Bertie Charles Forbes, más conocido como B.C., fundó la revista ‘Forbes’ allá por 1917, en plena primera Guerra Mundial. Tan solo unos meses después, ya en 1918, publicaría la primera lista Forbes de los hombres más ricos del planeta, el ranking por el cual –todavía a día de hoy– esta publicación sigue siendo conocida en medio planeta. En la cúspide de esta primerísima primera relación Forbes de multimillonarios, ya aparecía el nombre de John D. Rockefeller (que por entonces contaba con 79 años de edad y un patrimonio desmesuradamente elevado). Según diversos cómputos especializados en conversión, el patriarca de los Rockefeller podía ganar por aquel tiempo más de mil millones de dólares al año (calculado en dinero actual) y –lo más increíble de todo– no pagaba por ello ni un solo céntimo al estado, ya que el impuesto sobre la renta no comenzaría a hacerse habitual en los EE UU hasta unos pocos años más tarde (en 1894, el Congreso trató de introducir una tasa del 2% para rentas superiores a los 4.000 dólares, pero el Tribunal Supremo lo declaró inconstitucional).
Cuesta asumirlo, pero ningún individuo en la historia de la humanidad –si exceptuamos quizá algún monarca o sátrapa de la Antigüedad (a veces, por ejemplo, se suele citar a Mansa Musa, un legendario rey del Imperio de Mali del siglo XIII, o al banquero del Renacimiento italiano, prestamista de las principales monarquías absolutistas, Jacobo Fúncar)– había sido nunca tan rico hasta entonces. Desde luego, jamás en tiempos modernos; y sorprendentemente, nadie lo ha vuelto a ser desde entonces.
Cuando John D. Rockefeller falleció –en 1937, a la venerable edad de 98 años– dejó en herencia un patrimonio neto equivalente a unos 340.000 millones de dólares de la actualidad, aunque algunos estudios afirman que –en el pico álgido de sus negocios– llegaría a amasar una inconcebible fortuna de 663.400 millones de dólares (casi el triple de lo que acumulan hoy, por ejemplo, nombres como Elon Musk o Jeff Bezos). Una cifra tan desmesurada que, de hecho, llegaría a representar el 1,53% del PIB estadounidense de la época.
Pero cómo pudo una persona normal, partiendo casi de cero (Rockefeller procedía de una familia de clase media, descendiente de inmigrantes alemanes y escoceses, y su padre, William Avery Rockefeller, se dedicaba principalmente a la venta ambulante), llegar a convertirse en el ser humano más rico de toda la historia? La respuesta parece más sencilla de lo que es y se encuentra concentrada en un líquido negro y espeso que iba a revolucionar el mundo y sus negocios. Sin embargo, para entender mejor el contexto, convendría hacer primero una aproximación a la época histórica y económica en la que John D. Rockefeller comenzaría a edificar su imperio, gota a gota, barril a barril.
En apenas los cincuenta años que componen el ciclo comprendido entre 1850 y 1900, los EE UU experimentarían el periodo de mayor productividad, prosperidad y acumulación material de toda su historia, una auténtica Edad Dorada (o Gilded Age, como aparece referida en los libros) de las finanzas, la banca y los negocios. Si, durante ese tiempo, la población de Norteamérica triplicara su tamaño, su riqueza global se multiplicaría, sin embargo (ahí es nada), por trece. La producción de acero pasó de 13.000 toneladas anuales a más de 11,3 millones y la exportación de productos pesados de todo tipo –tuberías, vías de tren, calderas, vigas, maquinaría o armamento– aumentó desde los seis millones de dólares hasta los 120 (un 1.000% de crecimiento). La consecuencia fue inaudita: el número de ciudadanos millonarios en EE UU, menos de veinte en 1850, alcanzó la pasmosa cifra de 40.000 afortunados a finales de siglo XIX.
