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Ansón: “La nuestra es hoy una profesión pordiosera”

Luis María Ansón posa en exclusiva para el objetivo de la revista Forbes en la Real Academia Española. ©Pablo Tribello

Luis María Anson (Madrid, 1935) ha sido casi todo y ahora… sigue siéndolo. Fue el legendario director de ABC, el fundador de La Razón, consejero de D. Juan de Borbón, corresponsal de guerra en las peores condiciones y uno de los primeros periodistas que entró, sin que nadie arquease una ceja, en la Real Academia de la Lengua (RAE). También fue el mandamás del jurado de Miss España. Hoy preside, con menos pulsaciones por minuto, El Imparcial, un diario digital promovido por la Fundación Ortega-Marañón, y el suplemento El Cultural, editado por el diario El Mundo. Nos recibe en la RAE, donde ocupa el sillón ‘ñ minúscula’, pero nos reconoce que no tiene ni idea de cuál es su sillón. Él se sienta donde siempre y punto. Como hacen todos. Luis María, tenemos muchas preguntas para usted y no todas son fáciles. Él, con su voz característica, cavernosa, lo deja claro desde el principio: “Voy a contestarte a todo”. Y lo hace. Estaba más que advertido.

¿Qué relación tiene con un barril de dinamita en el Congo?

Gané el premio Mariano de Cavia con una crónica sobre aquel barril de dinamita. Entonces, en 1963, era corresponsal de guerra. Después, en junio de 1967, volví a serlo en la Guerra de los Seis Días, en la que Israel se enfrentó a Egipto, Jordania, Irak y Siria. Me enviaron a Camboya y siete veces más a Vietnam, una de ellas con Televisión Española y el resto con ABC. Con TVE, recorrimos algunas de las islas del Pacífico, que todavía tenían en la mayoría de los casos nombre español y de las que hoy un 40% lo conservan. Grabamos una pieza desde la cumbre de la Punta de los Amantes, en la isla de Guam. En aquellos días, los periodistas que íbamos a la guerra nos jugábamos la vida, nos alimentábamos como podíamos, nadie hablaba inglés en los países de destino –intentábamos comunicarnos con señas en Jordania y China– y los medios eran muy precarios. Yo llegué a transmitir informaciones a España por morse.

Y, sin embargo, el día más feliz de su vida profesional sucedió muchísimo más cerca…

Es verdad. Lo recuerdo perfectamente: fue en marzo de 1984. Entonces publicamos en exclusiva mundial y en la portada de ABC lo que quedaba de los ‘Sonetos del Amor Oscuro’ de Federico García Lorca. Los preparamos en secreto en el taller para que no se enterase nadie. Pablo Neruda me había pedido, una y otra vez, que los buscase, porque Lorca se los había leído en el ático madrileño donde vivía, probablemente desde la bañera, el 15 de julio de 1936. Le habían deslumbrado. Eran 32 sonetos y sólo encontramos 11, porque, seguramente, Paco García Lorca, el hermano del poeta, los destruyó. El motivo es que se iban acercando, verso a verso, a la descripción explícita de un amor homosexual. La familia de Federico era muy conservadora y, durante el franquismo, la homosexualidad se consideraba algo atroz. Los encontré finalmente porque una pintora amiga mía conocía a Isabel García Lorca, la otra hermana, y los tenía guardados en su caja fuerte del Banco Urquijo.

¿Cómo la convenció?

No quería que su hermano fuese recordado como un homosexual, pero había permitido que el prestigioso sello editorial francés Pléiade publicase tres sonetos, mal transcritos porque estaban copiados a toda prisa. Le dije que ahí Federico aparecía como un gran homosexual y que no había ya nada que ocultar. Además, añadí, los sonetos que se habían publicado tenían tantos errores que su hermano parecía un mal poeta. Me los dio finalmente, hubo que trabajarlos con cuidado, y me puso una única condición para sacarlos: que se titulasen ‘Sonetos del amor’ omitiendo así cualquier sugerencia a la oscuridad, es decir, a una relación homosexual. Lo hicimos y Federico dio con aquella obra el estirón que le faltaba para convertirse en el mejor poeta español del s. XX. Nosotros, gracias a eso, le robamos la posición de ‘aduana cultural’ a El País y el público comprendió lo objetivos que éramos al tratar los grandes temas culturales. Rafael Alberti y Marcelino Camacho se vinieron a escribir con nosotros.

El periodismo y los periódicos de entonces eran muy diferentes a los de ahora…

Nuestros compañeros siguen realizando un trabajo admirable, pero con muchos menos medios. La nuestra es hoy una profesión pordiosera. Carece de recursos. Si Pedro J. Ramírez, Juan Luis Cebrián y yo fuimos capaces de conseguir lo que conseguimos en El Mundo, El País y ABC, fue porque teníamos la voluntad, la capacidad y, lo más importante, el dinero para hacerlo. Los directores, precisamente porque nuestros editores ganaban miles de millones con nosotros, éramos mucho menos vulnerables a cualquier presión. En estos momentos, la falta de recursos es evidente y la transformación digital dificulta mucho las cosas, porque no hemos dado con el modelo de negocio que garantice los ingresos que necesita un medio de calidad. También debemos reconocer las consecuencias de las malas prácticas: hay expolíticos dirigiendo diarios, algo que no ocurre en ningún país avanzado, representantes de los partidos en las tertulias de televisión y compañeros recitando argumentarios de grandes fuerzas políticas. A mí me han ofrecido entrar en la empresa y el Gobierno y nunca he aceptado. Adolfo Suárez me propuso ser ministro de Información… y le dije: ¿pero tú te crees que, después de años de profesión aguantando la censura, voy a dedicarme ahora a censurar a mis compañeros?

