiler, lo que hace que los arrendadores no puedan pagar la hipoteca. Ante la falta de pagos, algunos bancos están también a punto de cerrar, aunque como eso puede agravar aún más la situación, quizás el gobierno decida rescatar con dinero público esas empresas de beneficios privados. Y así, nuestro currante, a quien con suerte rescatarán sus padres o sus suegros pensionistas, que nunca ha pisado más parqué que el de su casa, se convierte en un protagonista más de un tsunami financiero que acaba tomando envergadura de crisis internacional. Lo curioso es que es posible que su padre o su abuelo antes que él hayan vivido algo parecido.

Recurrentes e inevitables

La lectura de Breve historia de la euforia económica (Ariel, 1991), del economista canadiense John Kenneth Galbraith, resulta bastante ilustrativa para comprender que evitar una crisis económica viene a resultar un impulso tan complejo como ponerle puertas al campo. “Debe haber pocos ámbitos de la actividad humana en los que la historia cuente tan poco como en el campo de las finanzas”, explica este autor, y describe cómo todas las euforias financieras que han acabado desembocando en crisis económicas han repetido a lo largo de la historia una serie de puntos comunes a grandes rasgos: un bien empieza a subir de precio respaldado por la convicción de ser un valor seguro pase lo que pase; un cierto clima de ‘timo de la estampita’ con gente relamiéndose ante inversiones geniales gracias a lo inteligentes que son; el rechazo público a quienes ponen en duda esa oportunidad de oro, seguramente por intereses propios; y, finalmente, una preocupante falta de prudencia y memoria a corto plazo a la hora de aceptar nuevas quimeras mágicas.

Las crisis y las burbujas financieras vienen salpicando los libros de historia de una manera más o menos cíclica desde la ‘tulipomanía’ de 1637, cuando hubo gente capaz de pagar por un bulbo el precio de una casa. Después vendría la burbuja de los Mares del Sur, y más tarde el pánico de 1797, y el de 1819, y el de 1857, y el de 1873 y el de… “No nos engañemos, las crisis no son inevitables, son recurrentes”, advierte Javier Díaz Giménez, profesor de Economía del IESE. Claro que al hablar del tema, ante todo, matiza que es importante definir qué entendemos por crisis financiera, “y eso no es tan sencillo de señalar”

¿Cuántos bancos tienen que quebrar para que hablemos de crisis? ¿Cuánto tienen que caer el PIB o la bolsa? Cuando abordamos el cambio climático, podemos afirmar que la temperatura global ha aumentado porque hay parámetros previos sobre los que realizar esas mediciones y comparativas, pero una crisis financiera es algo más difícil de definir. “Siendo más laxos que científicos en el uso del lenguaje, podemos decir que se trata de episodios en los que hay problemas de crédito, o suben los tipos o quiebran los bancos, o hay corralito…”, comienza a explicarnos Díaz Giménez, y prosigue: “Bien, pues esas situaciones son recurrentes, y eso es así por el funcionamiento natural de la banca de reserva fraccionaria. Todos vivimos en un sistema en el que los créditos se fondean con depósitos a la vista y estos se prestan; esa es la manera en que la banca crea dinero. Y eso conlleva un equilibrio que puede romperse por diversas circunstancias. Por ello el sistema bancario de reserva fraccionaria es inestable en sí mismo”.

Le preguntamos también a Francisco Uría, socio responsable del sector financiero de KPMG EMA, si realmente las crisis financieras son algo inevitable, inherentes a la propia marcha de los mercados, y nos responde que “antes de la pasada crisis llegó a pensarse en el final de los ciclos pero luego comprobamos que no era real. La importancia de las políticas monetarias expansivas y su mantenimiento durante largos períodos de tiempo no ha sido suficientemente valorada. Una política monetaria ‘normalizada’, combinada con la nueva regulación financiera, las normas contables y una supervisión exigente podrían ayudar a que no suframos crisis de tanta intensidad como las del pasado”.

¡Por allí resopla

La gran pregunta de la gente de a pie, de ese amigo que todos tenemos y que se arruinó con una inversión que parecía de oro, es cómo no se ven venir estas situaciones, cómo no se aprende de la crisis anterior. “Claro que aprendes de las crisis, pero siempre regulas la crisis anterior, nunca la siguiente, porque es imposible saber cómo será la siguiente situación”, matiza Díaz Giménez, ante lo que Francisco Uría subraya que “el sector financiero global es la prueba de que aprendemos de la crisis.

