Make America Great Again. “Haz que América vuelva a ser grande”. Abreviado a veces bajo el acrónimo MAGA, este fue el eslogan que hizo famoso a Donald Trump durante la campaña presidencial estadounidense de 2016. De todas ellas, quizá sea la última palabra la más connotativa de todas. “Again”. Otra vez. ¿Significa esto que la otrora todopoderosa nación ha perdido en los últimos tiempos el impulso y fuelle de su inercia histórica? ¿Acaso ya no es aquella antorcha de vanguardia que mostraba siempre su espalda al resto de perseguidores en la carrera por el liderazgo mundial?
Hace ahora 33 años, el 3 de julio de 1988, el crucero lanzamisiles USS Vincennes de la Armada de los EEUU derribaba por error un avión civil iraní (un Airbus A-300, con 290 pasajeros a bordo, que cubría la línea Teherán-Dubai) en aguas del Golfo Pérsico. Los militares estadounidenses lo habían confundido con una aeronave de combate y lo abatieron de forma fulminante sin aviso previo ni contemplaciones. A pesar del terrible error, el entonces vicepresidente George H. W. Bush –futuro inquilino de la Casa Blanca– declaró ante el mundo de forma tan sorprendente como desafiante: “No me importa lo que digan los hechos, jamás pediré disculpas en nombre de los Estados Unidos”.
Tal era entonces el grado de supremacía –casi diríamos moral– de la primera potencia del planeta (algunos llegaron incluso a bautizarla como hiperpotencia), que su posición indiscutible en la cúspide de la pirámide trófica le permitía regalarse semejantes comentarios, casi rozando la impunidad, frente al silencio obligado de la comunidad internacional.
La URSS –el único bloque que había sido capaz de plantarles cara (militar, nunca económicamente)– se encontraba en pleno proceso de descomposición y sus herrumbrosas vigas comenzaban a desplomarse sin remedio. EEUU se quedaba solo en la cima del poder. Nadie podía eclipsarles.
Muy poco después, en 1992, el politólogo Francis Fukuyama –de origen japonés, aunque nacido en Chicago y graduado en Harvard– lograría un éxito mundial con su obra El fin de la historia y el último hombre (Alianza Editorial). El estado liberal democrático de corte occidental y economía capitalista se convertía –según su tesis– en el único modelo político superviviente a la selección natural darviniana (sólo subsisten los más fuertes o los mejor adaptados) que el siglo XX había impuesto bajo sus inmutables leyes. Sus propuestas, como bien sabemos, pronto se revelarían tan candorosas como obsoletas.
Hoy, cuatro décadas y cinco presidentes de EEUU más tarde, Joe Biden (quien apenas lleva unos meses en su cargo) ya ha dejado bien claro desde el inicio de su mandato –a pesar de su aspecto conciliador y sosegado– que piensa defender los intereses de su país con garras de acero frente al colosal reto comercial e industrial que le plantea su nuevo adversario. Se trata de una amenaza cierta y real, nadie había conseguido hasta ahora desafiar su liderazgo mundial en los mercados del planeta. Una potencia imparable en su capacidad demográfica y tecnológica, capaz de sobrepasarles en un lapso de tiempo muy corto. China.
2028 en el horizonte
Según un informe publicado por el Centro de Investigación Económica y Empresarial (CEBR, por sus siglas en inglés) a principios de este 2021, el tan temido sorpaso podría llegar desde Oriente mucho antes de lo esperado. Siempre según los datos reportados por el CEBR, el gobierno de Pekín seguirá manteniendo un crecimiento del 5,7% anual hasta 2026, para desacelerarse al 4,5% al año entre esa fecha y 2030. Por su parte, aunque es probable que durante este 2021 EEUU experimente un fuerte repunte tras la pandemia, este centro de análisis estima que su crecimiento se frenará de forma significativa a partir de 2024, pudiendo llegar a descender hasta el 1,6%.
