Aunque la Primera Guerra Mundial ocupe un lugar más prominente en los libros de Historia, la epidemia conocida como la gripe española –que no era específicamente española– dejó un número mayor de muertos, alrededor de 50 millones de víctimas. A estos dos terribles acontecimientos sucedieron los felices años veinte, una década caracterizada por la prosperidad económica, los avances tecnológicos, el auge del consumo, la relajación de las costumbres, todo ello ilustrado culturalmente por la música jazz, el baile del charlestón o las mujeres liberadas denominadas flappers, con su pelo corto y su eterno cigarrillo entre los dedos. Un mundo de alivio y optimismo que se refleja en la novela El gran Gatsby del estadounidense Francis Scott Fitzgerald.
Si algo nos ha enseñado la pandemia del coronavirus es que resulta banal hacer predicciones sobre el curso futuro de la historia y que cualquier cosa puede suceder en cualquier momento (excepto para los futuristas, esa inquietante figura que usan algunas empresas para adelantarse a los acontecimientos).
Sin embargo, ha sido inevitable que buena parte de los pensadores se hayan puesto a cavilar sobre qué ocurrirá después, qué ocurrirá ahora. Ha pasado un siglo desde la época de aquellos locos años veinte y nos encontramos al final de otra ristra de eventos dramáticos, como la actual pandemia o la Gran Recesión provocada por la crisis financiera de 2008. El sociólogo de la Universidad de Yale Nicholas Christakis ha predicho en su libro Apollo’s arrow (La flecha de Apolo) el advenimiento de una nueva época de optimismo y desparrame. Otros felices años veinte, esta vez en el siglo XXI.
Primero habrá que reparar los destrozos de la catástrofe, pero alrededor de 2024, según Christakis, entraremos en una época dorada de pospandemia: la vida social se retomará con fuerza, habrá algarabía, derroche, desenfreno sexual. Igual que hace un siglo, aunque ahora las vanguardias artísticas estén agotadas, el mundo esté más cansado de sí mismo y la población esté notablemente más envejecida. Las pandemias, opina el sociólogo, terminan en una fiesta.
“Lo primero que va a ocurrir tras la pandemia ya lo estamos empezando a ver: una catástrofe económica que exacerba la desigualdad, aumenta la pobreza, debilita a los vulnerables, crea colas del hambre”, señala el psicólogo y psicoanalista José Ramón Ubieto, profesor de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) y autor del libro El mundo poscovid (Ned Ediciones). El mundo anterior al virus tampoco resultaba demasiado halagüeño: la desigualdad rampante, el cambio climático, el auge de las posturas fascistas ya amenazaban la pervivencia del sistema tal y como lo conocíamos, y así lo iban señalando muchas voces desde dentro del propio capitalismo (lee el reportaje “El capitalismo ha muerto, viva el capitalismo”). La pandemia puede verse como un acelerador de algunos de esos procesos: ya estamos empezando a ver protestas contra los despidos masivos, indignación por los altos sueldos de directivos y banqueros, turbulencias que probablemente se mantendrán en el tiempo. Eso es casi seguro. La llegada de la fiesta no está tan clara.
El día y la noche
Días antes del fin de estado de alarma en España los programas televisivos de actualidad comenzaron a emitir encuestas callejeras con ciudadanos aleatorios abordados por las calles, en las que preguntaban sobre la actitud de estos ciudadanos ante el nuevo panorama. Se destacaban dos tendencias. Unos, sobre todo los más jóvenes, estaban deseando viajar, ir a eventos masivos, salir por las noches, desfasar. Otros, que tendían a acumular más años, optaban por la prudencia y el perfil bajo: no lanzarse de la noche a la mañana al desenfreno, sino esperar un poco a ver cómo se desarrollan las cosas; en algunos casos irse al pueblo donde disfrutar de la naturaleza al tiempo que se mantienen las distancias.
La pandemia y los avances en la legislación y la tecnología relacionada con el teletrabajo han permitido que muchas personas se hayan mudado provisional o definitivamente a eso que llamamos mundo rural, pero que ya opera en gran medida como una extensión del mundo urbano. Hay quien ha visto en estos movimientos una esperanza para la España vaciada, aunque no parece que la magnitud de este fenómeno vaya a ser relevante. Mientras tanto, en el centro de las ciudades, la noche del fin del estado de alarma se vio a grupúsculos de bebedores callejeros, hasta de mediana edad, practicando el macrobotellón y brincando en algunas plazas, como la Puerta del Sol de Madrid, cantando aquello de “alcohooool, alcohooool, alcohooool”.
“Un acontecimiento traumático nunca es vivido igual por todo el mundo”, dice Ubieto. Para algunos la pandemia y el confinamiento pueden haber sido el peor momento de su vida. Para otros el mayor problema ha sido no poder ir a ver un partido de fútbol. Unos han visto la muerte de cerca, otros sólo han sufrido los bares cerrados. “Tiene que ver con la forma en la que nos relacionamos cada uno con nuestra propia fragilidad”, añade el psicólogo. Los eventos festivos del fin del estado de alarma generaron cierta indignación, comprensible, en redes sociales: se apelaba a los muertos que llevábamos a la espalda, a los que todavía siguen muriendo, a la pervivencia del virus entre nosotros. Las diferentes formas del mundo poscovid, las maneras de afrontarlo, con mayor o menor triunfalismo y responsabilidad, también pueden generar tensiones entre diferentes segmentos de la población.