Hemos mejorado la regulación para hacer las entidades más sólidas, hemos creado los nuevos instrumentos de resolución bancaria, hemos reforzado la supervisión macro y microprudencial, y tenemos nuevas herramientas como los stress tests que nos sirven para predecir el comportamiento de las entidades en un contexto de dificultad”. El socio responsable del sector financiero de KPMG EMA concluye asegurando que las lecciones aprendidas han sido sin duda muchas, pero la preocupación es que “todo lo que se ha hecho en el ámbito de las entidades reguladas pueda haber incentivado el desarrollo de servicios financieros prestados por entidades no reguladas, y de ahí pueden surgir riesgos en el futuro”.

No obstante, hay una cuestión evidente que no puede obviarse: cada juego conlleva su riesgo, y el juego económico que se practica actualmente en la mayor parte de la sociedad occidental tiene unas reglas muy precisas, reglas que a veces son incompatibles con previsiones para esas crisis. Como todo, se trata de una cuestión de elección: ¿papá o mamá? ¿estabilidad o crecimiento? “Puedes obligar a la banca a provisionar determinados tipos de créditos, que es como ponerte la venda antes de tener la herida”, explica el profesor de Economía del IESE: “Si están provisionados no hay riesgo en el caso de que los créditos se vuelvan fallidos o dudosos; no hay pérdidas, porque estaban ya cubiertas con esa previsión. Puedes endurecer la regulación y aumentar la estabilidad del sistema, pero lo vas a hacer siempre a costa del crecimiento. Lo que no vale es querer crecimiento en las expansiones y estabilidad en las recesiones”.

La desregulación, en ese sentido, favorece el crecimiento y aumenta el riesgo de la inestabilidad. A todos nos molesta tener que pasar incómodos controles en el aeropuerto, pero con ello confiamos en que sea más difícil que un ‘loco’ haga volar –con perdón– un avión. Quitar esos controles a costa de nuestra seguridad es, en esencia, lo que ocurre muchas veces en la arena financiera.

Tras la crisis de 2008, los países ricos están ahora dispuestos a pagar el precio de aumentar la estabilidad a costa de que sea más caro el crédito y de que haya menor crecimiento”, concluye Díaz Giménez: “Esa es, a grandes rasgos, la nueva regulación que se ha impuesto”. La situación actual, sin embargo, empieza a dejar entrever rasgos preocupantes, como el hecho de que la falta de empleo y de sueldos dignos siga siendo preocupante, y que sin embargo las hipotecas y los alquileres no dejen de subir. Los bancos empiezan a ‘relajar’ sus ‘defensas’, el mercado inmobiliario vuelve a crecer, hay gente que sonríe feliz porque ha podido comprarse una casa ‘pese a todo’… y todo eso podría ser un síntoma de que la burbuja está empezando a hincharse de nuevo.

Cuidado con las euforias

En enero de 2019 se celebraron varios aniversarios. El famoso concierto de los Beatles en la azotea, la muerte de Rosa de Luxemburgo, la lucha ente Edison y Lumière por la patente del cinematógrafo… Pero también un enero de hace doscientos años se produjo un evento reseñable, sobre todo porque fue el primero de una larga lista que habrían de venir: el pánico financiero de 1819, padre del Crack del 29 y abuelo de la crisis desatada en 2008, de la que aún luchamos por salir.

La economía mundial no era por entonces ajena a los desastres económicos. El primero de todos, marcado a fuego en cualquier manual del sector es lo que se dio en llamar la ‘tulipomanía’ holandesa, ocurrida en 1637. A comienzos del XVII las flores exóticas eran un símbolo de distinción, y nada más exclusivo que esa flor introducida en los Países Bajos un siglo atrás desde el Imperio Otomano y que, por razones que entonces se desconocían, sufrían variaciones en su apariencia de forma caprichosa, dando lugar a los exquisitos tulipanes multicolores.

El interés por adquirir las variedades de tulipanes más raras hizo crecer su precio hasta situaciones realmente bizarras, como ofrecer una mansión como pago por un sólo bulbo, o a cambio del salario de quince años de un artesano. Un bulbo estaba valorado en 1623 en alrededor de 1.000 florines, teniendo en cuenta que el ingreso anual medio de una persona rondaba los 150 florines. A mediados de la década de 1630 los beneficios llegaron a ser del 500%. Hasta que un día, todo lo que podía invertirse estaba ya invertido. Nadie compraba, sólo pedían saldar cuentas. Y estalló la burbuja. Los precios se desplomaron y nadie podía recuperar lo invertido, llevando a la economía nacional a la quiebra.