La expansión económica, industrial y demográfica fue tan salvaje y veloz como profunda en sus consecuencias, sobre todo en el Norte y el Oeste, ocasionando conflictos sociales y abismos de desigualdades que aún hoy no se han resuelto del todo. Gracias al impulso del ferrocarril, toda la geografía americana se fue colmando de fábricas, bancos, fundiciones o explotaciones mineras, en constante avance hacia las despobladas tierras del fértil Oeste.
La supremacía industrial de los EE UU a nivel planetario (a principios de 1900, ya producían más acero que la suma de Alemania y Gran Bretaña juntos, una estadística inconcebible unas pocas décadas antes) iba a alumbrar las sagas más ilustres de la magnificencia capitalista, una aristocracia made in USA (sin linaje ni pedigrí de cuna, pero mucho mejor adaptada –desde el punto de vista darwinista– a las exigencias competitivas de los mercados modernos) que empezara a colocar entonces los sólidos cimientos de sus ciclópeos imperios.
Según un informe de 2015 publicado por la revista Forbes, las quince fortunas más antiguas de EE UU (las cuales aún se mantienen en la actualidad dentro del ranking de las 200 familias más ricas del país) echaron raíces justo en este preciso momento histórico, germinando así la semilla de las primigenias dinastías y sagas norteamericanas, aquellos clanes originales que esculpieran el sagrado símbolo del dólar en sus tablas de piedra fundacionales.
Fue en plena Gilded Age cuando los patriarcas de los Carnegie, Vanderbilt, Morgan, Frick, Astor, Pulitzer, Scripps, Haas, Coors o –por supuesto– Rockefeller comenzaran a ensanchar el abdomen de sus ingresos hasta alcanzar un volumen hipertrofiado, casi antinatural, un caudal de dinero nunca antes imaginado por un mero empresario de la sociedad civil.
La riqueza que brotó del subsuelo
Algunas de las colosales fortunas de las que estamos hablando nacieron gracias a la irrupción de un avance tecnológico o industrial concreto (revolucionario en su contexto temporal), el cual les generaría a sus creadores unos ingresos descomunales asociados a ese único producto estrella.
Por ejemplo, el patriarca de los Du Pont –uno de los linajes millonarios más antiguos de los EE UU– fue un refugiado político francés que logró convertirse en el proveedor principal de pólvora del gobierno (su sistema de manufactura, importado de Europa, era muy superior en calidad al utilizado entonces en Norteamérica). Décadas más tarde, sin embargo, tras haberse ya hecho inmensamente rico con el comercio de dinamita, aquel despierto fabricante de explosivos sabría diversificar y modernizar su línea de negocio, transformando a Du Pont en una gran compañía química, la cual llegaría a patentar –ya en las primeras décadas del siglo XX– productos tan innovadores y rentables como el nylon, el teflón, la licra o el kevlar.
John Deere no era más que un humilde herrero de Illinois hasta que un afortunado día diseñó un modelo de arado 117 –fabricado en sólido acero– que demostraría ser mucho más eficiente que los existentes en los duros campos de cultivo. Con los beneficios de su invención fundó, en 1868, la corporación Deere & Company, el fabricante de componentes y maquinaria agrícola (incluyendo tractores) más popular entre los granjeros norteamericanos.
Una prensa de impresión más rápida y barata provocó, por su parte, en la década de 1860, la aparición de grandes imperios editoriales (asociados a nombres como Joseph Pulitzer, E. W. Scripps o M. H. De Young), los cuales marcarían el arranque de la edad de oro del periodismo norteamericano. En 1873, animado por la fiebre del oro desatada en California, el judío de origen alemán Levi Strauss iría tejiendo en sus telares sus inmortales blue jeans (de tela vaquera y con remaches de cobre) mientras –más o menos por esa época– los avances en materia de esterilización y refrigeración permitieron a los Coors hacerse multimillonarios con la comercialización de cerveza embotellada.
En lo relativo a nuestro protagonista, John D. Rockefeller (1839+1937), el origen de su absurda –en lo desmesurado– riqueza vendría determinada por el elemento energético más decisivo de los últimos siglos: el petróleo, el ‘oro negro’ que brotó del subsuelo.
