El conflicto es y ha sido una constante universal. Desde enfrentamientos entre organismos unicelulares, hasta las guerras globales del siglo XX; la vida ha sido una lucha perpetua por la supremacía, definida por la capacidad de proyectar poder sobre recursos escasos.
Como ingeniero de sistemas y miembro de la Fuerza Espacial de los Estados Unidos, Jason P. Lowery, ha dedicado su carrera a entender cómo la humanidad adapta esta dinámica a nuevos dominios. Su investigación, plasmada en Softwar: A Novel Theory on Power Projection and the National Strategic Significance of Bitcoin, sostiene una idea radical pero ineludible: Bitcoin, a través de su protocolo de prueba de trabajo (Proof-of-Work), representa la próxima evolución en esta lucha por el poder.
No es meramente una criptomoneda; es una tecnología de poder cibernético-físico con implicaciones estratégicas que redefinen la defensa nacional y la geopolítica global.
El poder cibernético-físico describe la conversión de energía física —electricidad medida en teravatios— en autoridad computacional dentro de un sistema distribuido como Bitcoin. A través de la prueba de trabajo (Proof-of-Work), el hashrate (exahashes/segundo) establece un dominio digital termodinámicamente asegurado, fusionando control físico y cibernético.
Poder como función de energía y control
Nos guste o no, históricamente, el poder se ha manifestado mediante la capacidad de imponer costos físicos a los adversarios. En la prehistoria, esto significaba fuerza muscular; en la era industrial, armamento mecanizado; en el siglo XX, energía fósil y arsenales nucleares.
Cada transición marcó un salto en la escala y eficiencia de la proyección de poder. Hoy, en el dominio cibernético-físico, el control de la energía sigue siendo el fundamento, pero su expresión ha cambiado. Bitcoin encarna esta transformación. Su mecanismo de Proof-of-Work convierte energía eléctrica —medida en teravatios-hora— en un activo digital inmutable, protegido por una red que, al 28 de marzo de 2025, opera a una tasa de hash de 730 exahashes por segundo (EH/s). Esto no es un detalle técnico trivial; es una demostración de fuerza computacional que supera cualquier sistema centralizado en existencia.
La minería de Bitcoin no es un proceso pasivo de «creación de dinero». Es una forma de guerra blanda (softwar), donde los participantes compiten por el control del hashrate global, un recurso que determina quién valida las transacciones y, por ende, quién ejerce autoridad sobre la red. Este paradigma traslada la lógica de los conflictos físicos —donde el dominio del terreno o los recursos otorga ventaja— al ámbito digital, con una diferencia crítica: la descentralización de Bitcoin lo hace resistente a la coerción tradicional. No hay un cuartel general que bombardear, ni un líder que neutralizar. El poder reside en la energía misma, distribuida entre nodos globales.
Implicaciones estratégicas para la seguridad nacional
Desde una perspectiva militar, ignorar Bitcoin es un error catastrófico. Las naciones modernas dependen de sistemas financieros centralizados como SWIFT o el dólar estadounidense para proyectar influencia económica. Sin embargo, estos sistemas son vulnerables: sanciones, ciberataques o la exclusión deliberada pueden paralizarlos.
Bitcoin, por contraste, ofrece una alternativa estratégica. Su red, inmune a la censura y respaldada por una infraestructura energética global, actúa como un baluarte contra la coerción económica.
Considere las cifras: de los 21 millones de bitcoins programados, 19.44 millones ya han sido minados. La escasez absoluta de este activo, combinada con su dependencia de energía física, lo convierte en un equivalente digital a los recursos estratégicos tradicionales. Una nación que acumule bitcoins y desarrolle capacidad de minería —idealmente con fuentes renovables para maximizar la sostenibilidad y minimizar gastos— no solo asegura su riqueza, sino que fortalece su posición en el tablero geopolítico.
Perder esta carrera sería una «pesadilla estratégica», como argumenta Lowery en su tesis.
Bitcoin como sistema de armas digital
La analogía militar no es exagerada. Bitcoin es un sistema de armas en el sentido más puro: impone costos a los competidores (a través del gasto energético y computacional) mientras protege a sus usuarios de agresiones externas. Cada bloque minado refuerza la cadena, elevando el costo de un ataque al nivel de lo prohibitivo. Un intento de doble gasto o un ataque del 51% requeriría una inversión de energía y hardware que no está al alcance de nadie. Esta asimetría defensiva es lo que distingue a Bitcoin de las altcoins (resto de criptomonedas) centralizadas, que dependen de estructuras jerárquicas vulnerables a la manipulación o el colapso.
Además, su diseño deflacionario —con un límite fijo de emisión— lo alinea con los principios de la teoría de juegos aplicada a la guerra. Mientras las monedas fiduciarias se devalúan por la inflación, Bitcoin concentra valor con el tiempo, incentivando su acumulación como reserva estratégica. En un conflicto híbrido futuro, donde las batallas se libren tanto en el ciberespacio como en el mundo físico, el control de Bitcoin podría determinar la capacidad de una nación para financiar operaciones, resistir sanciones o incluso negociar desde una posición de fuerza.
Un imperativo para el siglo XXI
La adopción de Bitcoin no es una opción; es una necesidad existencial. Las naciones que no reconozcan su importancia estratégica corren el riesgo de quedar relegadas en un orden global redefinido por el poder cibernético-físico. El análisis de Jason Lowery no busca evangelizar a los inversores individuales, sino alertar a los responsables de la política y la defensa. La red de Bitcoin ya está aquí, operando a una escala que desafía los paradigmas tradicionales de soberanía. Con cada halving —el próximo en 2028 reducirá aún más la emisión—, su valor como recurso escaso se intensifica, al igual que su relevancia militar.
El futuro del poder no se medirá en megatones o portaaviones, sino en exahashes y teravatios canalizados a través de protocolos como Bitcoin. Jason ha dedicado su carrera a proteger los intereses nacionales en dominios emergentes, y afirma con certeza: “Esta tecnología no es una curiosidad financiera, sino un punto de inflexión en la evolución del conflicto humano. Quienes dominen su infraestructura dominarán el siglo XXI”.
El tiempo de actuar es ahora.