Algo similar ocurriría un siglo después, en 1720, con la Compañía de Los Mares del Sur y una nueva burbuja especulativa. Esta empresa gozaba de derechos comerciales exclusivos con las colonias españolas de Sudamérica y las Indias Occidentales concedidos, tras la Guerra de Sucesión Española, en el Tratado de Utrecht. A cambio de ese monopolio, la Compañía de los Mares del Sur asumió toda la deuda británica sobre los costes de la participación del Reino Unido en dicho conflicto. Teniendo en cuenta las historias que se contaban sobre las riquezas del nuevo continente, muchos inversores británicos vieron su oportunidad de hacerse de oro y se desató la consiguiente euforia inversora para hacerse con acciones de la compañía.

En poco tiempo el precio se disparó hasta las 1.000 libras por acción, claro que la bonanza no pasó de los cinco años. A comienzos de 1720 los pequeños ahorradores ya no tenían más fondos para invertir, y para agravar la situación, la Compañía de los Mares del Sur desarrolló una medida para que esos inversores pudieran comprar acciones con dinero prestado por la propia Compañía. Pero pronto comenzaron los recelos y el deseo de recuperar el dinero. Y en cuanto unos pocos empezaron a vender sus acciones, se produjo el desplome del precio. Muchos ahorradores perdieron hasta lo que no tenían, y también afectó a los bancos que se habían endeudado para especular con aquellas acciones, empujando a un buen número a la bancarrota.

No mucho tiempo después, en 1797, hubo otra crisis que por primera vez tuvo efectos a ambos lados del Atántico, cuando el Parlamento británico eximió al Banco de Inglaterra de la obligación de verificar el pago de sus billetes en metálico, al tiempo que se daba una retirada masiva de efectivo ante el temor de una invasión de Napoleón, y mientras en EE UU se daba la primera burbuja especulativa de tierras propiedad de inversores ingleses. Como conclusión, se dispararon los deudores arruinados y muchos de ellos acabaron pasando una temporada en prisión.

1819: el sistema financiero se hace mayor

Como en cualquiera de los retratos épicos filmados en Technicolor y CinemaScope, Estados Unidos andaba aún inmerso en 1819 dando forma a una nación incipiente. Tal vez por ello su sistema financiero apenas comenzaba a bostezar, y la hecatombe financiera desatada aquel año obligó a bancos de todo el país a cerrar sus puertas al ser incapaces de responder a las reclamaciones en efectivo de sus clientes.

Los salarios cayeron, los tipos de interés se dispararon y los analistas y políticos no dejaban de llevarse las manos a la cabeza preguntándose por qué había terminado tan pronto el sueño de prosperidad de la joven nación. O eso pensaban. Y es que, aunque ya hemos comentado otros grandes pánicos económicos anteriores, la de 1819 fue la primera gran crisis financiera en los EE UU, con impago generalizado de hipotecas, quiebras bancarias, desempleo y una caída en la agricultura y la manufactura.

Las causas de aquel derrumbe pueden rastrearse en distintas direcciones, pero la mayoría de los especialistas apuntan a la irresponsabilidad de un sistema financiero demasiado joven, ilusionado y confiado. Para empezar, la deuda pública se había disparado con la compra a Francia del territorio de Luisiana, por quince millones de dólares, y la posterior guerra de 1812 contra los ingleses. Para recuperarse de esa situación, el gobierno de James Madison primero y el de James Monroe a continuación apostaron por una subida de precios que terminó dando lugar a una inflación incontrolable.

Ante la desesperación popular y la ausencia de un sistema financiero centralizado, los bancos comenzaron a imprimir moneda sin respaldo de ningún tipo, sumiendo con ello la economía en una inflación aún más acentuada.

Mientras los principales bancos de la nación trataban de afrontar el problema reclamando pagos a sus grandes acreedores, otra situación igual de dramática se daba en el oeste y el sur del país. Tras la independencia, muchos británicos habían llegado a acuerdos con colonos estadounisenses para seguir comerciando con algodón. El negocio era sugerente, y muchos self-made man invirtieron hasta la camisa para comprar terrenos que luego vendían al doble o triple de su valor a los ingleses.

