Si hay algo que caracteriza la eclosión de las nuevas tecnologías en nuestra sociedad de consumo, es la transferencia de poder a los individuos y grupos de interés, que hoy en día pueden llegar a situarse al mismo nivel que las empresas y son capaces incluso de cambiar el rumbo de su estrategia. Conocer las claves para relacionarse de manera óptima con estos stakeholders es fundamental para obtener de ellos la licencia social para operar. Las startups de maquillaje y belleza Glossier (estadounidense) y Charlotte Tilbury (británica) han empezado a hacer sombra en nichos específicos millennial a los gigantes multinacionales de los cosméticos. La viralización de sus contenidos en las redes sociales ha eclipsado en algunos puntos las campañas millonarias de sus, aparentemente, imbatibles adversarios. Al mismo tiempo, los grandes imperios del lujo no saben cómo reaccionar ante el mercado de 22.000 millones de euros en reventa y alquiler de bienes de alta gama que han destapado pequeñas empresas como The RealReal, que acaba de firmar un acuerdo con Stella McCartney. ¿Pero desde cuándo unos jugadores tan minúsculos pueden cambiar la cultura de todo un sector de enormes titanes?
Personas que cambian empresas
En los últimos años, se han sucedido las campañas de denuncia, iniciadas por pequeñas plataformas, sobre la explotación laboral en las factorías de los socios o las filiales de algunos de los gigantes de la moda en países como Bangladesh. En ocasiones, como ha sucedido en Reino Unido, los profesionales de los ‘talleres’ en las naciones industrializadas también han difundido sus bajos salarios. En diciembre, Bangladesh subió el salario mínimo un 50% y el pasado mes de abril, más de un millón y medio de británicos se beneficiaron de una subida del salario mínimo del 5%. Uno de los principales directivos de Mark&Spencer ha reconocido que espera una fuerte e inminente reacción de los consumidores contra las marcas que no avancen hacia la sostenibilidad.
Todos estos ejemplos comparten un denominador común: unos actores o afectados que parecían insignificantes fueron o están siendo capaces de torcer la mano de empresas poderosas, de éxito e incluso profundamente admiradas. Los casos aislados que apuntaban en ese sentido se han convertido en un torrente continuo hasta el punto de que ya no se puede hablar de excepciones sino de una nueva norma. ¿Pero qué es lo que ha sucedido exactamente?
Javier Rosado, socio y director general de la Región Norte de la consultora de comunicación y asuntos públicos LLYC, tiene una respuesta. Para él, “la eclosión de las redes sociales ha permitido que las personas de forma individual, o los colectivos de manera más general, puedan mostrar su conformidad o disconformidad con una marca o compañía, lo que implica un nuevo tipo de gestión de comunicación para tratar a esos stakeholders de manera individual atendiendo a sus expectativas”.
Eva Pedrol, directora del área Comunicación Corporativa y Crisis de LLYC en Barcelona, añade que “en un entorno de disrupción constante ya no basta con tener en cuenta a los stakeholders tradicionales de las organizaciones, como la administración pública, los clientes o los inversores”. Se han incorporado nuevos afectados y grupos de interés, organizados, según la experta, en torno a comunidades de valores, causas y propósitos.
La digitalización ha segmentado hasta el límite las audiencias y esas microaudiencias se hacen escuchar y piden explicaciones. Las empresas ya no pueden sentirse seguras diciéndose a sí mismas que, total, esas comunidades no representan más que los intereses de una minoría. Eso pensaron muchos gigantes de la moda al comparar el número de sus trabajadores agraviados y el de sus millones de clientes e inversores excelentemente satisfechos. Y el daño reputacional fue inmenso.
Empleados, generadores de confianza
Pero ése no fue el único error. Alba García, directora del área de Litigios de LLYC, recuerda que “los empleados son el público que genera más confianza dentro de una compañía; muchas veces, más que el propio CEO”. Por tanto, advierte, “son los embajadores más eficaces y, además, los más accesibles, por lo que la comunicación con ellos siempre tiene que estar en el centro de cualquier estrategia”. La separación mental de la que parten los directivos y estrategas de muchas multinacionales han dejado de existir y no se han dado cuenta. No comprendieron a tiempo que, como señala Alba García, “los límites entre la comunicación externa y la interna o no existen o se han difuminado casi totalmente” y, por eso, “cualquier cosa que comuniques a un público es susceptible de calar en otras comunidades o stakeholders”.
Es verdad que, como matiza Javier Rosado, no resulta nada sencillo hacer llegar al empleado el mensaje de la compañía. El motivo, apunta, es el mismo que el que viven las marcas y los medios: atraer la atención de cualquier persona en un ambiente tan hiperestimulado exige un esfuerzo considerable.
De todos modos, Rosado recomienda apoyarse en dos grandes principios para implicar a la plantilla en la comunicación y la estrategia de la empresa. El primero, señala, es “escuchar al empleado, entender su individualidad dentro del colectivo (sobre todo ahora, donde es fácil que convivan diferentes generaciones en una misma empresa)”. El segundo, concluye, pasa por “tener la capacidad de hacerles partícipes del propósito de la compañía como hilo conductor y elemento cohesionador de todos ellos”. Precisamente porque los stakeholders suelen agruparse en comunidades, las empresas deben intentar que sean sus propios mensajes los que vertebren la comunidad que encarnan sus plantillas.
Es verdad que las crisis reputacionales que sufren las empresas no tienen por qué provenir únicamente de sus empleados. A veces, como afirma Óscar Iniesta, socio y director sénior de LLYC, “es evidente que un activista es capaz de generar en la actualidad un potente nuevo estado de opinión”. Para reaccionar rápidamente y evitar males mayores, señala, “una metódica política de escucha activa con el constante análisis de escenarios y previsión de respuesta puede mantener a los comunicadores de las compañías alerta y entrenados ante circunstancias en un principio imprevisibles”. Sin embargo, apagar incendios no es suficiente cuando parte de los fuegos que han dañado el nombre de la empresa podrían haberse evitado. Eva Pedrol apuesta por una estrategia de prevención que pivote en torno a la confianza con los stakeholders, aunque reconoce que el “entorno líquido y de cambios constantes en el que estamos inmersos” ha hecho mucho más difícil conseguirla. Aun así hay que intentarlo y, para ello, concluye, “la transparencia y la ética son ingredientes indispensables”.