Según estos parámetros, China desbancaría a EEUU como primera potencia económica del mundo en el año… ¡2028!, una fecha que sonaba casi a película de ciencia-ficción en aquellos viejos días en los que George H. W. Bush se negaba a pedir perdón al mundo por los pecados de su nación (un gobierno poco inclinado, tradicionalmente, a la humildad o a la negociación), pero que hoy ya golpea con fuerza –como campanadas a medianoche– en la puerta trasera de Washington.
Y la contienda no sólo afecta a la lucha por el primer peldaño del PIB, el gigante asiático también pretende plantar batalla en otras esquinas del tablero, tales como la influencia cultural (el chino es desde hace años el primer idioma en número de hablantes nativos en el mundo), la conquista espacial (el proyecto Chang’e tiene previsto realizar un alunizaje tripulado a partir de 2024) o, incluso, el dominio comercial del ciberespacio (la plataforma digital Alibaba, un coloso intratable en el mundo asiático, prepara una inminente estrategia de expansión en Occidente con el objetivo de desplazar de su posición de dominio al mismísimo Amazon). Palabras mayores.
Lo que la historia nos ha enseñado
Cualquier persona que haya nacido en los últimos 120 años (es decir, todos nosotros) habrá crecido en un planeta dominado, en muchos aspectos, por un enfoque made in USA de la vida. Las películas de Hollywood, la música rock, la Coca-Cola, la moda, el deporte… Damos por sentado que EE UU es, ha sido y será por siempre la primera potencia mundial. No hemos conocido otro escenario alternativo y nos cuesta mucho pensar que este pueda acabar algún día. Y sin embargo, si algo nos ha enseñado la Historia (con mayúscula) es que los imperios –sometidos al indefectible paso del tiempo– nacen, crecen, se expanden, alcanzan su cénit, entran en decadencia, se agotan y, finalmente, caen, cediendo su trono a una nueva potencia que les sustituye.
España tuvo su Siglo de Oro en el Barroco, luego llegó la Francia absolutista de la Ilustración y el Imperio Británico –con su todopoderosa armada– dominó las rutas comerciales marítimas y coloniales de los mapas decimonónicos. Todos ellos –como en su día sucedió con cartagineses, romanos u otomanos– acabaron entregando su cetro. ¿Por qué iba a ser distinto ahora? Como bien explica el geógrafo e historiador Jared Diamond en su sorprendente bestseller Colapso (Ed. Debate), los imperios –desde su posición privilegiada– no poseen, paradójicamente, la perspectiva más adecuada para detectar su propio declive. Como ocurre en algunas competiciones deportivas, quien marcha en segunda posición suele ser el primero en detectar la flaqueza de quien le precede (incluso antes que él mismo).
La expansión de EE UU como primera potencia del mundo se inicia más o menos en 1898, tras la guerra contra España, en la que adquieren el control de Cuba y Filipinas. Sendas intervenciones militares en Venezuela y Colombia, más la ocupación –a golpe de fusil– del Canal de Panamá, los convierte en la nación hegemónica dentro su propio continente. En los albores del nuevo siglo, bajo el mandato presidencial de Theodore Roosevelt (1901-1909), el país de las barras y las estrellas comienza a desempeñar también un papel de liderazgo en el panorama internacional. Una postura firme y contundente frente al mundo exterior que, en palabras del propio Roosevelt, se sintetiza en la siguiente receta: “Hablar educadamente con todos, pero llevando siempre un buen garrote en la mano”.
Dentro de sus fronteras interiores, el estado federal inicia un enorme proceso de transformación política, una profunda reforma burocrática que fortalece los tentáculos del poder central y redefine al liberalismo como la inequívoca doctrina económica y social de la nación. El capitalismo, la democracia directa y la participación popular se imponen como principales señas de identidad de su ideario moderno.
Las dos guerras mundiales posteriores no sólo ratifican su supremacía militar, sino también su enorme capacidad industrial, comercial y financiera. Desde entonces, el estilo de vida americano se convierte en el modelo a seguir para la mayoría de las economías occidentales del planeta.