Criado en Cleveland, Ohio, el joven John D. trabajó principalmente como contable en diversas empresas de grano, hasta que –a los 24 años de edad– decidiera dedicarse por completo al refinado de crudo, un negocio apenas en ciernes que se encontraba por entonces atomizado en cientos de pequeñas firmas familiares.
Rockefeller se dio cuenta de que el sector petrolero estaba muy mal estructurado. Los costes de extracción eran bajos y había muchas empresas pequeñas en competencia. Para sobrevivir, solían reducir aún más los precios, en detrimento de las compañías mayores y mejor dirigidas.
Por ejemplo, los costes totales de funcionamiento de tres refinerías que produjesen cada una –pongamos– 100.000 barriles de petróleo al día eran mucho mayores de los de una refinería única que manufacturase 300.000 barriles ella sola. Al reducir la cantidad de refinerías y al asegurarse de que cada una funcionara con la mayor eficacia posible, Rockefeller pudo rebajar los costes de producción y dominar el mercado. Con una visión de futuro sorprendente, inició un proceso de absorción progresivo de todos sus rivales, hasta alcanzar una posición dominante absoluta.
A través de su compañía Standard Oil, fundada en 1870, llegaría a controlar en muy poco tiempo más del 90% del refinado nacional (en 1872, ya dominaba 22 de las 26 empresas petroleras de Cleveland; desmantelando las plantas menos rentables e incorporando al imperio de la Standard Oil las más productivas).
Para evitar la aplicación de las leyes federales antimonopolio, utilizó de forma pionera la forma legal del trust, invisibilizando jurídicamente su imperio bajo un inmenso holding de siglas (cuyo capital él mismo controlaba). Esta especie de ‘dictadura comercial’ le permitió modelar el precio del crudo a su gusto, aumentando exponencialmente su patrimonio hasta límites jamás sospechados en la historia de la propiedad privada.
A pesar del tiempo pasado desde entonces (algo más de siglo y pico), el peso del apellido Rockefeller –al menos en lo referente al triunfo social del archimillonario como figura icónica del sistema– sigue hoy muy vigente en los EE UU, tanto en el aspecto positivo de sus virtudes empresariales como en los defectos connaturales relativos a la naturaleza excesiva de su abundancia, una enseña que ha quedado fijada en el inconsciente colectivo norteamericano como símbolo absoluto del capitalismo moderno más exitoso.
Cabe subrayar que, a diferencia de la visión negativa y sospechosa que genera en Europa el enriquecimiento exagerado de un individuo, en Norteamérica siempre se ha sentido un respeto casi venerable por el concepto dinero, siendo el mismo billete de dólar un auténtico emblema del país y su folclore. En una nación relativamente joven, forjada a través de los emigrantes procedentes de todas las esquinas del planeta y con una tradición propia de apenas doscientos cincuenta años, los puntos de sutura que dan forma a su legado como comunidad están representados en muchas ocasiones por estos magnates de éxito monumental, los cuales –surgiendo desde la misma nada– han demostrado al pueblo llano, desde el balcón de su rascacielos, todo lo que el país de las oportunidades y del mercado libérrimo puede llegar a ofrecer.
¿Pero qué pasó con toda esa fortuna? John D. Rockefeller había contraído matrimonio con Laura Celestia Spelman, una profesora de Nueva York, con la que estuvo casado hasta su muerte y con quien tuvo cinco hijos: Elizabeth, Alice, Alta, Edith y un único hijo varón: John D. Rockefeller Jr., quien heredaría su vasto imperio tras su muerte. Desde 1911, tras la jubilación de su padre, el hijo del patriarca ya se había convertido en el presidente general de todas las ramificaciones de las empresas Rockefeller. Poco a poco, pasaría también a ser director general de la Fundación Rockefeller, director de la General Education Board y presidente del Instituto Rockefeller para la Investigación Médica.