El negocio era tan bueno que los pequeños bancos les prestaban el dinero que hiciera falta, porque estaban seguros de recuperarlo con jugosos intereses: ¿cómo iba a fracasar un negocio de tierras?

Pero el mapa del mundo volvía a cambiar, y ahora los británicos tornaban sus ojos hacia las nuevas colonias del subcontinente indio, donde el negocio les salía mucho más rentable. Al marcharse de EE UU, el precio del suelo se desplomó, lo que sumió en la miseria a todos los que habían especulado con aquellos prometedores terrenos que ahora valían mucho menos de lo invertido. Por su parte, al no poder afrontar sus deudas con los bancos, estos se veían indefensos ante Bank of America, quien les exigía en última instancia afrontar las deudas contraídas en su día para poder atender a todos esos préstamos sin respaldo.

Por suerte, el periodo más duro de aquella crisis financiera no se alargó demasiado, y en 1823 se empezaron ya a lanzar mensajes de optimismo. No obstante, aquel pánico de 1819 supuso el fin de la política de expansión económica en EE UU, y sus efectos habrían de ser palpables en el sistema bancario del país durante largo tiempo, con nuevas políticas financieras que favorecerían a las grandes fortunas por encima de los pequeños inversores. Además, el miedo a una nueva crisis dio el respaldo necesario al presidente Andrew Jackson, a partir de 1829, para trabajar en unas raíces de la nación más fuertes e intrincadas: el desastre había demostrado a unos ciudadanos individualistas por naturaleza que era necesario un cierto control en determinados aspectos por parte de un gobierno central.

Aquello, no obstante, no fue ningún seguro infalible. Cada veinte años aproximadamente (1837, 1857, 1873 y 1893) se vino repitiendo una situación de pánico financiero, a veces de carácter internacional y otras más focalizado. Hasta llegar a la que para la mayoría de los analistas fue ‘la madre de todas las crisis’.

“La crisis del 29 fue una anomalía totalmente excepcional, un suceso único en la historia”, asegura tajante Javier Díaz Giménez, opinión que suscribe Francisco Uría. “Hasta 2008 la teoría de los ciclos económicos tenía una anomalía con la Gran Depresión, es decir, no se consideraba parte de ningún ciclo, sino un caso excepcional”, prosigue Díaz Giménez: “Pero ahora ya no está tan claro, porque tenemos dos excepciones, dos casos únicos, aunque eso parezca una contradicción. Por su dimensión, por su alcance, por su ámbito geográfico, esas dos crisis son excepcionales. Las otras han sido más locales, más contenidas… más pequeñas”.

Uría también coincide al definir la crisis desatada con la caída de Lehman Brothers como otra excepción similar a la del 29: “La crisis de 2008 ha tenido unos efectos muy dolorosos aunque, afortunadamente, han existido mecanismos globales de colaboración que evitaron en un primer momento los errores más graves cometidos en 1929, a pesar de que la evolución reciente de los acontecimientos (guerra comercial, auge de los populismos/nacionalismos, etc.) amenace con revertir parte de esa ventaja”.

Entre los sucesos de 1929 y los de 2008, a la prensa económica internacional no le han faltado momentos para titular a cinco columnas: la recesión dentro de la depresión en 1937 (cuando Roosevelt retiró los estímulos económicos pensando que lo del 29 ya estaba superado… y no era así), la crisis del petróleo del 73, el ‘Lunes Negro’ del 87 (aquel ‘aleteo de mariposa’ en Hong Kong que llevó a Warren Buffett y a Bill Gates a perder en Wall Street 350 y 250 millones de dólares, respectivamente, en un solo día), el ‘efecto tequila’ del 94 (con Clinton inyectando dólares en la divisa mexicana para que el vecino del sur no arrastrara a otros en su caída), la burbuja de las puntocom de 2000 (que conllevó el cierre de más de 5.000 empresas supuestamente prometedoras)…

El siglo XX ha estado salpicado de pánicos, crisis y recesiones que dan la sensación de que lo extraordinario son las etapas de bonanza, o cuanto menos, de tranquilidad económica. Ahora, dicen, comenzamos a ver la luz tras una década dentro de uno de esos túneles. A ver cuando toca volver a dar las largas.