Pero entonces, ¿en qué momento empezó a torcerse todo?
Por qué EE UU no se cuestiona a sí mismo
Cuando uno está acostumbrado a volar en primera clase, cuesta mucho ponerse en la piel de un viajero de categoría turista. Para los historiadores, analistas, politólogos o economistas estadounidenses reconocer errores o fallos dentro de su propio sistema ha sido siempre interpretado como un signo de debilidad o flaqueza, algo impropio del carácter ambicioso y ganador de una superpotencia mundial. La crítica interna casi nunca ha sido bien recibida en Estados Unidos.
A pesar de los signos evidentes de debilitamiento y del declive gradual que muchos especialistas creen ver en los cimientos de su economía, el llamado “dilema estadounidense” continúa siendo un tema polémico dentro de la profusa bibliografía norteamericana reciente.
En general, la tesis mayoritaria –incluso, hoy– defiende que la posición predominante de EEUU no ha cambiado ni cambiará a medio plazo, aunque sí acepta altibajos e intervalos de crisis. Autores ya clásicos de la derecha republicana, como Ben Wattenberg (fallecido en 2015) o Joshua Muravchic han defendido con persistencia la vigencia de los viejos métodos tradicionales frente a cualquier experimento de nuevo cuño.
Según ellos, el resto del mundo ha necesitado casi 50 años para alcanzar los niveles de producción de Estados Unidos. La ventaja es tan grande respecto a sus perseguidores que estos, tras una carrera larga y extenuante, empezarán a flaquear y desfondarse. Podrán acercarse, pero nunca llegarán a sobrepasar al gigante americano, cuya mentalidad hegemónica está ya impregnada en sus huesos.
Autores algo menos utópicos, como Richard Rosecrance, aseguran que las dimensiones continentales de EE UU –con sus enormes recursos naturales–, junto a una base industrial asentada, una población técnica y universitaria bien preparada y una inversión en I+D sobresaliente garantizan una estrategia lo suficientemente ambiciosa como para proteger su posición privilegiada, ganada a pulso durante casi un siglo de preeminencia.
Muchos de estos expertos, sin embargo, proyectaron tales estudios previendo erróneamente que los dos potenciales adversarios que tendría en el futuro serían la Unión Europea y Japón, por lo que todos esos sesudos libros pueden ser directamente arrojados a la piscina del olvido. Papel mojado.
Hace apenas 20 años, casi nadie podía pensar que la economía china pudiera impulsarse de forma tan impresionante en un periodo de tiempo tan corto. Haría falta por tanto revisar, recalcular y actualizar muchas de aquellas obsoletas predicciones. La distancia se ha acortado tanto que EE UU ya puede sentir el aliento de su perseguidor en la espalda.
Sólo algunos intelectuales europeos, como el británico Paul Kennedy, parecen insistir en la tesis decadentista. Estados Unidos, aunque algo desgastado por el paso del tiempo, sigue permaneciendo en cabeza, aunque ya no puede ser considerada como una categoría aparte (al margen de la competencia natural del mercado), sino como otra economía más, susceptible de ser alcanzada y superada por un nuevo competidor de su peso e importancia.
Por supuesto, sigue y seguirá siendo durante mucho tiempo una gran potencia militar y económica, pero no la única. Ha perdido su posición omnímoda o plenipotenciaria, lo que la está sumiendo –como la nación ultranacionalista que es– en un estado psicológico inestable, a caballo entre la confusión, la negación y la ira. Según estas teorías, hasta que no lleguen al estado de aceptación, no podrán comenzar a revisar sus planteamientos y ser realmente efectivos en su contraataque.
Por qué China puede realmente superar a EE UU
La cronología china de los últimos 120 años no ha sido precisamente un tranquilo paseo de primavera por un florido campo de margaritas. En 1894, tras perder una cruenta guerra con Japón, se cayó de su posición preeminente dentro del continente asiático, dejando malherido su milenario orgullo imperial. Ya en el siglo XX, la revolución comunista y la larga y despiadada guerra civil que la acompañó empujaron su economía al borde del colapso.