En el año 1930, sería él quien iniciase la construcción del celebérrimo Rockefeller Center (el proyecto tardaría nueve años en ser finalizado del todo), uno de los conglomerados arquitectónicos más emblemáticos del Nueva York moderno. Desde la mítica oficina 5600 de este vasto complejo (todavía hoy, visita obligada para cualquier turista que se acerque al distrito Midtown Manhattan de la ciudad de los rascacielos), dirigiría los negocios del clan durante toda su vida.
Además de heredar, extender y aumentar toda esa extensa fortuna de miles y miles de millones, el segundo Rockefeller de la saga dedicó gran parte de sus esfuerzos a restaurar el buen nombre de la familia, principalmente a través de obras benéficas y todo tipo de proyectos filantrópicos (uno de sus lemas era: “gana lo que puedas, guarda lo que puedas y reparte lo que puedas”).
Su padre, a pesar de todo el dinero que le legó, había dejado tras de sí cierta fama de hombre avaro y sin escrúpulos (dicen que solía repetir a menudo de forma sentenciosa: “Dios me ha dado todo ese dinero y no veo por qué tendría que pedir perdón por ello”). No sólo por el maltrato a sus competidores, sino también por actividades tan poco reconfortantes como la denominada Masacre de Ludlow, un incidente aún poco aclarado donde la Guardia Nacional de Colorado y un ejército privado de Standard Oil masacraron un campamento de mineros en huelga, junto a sus familias.
Además de cuidar de los viejos negocios, John D. Rockefeller Jr. supo diversificar con inteligencia la fortuna familiar, repartiendo inversiones por toda clase de sectores: desde la banca a los medios de comunicación, pasando por compañías de electricidad o el sector inmobiliario. Cuando falleció –en 1960– había logrado aumentar la fortuna familiar en otros 100.000 millones (además de repartir grandes cantidades de dinero a través de sus fundaciones filantrópicas).
Seis eran seis
Es entonces –con la tercera generación del clan Rockefeller– cuando se produce un giro significativo en lo relativo a la política de gestión del patrimonio familiar. John D. Rockefeller Jr. se había casado con Abby Aldrich y había tenido un total de seis hijos. A saber: Abby, John D. III (quien continuó llevando las empresas familiares y las actividades filantrópicas emprendidas por su padre), Nelson (político republicano que llegaría incluso a ser vicepresidente de los EE UU, gobernador por el estado de Nueva York y hasta candidato al sillón presidencial), Laurance (inversionista de riesgo), Winthrop y David (banquero y hombre de negocios, dentro de la compañía familiar Standard Oil).
Estos seis herederos legítimos diversificaron aún más sus actividades económicas y mantuvieron una especie de alianza ‘democrática’ de no agresión en lo relativo al patrimonio familiar. Evidentemente, todos ellos disfrutarían de una cuenta bancaria más que desahogada a lo largo de su vida (como curiosidad, cabe destacar que David Rockefeller, el benjamín de la saga, ostentaría otro récord: el de ser el milmillonario más longevo, alcanzando la edad de 101 años, antes de fallecer en 2017), pero no pudieron evitar que aquella fortuna monolítica edificada por su abuelo se fuera diluyendo –entre numerosas partes– a través de las futuras generaciones.
Hoy en día, como se puede ver en el reportaje que antecede este artículo, la familia Rockefeller ocupa el puesto 42 dentro de las 44 sagas más ricas de los EE UU. Su patrimonio y fortuna se estima en torno a 10.300 millones de dólares, aunque –eso sí– a repartir entre más de 200 herederos. Su trono, invencible hace un siglo y medio, corresponde hoy a apellidos millonarios de nuevo cuño, como los Walton, los Mars o los Koch, enfocados en negocios más propios del siglo XXI que del XIX.
A pesar de ello, los Rockefeller aún poseen importantes intereses en el sector inmobiliario, el petróleo o la banca, además del complejo de 36 edificios que constituye el Rockefeller Center, el gigantesco testimonio Art Decó que aún nos recuerda las dimensiones legendarias del fundador de la saga, John D. Rockefeller, el hombre más rico de todos los tiempos.