Usted también ha cambiado. Por ejemplo, ha pasado de combatir con fiereza a Felipe González a echarlo de menos…

Un grupo de periodistas y líderes de opinión de izquierdas y derechas entendimos, a principios de los noventa, que era malo para España que un presidente, también Felipe González, ocupase durante más de ocho años la presidencia del Gobierno. Nos llamaron el “sindicato del crimen”, pero es que él llevaba ya más de una década y podía estar mucho más. Teníamos muy recientes en la memoria los 40 años de franquismo, veíamos el enorme talento y capacidad de persuasión de Felipe y yo mismo creía que uno de los grandes errores de la Transición había sido no incluir en la Constitución un límite en los mandatos, porque las oportunidades de corromper y corromperse se multiplican. Dicho esto, el siglo XIX español produjo un gran hombre de estado, que fue Cánovas del Castillo, y el SXX otro gran hombre de estado, que fue Felipe González. Lo afirmo desde la discrepancia ideológica. En el año 1982, con una mayoría inmensa y el apoyo de los comunistas, podía haber cambiado la Constitución y abolido la monarquía. Y no lo hizo. Era un republicano convencido, pero vio cómo había intervenido el rey durante el 23-F y aceptó la permanencia de la institución. Preservó los consensos de la Transición sobre los grandes asuntos nacionales: la unidad de la patria, la lucha contra el terrorismo y la política exterior. Estaba también en contra de pertenecer a la OTAN y, sin embargo, después de hablar con Ronald Reagan, convocó un referéndum pidiendo la permanencia. Fue un hombre de estado y yo lo echo muchísimo de menos.

¿Qué le ha pasado al PP?

José María Aznar, con sus defectos, era un hombre coherente y firme a la hora de tomar las decisiones en las que creía. Su sucesor, Mariano Rajoy, un líder muy inteligente, carece de la firmeza de Aznar. Cree en la máxima de su asesor, Pedro Arriola, que dice así: “No hay que hacer nada, porque el tiempo lo arregla todo y lo mejor es tener cerrado el pico”. Eso el 90% de las veces es una sandez. Así, hemos tenido un Gobierno que ha actuado a la defensiva y a la expectativa en todos los grandes asuntos nacionales salvo en uno: el de la economía. Es verdad que actuó con gran acierto en una gravísima crisis, con millones de parados y las cifras de déficit y la prima de riesgo disparadas, pero sus errores explican la fuerza hoy de Ciudadanos. Los votantes del centro derecha español prefieren la unidad de España al beneficio económico.

El antiguo director de ABC y analista político José Antonio Zarzalejos ha escrito que el rey se ganó la corona con su discurso de octubre frente a la ruptura de España…

No le falta razón. Es lo mismo que ocurrió con D. Juan Carlos con su discurso del 23-F. Se vistió entonces con su uniforme de capitán general para ordenar a los militares sublevados que volvieran a los cuarteles y salvar así la democracia y la libertad de nuestro país. Felipe VI, en unas circunstancias algo diferentes a las de 1981, dijo, y muy bien además, lo que le obliga a decir la Constitución como garante de la unidad de la patria. Lógicamente, eso molestó a los secesionistas, porque se encontraron con un jefe del estado que no les daba lo que querían. Por eso afirman que ese día el rey perdió su simpatía y, si depende de ellos, también la corona. Los resultados de las últimas elecciones en Cataluña muestran que los secesionistas son minoría.

La responsabilidad del problema catalán no es del rey…

La responsabilidad del problema catalán es en un 20% de los políticos nacionalistas que querían mandar más o declarar la independencia directamente y en un 80% de un Gobierno de la nación que no se ha ocupado del problema adecuadamente durante cuarenta años. ¿Por qué? Porque los grandes partidos han necesitado a los nacionalistas como bisagra para gobernar cuando carecían de mayoría absoluta, que es lo habitual. Había que haber tomado medidas, y aquí no hablo de prohibiciones sino de dar la batalla por el relato frente a los medios independentistas. Nuestra Constitución es amplia y generosísima y con ella una comunidad autónoma puede hasta independizarse de un proyecto nacional de más de 500 años. Pero tiene que hacerlo siguiendo sus cauces. Si pedimos dos tercios en el Congreso de los Diputados para elegir al presidente del Banco de España, no vamos a aceptar que se declare la independencia con la mayoría simple de un parlamento regional. Necesitas dos tercios del Congreso y del Senado, convocar elecciones, dos tercios de los nuevos Congreso y Senado y, finalmente, un voto favorable en un referéndum en toda España.

¿Por qué no se entiende entonces en el extranjero?

Moncloa ha movilizado a los embajadores y a los gobiernos de otros países, pero no ha tenido en cuenta a los medios de comunicación, que son los que condicionan la opinión pública. Mientras eso ocurría, Puigdemont y sus aliados acudieron a los medios extranjeros a explicar su versión del problema y animaron a hacer lo mismo a sus profesionales afines, periodistas muchas veces, con buenos contactos internacionales. Lo he hablado con mis colegas en grandes periódicos como los alemanes Frankfurter Allgemeine o Die Zeit, franceses como Le Figaro o británicos como The Times. Todos habían recibido a gente de Puigdemont y nadie a personas que les diesen un relato favorable a la unidad de España.