Son dos opciones personales que podrían extenderse al resto de la sociedad: el escenario parecido a los felices años veinte y otro un poco más prudente y mesurado. Las costumbres sociales podrían cambiar: ya se ha recuperado el término cocooning (de cocoon, capullo en inglés), acuñado por la coolhunter Faith Popcorn en los años ochenta. En aquella época la gente se empezó a quedar en casa gracias a la llegada de la pizza a domicilio y la tele por cable. Ya desde la crisis de 2008 se venía detectando cierta tendencia a permanecer en el hogar en el tiempo de ocio y socialización: en casa hay videojuegos, videoconferencias, plataformas audiovisuales, cursos online, hasta se puede ligar sin ir a pubs y discotecas gracias a aplicaciones como Tinder.
En casa se ahorra tiempo y dinero, en unos años en los que el poder adquisitivo ha caído fuertemente: muchos han seguido considerándose clase media gracias a los precios bajos de la oferta tecnológica. Trabajadores precarios que pueden pagarse Netflix. Algunos términos que se han utilizado en relación con estos procesos son el nesting (del inglés nest, nido) o el síndrome de la cabaña.
Una vez más, la pandemia nos ha hecho expertos en la estancia ociosa en el hogar y muchos ven menos necesario darse baños de masas. Eso sí, es también notorio cómo las formas de socializar están en España sólidamente conectadas con las barras, las cañas y las terrazas, la cultura de bar de la que tanto nos orgullecemos (al tiempo que tenemos una baja tasa de asociacionismo comparada con la media europea, como si no fuéramos tan proclives a socializar de otras maneras). Estos elementos fueron el inopinado leitmotiv de la exitosa campaña electoral de Isabel Díaz Ayuso. Y acertó, ganando las elecciones a la Comunidad de Madrid por goleada, aupada por la espuma de la cerveza.
La orgía ‘online’ del siglo XXI
El auge del hedonismo frente a la catástrofe no es exclusivo de los años veinte: ya en la Peste Negra, según relata Boccaccio en El Decamerón, muchos privilegiados se dieron a intensas orgías de sexo, vino, comida copiosa y todo tipo de placeres. La sensación del Fin del Mundo apremiaba a disfrutar a tope la existencia, o lo poco que quedaba de ella, con toda la pasión y exuberancia. En este sentido, ¿supondrá el covid un aliciente o un retroceso en la actividad sexual?
En realidad, ese retroceso, como otras tendencias antes citadas, ya estaba ahí. La actividad sexual se estaba mermando por la vida más casera, el porno online, el cibersexo o las aplicaciones de ligue. “En Estados Unidos se ha registrado un aumento de la edad de la primera actividad sexual y una caída de las relaciones en general”, señala Ubieto, “en España somos más precoces, pero también se ve una caída de la libido y un aumento de las relaciones a distancia. Aplicaciones como Tinder pueden conducir al fracaso y a la frustración”.
Si el mundo ya era un lugar notablemente apocalíptico antes del coronavirus (cambio climático, revolución tecnológica de resultados imprevisibles, desigualdad y derivas totalitarias), ¿qué aporta una pandemia a este panorama? “Seguramente un reforzamiento del rol protector del Estado, una mayor atención a las vulnerabilidades ambientales en sentido amplio y una mayor confianza en la ciencia como proveedora de soluciones”, explica Manuel Arias Maldonado, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Málaga y autor del libro Desde las ruinas del futuro, teoría política de la pandemia (Ed. Taurus). “A eso añadiría una mayor conciencia de especie, dada la cualidad global de una pandemia vivida globalmente a través de Internet”.
Los optimistas (y los distópicos)
Existe una corriente de pensamiento optimista en lo que se refiere al fin de este proceso planetario. Como señala el historiador José Enrique Ruiz-Domènec, autor de El día después de las grandes epidemias (Ed. Taurus), todas las pandemias, desde la plaga de Justiniano (en torno al año 545) hasta la gripe española de 1918 han traído grandes cambios que han resultado positivos para la humanidad. “Discrepo de los que piensan que el día después de la pandemia será igual que el día antes”, dice el historiador, “pienso que habrá un profundo cambio en el orden morfológico de la sociedad, de la economía, de la cultura, de la política… podemos aprender de estos años de pandemia”. Así ha sido después de las grandes epidemias históricas: tras la plaga de Justiniano se configuró el Islam y la civilización europea en su versión carolingia. Después de la Peste Negra llegaron los tiempos renovadores y humanistas del Renacimiento, con sus cambios sociales y sus modificaciones urbanísticas. La Ilustración, que fiaba el progreso humano al desarrollo de la razón y la ciencia, y de la cual emanan nuestras democracias liberales, fue precedida por epidemias de tifus, viruela o paludismo, durante la guerra de los 30 Años. Hubo cambios, sí, aunque no fueron gratuitos: la muerte y el sufrimiento que produjeron aquellas enfermedades también se han quedado grabados a fuego en la historia.