Convertida finalmente en República Popular de China, comenzó a remontar sus índices productivos e industriales a partir, sobre todo, de las reformas introducidas por Deng Xiaoping, en 1978. Todavía bajo la férrea férula de la ideología maoísta, fue modernizando su ejército, practicando una diplomacia más amable y abriéndose tímidamente –como un caracol fuera de su concha– al sol de los mercados externos.
El cambio de siglo y de milenio, trajo consigo los atentados del 11 de septiembre, un hachazo en el costado de la historia que obligó a Estados Unidos a afrontar dos costosas e inoportunas guerras: una en Afganistán y otra en Irak. Además de mostrarse como un fracaso estratégico, el desenlace de ambos conflictos reveló la existencia de un movimiento pendular. Tras décadas gravitando alrededor del ombligo de Europa y EE UU, la brújula geopolítica internacional parece señalar, claramente, hacia un nuevo punto cardinal: Oriente.
No resulta nada aventurado afirmar que el epicentro del progreso mundial se ha trasladado en los últimos tiempos hacia el eje Asia-Pacífico (conectado a su vez, en sus principales rutas, con el océano Índico), concentrando en esa extensa y fértil área a tres economías de primer nivel: China, Japón e India, países que además de haber sabido adquirir una enorme relevancia en desarrollo científico y aplicación tecnológica, disponen sobre su territorio de un volumen de población gigantesco, además de muy joven.
Y es precisamente China quien, dentro de este imparable cambio de paradigma, se ha colocado a la cabeza de los cambios globales y de las transformaciones económicas de la región. Los especialistas creen que su modelo reúne una serie de características únicas respecto a sus competidores: capacidad demográfica poderosísima (1.400 millones de habitantes), crecimiento económico sostenido (más allá de puntuales dientes de sierra), inversión científico-técnica muy bien planificada y una estrategia global de comercio e influencia perfectamente definida.
Atento a esta amenaza, Estados Unidos ha intentado reaccionar de dos modos muy distintos (por no decir casi opuestos). La administración Obama impulsó un Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), un mecanismo que buscaba extender tanto un pacto económico dentro del área de influencia asiática como una red diplomática de beneficiosas alianzas.
Sin embargo, durante el bronco gobierno de Donald Trump, Washington viró en redondo, optando por confrontar directamente con Pekín. Sanciones, aranceles y guerra comercial, una estrategia áspera y agresiva que Joe Biden –de momento– no parece dispuesto a suavizar.
Lógicamente, para China, estas medidas han supuesto un importante freno a sus planes, pero no van a representar un cambio de tendencia en absoluto. Al revés, les ha servido para reorientar su impulso hacia nuevas coordenadas, diversificar su política de socios comerciales y mejorar aún más su estrategia de crecimiento.
La participación china en las exportaciones mundiales sigue aumentando año tras año, superando incluso el nivel previo al comienzo de la guerra comercial con Wa-shington. De hecho, Pekín acaba de firmar recientemente el mayor tratado de libre comercio del mundo, formando un bloque que agrupa a las 15 principales economías de Asia y el Pacífico (lo que representa casi un tercio de la población del planeta y el 29 % del PIB mundial). Incluso ha superado a EE UU en sus cifras dentro de la relación comercial con la Unión Europea, convirtiéndose en el principal socio del viejo continente. No deja de resultar paradójico que una vieja dictadura comunista (y –al fin y al cabo– China lo es) se haya convertido hoy en día en el gran motor de la globalización económica.
Para colmo, y no sin polémica, ha sabido gestionar la crisis derivada de la pandemia del covid –a pesar de haber sido el foco de su contagio– mucho mejor que Europa o Estados Unidos.
Sin duda, la pregunta que deberíamos hacernos ya no es si China va a conseguir o no superar a EE UU como primera potencia económica del planeta. La única duda que nos queda es saber cuándo lo hará.