“Hay una tendencia catastrofista que dice que entramos en un periodo muy oscuro pero, aunque parezca una obviedad, entraremos en el periodo que queramos entrar”, señala Ruiz-Domènec. Para ello el pensador propone enfocarse en los verdaderos problemas y las verdaderas soluciones y no en debates falsos que atascan a las sociedades. Quien lo haga llegará con ventaja a esa nueva morfología que algunos esperan con ansia. El optimismo o el pesimismo a la hora de encarar los retos del futuro, en una época en la que el futuro ya no está donde se esperaba que estuviera, pueden ser determinantes en el desarrollo de los hechos. “Si el futuro pasa a ser un lugar desagradable que no puede darnos más que disgustos, la movilización de las emociones positivas y la cooperación social necesaria para alcanzar acuerdos y después ejecutarlos se hace más ardua”, apunta Arias Maldonado.
Aun así, que los futuros distópicos hayan cobrado cada vez más fuerza en los productos culturales (veánse series como Black mirror, Years and years, La valla o El colapso, que proponen distopías muy cercanas y fuertemente verosímiles) y en las expectativas de las generaciones presentes tampoco quiere decir que sean inevitables. En la segunda mitad del siglo XX también se vivieron momentos de preocupaciones ecológicas, miedo a la guerra nuclear o profunda inestabilidad política, conflicto social y cultural, y una fuerte oleada de terrorismo internacional. Fueron amenazas superadas. “Hay mucho que se puede hacer para conjurar ese riesgo o al menos aminorarlo y de ahí que ahora haya una cierta necesidad de discursos que, aun arrancando de un cierto pesimismo, ofrezcan algún tipo de esperanza que no implique el sacrificio del bienestar humano”, señala el politólogo, que propone una “Ilustración pesimista”: confianza en la razón y el progreso, pero sin la ingenuidad que en otros momentos ha acompañado al devenir humano.
¿Fueron tan locos aquellos años locos?
En realidad, los “locos” y “felices” años veinte no fueron tan locos y felices como nos los han pintado. “Las transformaciones que caracterizan a aquella década en el imaginario popular son exclusivamente estadounidenses”, explica Antonio Moreno Juste, catedrático de Historia Moderna de la Universidad Complutense de Madrid: “En Europa la situación era bien distinta, con un continente devastado tras la guerra, un destrozo formidable y una crisis económica sin paliativos”. Frente al optimismo de Fitzgerald en El gran Gatsby, el austriaco Stefan Zweig describe en El mundo de ayer su desazón ante los hechos sucedidos durante el siglo XX europeo y su nostalgia de aquellos tiempos anteriores a la Primera Guerra Mundial, la esplendorosa Viena del cambio de siglo. El arte que surge en Europa no es tan amable como el estadounidense: las vanguardias que nacen con el dadaísmo nos hablan del absurdo, de la negación, de la destrucción, así como el gran poema de la época, La tierra baldía de T.S. Eliot (Abril es el mes más cruel / criando lilas de la tierra muerta), un texto febril, extraño y fragmentario que describe en su propia forma la desolación del continente.
Sea como fuere, hace un siglo aquellos felices años veinte acabaron en 1929 con el crack bursátil que abofeteó a Estados Unidos para sacarle de un plácido sueño y se extendió a todo el planeta: la Gran Depresión. Nuestra época más que a los años veinte podría incluso parecerse a los años treinta que preceden a la Segunda Guerra Mundial, unos años en los que el mundo trata de recuperarse de una gran debacle económica y en la que avanzan las ideologías de masas, los fascismos y la polarización. Hay quien considera (como el historiador Enzo Traverso) que, más que dos guerras mundiales, todos aquellos eventos no fueron más que una enorme guerra (una Guerra Civil Europea) que engloba a las dos con un breve periodo de calma que ni siquiera ocurrió en todos los territorios y que hoy podría verse como anecdótico.
Al comienzo de la actual crisis se apeló a un sentimiento de solidaridad entre todos los seres humanos, a la idea de que aquello “nos haría salir mejores”. Muchos pensadores han incidido en la necesidad de una nueva conciencia global, de unos mejores ejecutivos para organizaciones como la Organización Mundial de la Salud o incluso de un gobierno supranacional que aúne los esfuerzos y esperanzas de la humanidad como un todo, en dirección contraria a los movimientos nacionalpopulistas que surgen aquí y allá.
¿Existe una Humanidad, existe una especie humana como sujeto? En vista del ambiente de crispación no está claro que esa hipotética mejora de los seres humanos haya tenido lugar. Al menos se espera que el ser humano logre entender su vulnerabilidad, su responsabilidad como especie, una especie que, aunque cueste asumirlo a estas alturas de la Historia y el Progreso, todavía es fuertemente dependiente de la naturaleza. Porque el propio ser humano es eso, naturaleza.